Juan Atienza - La Maquina De Matar
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El viejo millonario busca la página de valores. Aquello ha cambiado poco, a no ser las cifras. Encuentra la casilla de la Yannakmond Inc. Su sonrisa se hace abierta. Las acciones están en alza; el capital social se ha quintuplicado en quince años. Compara con las demás sociedades mundiales: Yannakopoulos sigue siendo el hombre más rico del mundo. En primera página de todos los diarios, en grandes caracteres, viene la noticia de su resurrección. Tiene -ahora se da cuenta, sólo ahora que lo está leyendo- noventa y tres años. Pero se siente fuerte y joven.
Se enciende una luz y se escucha la voz bien timbrada de una mujer que le anuncia la presencia de periodistas de todo el planeta, que quieren entrevistarle.
– No quiero ver a nadie…
– Está también aquí su secretario, señor…
– Déjele pasar. ¡Pero sólo a él!…
Llaman suavemente a la puerta transcurridos cinco minutos. Entra un muchacho de apenas treinta años. Yannakopoulos se incorpora en la cama.
– ¿Quién es usted?
– Su secretario, señor…
– No le conozco
El muchacho sonríe.
– Bien… Soy su secretario por herencia. Mi padre fue contratado por usted, pero murió hace siete años y me dejó el encargo de seguir con sus asuntos hasta que usted… regresase.
El viejo le mira de arriba abajo. Le satisface el muchacho. Además…
– Ha cuidado usted bien de mis bienes; le recompensaré por su eficacia.
– Gracias, señor… En realidad, me he preocupado de mantener el capital…
– ¿Mantenerlo? ¡Se ha quintuplicado!
– Efectivamente, señor. Pero, según los cálculos que han aparecido, la moneda se ha depreciado a una quinta parte en los últimos quince años.
Yannakopoulos tuerce el gesto. No contesta. El muchacho sigue hablando.
– De todos modos, he procurado trasladar sus acciones a negocios más a tono con… con el tiempo. Por ejemplo, ya no existen minas de uranio ni pozos de petróleo. Los dos productos se consiguen sintéticos. La navegación marítima es ya sólo un deporte y la unidad de moneda es un hecho incontrovertible en el mundo. Ahora es usted el mayor propietario de fábricas de helio líquido y en sus laboratorios se investiga sobre el futuro de la antimateria.
– ¿Y qué es eso?
– Trataré de explicárselo luego, señor. Pero quería comunicarle antes un problema bastante grave. Hay peligro de guerra…
– ¿Guerra? ¿Y el gobierno mundial?
– Quería decir guerra civil, naturalmente. Los siberianos quieren unas reivindicaciones imposibles y están dispuestos a lo que sea… Claro que, por otro lado, la superpoblación del planeta aconseja que una guerra diezme a los ochenta mil millones de habitantes, de modo…
– Llame usted al doctor.
– ¿Cómo?
– Llame usted al doctor, le digo.
Aquello era monstruoso. Yannakopoulos había sido propuesto quince años antes para el premio Nobel de la paz -que se lo arrebató un líder africano, porque convenía tener a todos contentos- ¡y ahora el mundo aconsejaba una guerra!…
– ¡Monstruos!… ¡En eso se han convertido ustedes!… ¡Ojalá la guerra termine con todos ustedes!
El doctor le miró como quien mirase a una reliquia de civilizaciones pretéritas.
– La guerra es una cuestión… digamos terapéutica, señor Yannakopoulos. El servicio de Inteligencia es el encargado de provocarlas periódicamente, para que el mundo pueda seguir viviendo…
– ¡Pues yo no quiero ver esto!… ¿Me ha entendido? ¡Duérmame otra vez y haga que me despierte cuando el mundo quiera vivir efectivamente en paz!
– Para entonces, yo puedo estar muerto.
– ¡Hibérneme!
– No tengo suficiente dinero para eso, señor… Hoy por hoy, sigue siendo usted el único hombre que puede permitirse ese lujo…
Yannakopoulos pensó un instante.
– Está bien… Deje entonces sus instrucciones a quien le suceda.
Puso en orden sus asuntos -que pudo comprobar que se encontraban en buenas manos- y se dispuso a dormir unos cuantos años más.
7 de mayo de 1993.
– ¡Vaya, me alegro! -fueron sus primeras palabras, al abrir los ojos-. Sigue usted siendo mi secretario.
– En efecto, señor…
– ¿Dónde estamos, si puede saberse?
– En su propia casa, señor… Hace tres años hicimos instalar su cámara de hibernación en la nueva casa que me permití el lujo de hacer construir para usted.
– ¡Vaya, eso es comodidad!…
– ¿Quiere usted verla?
– Naturalmente.
Se levantó y se sintió joven. Los ciento seis años no parecían pesarle más que los ligeros zapatos de cuero sintético con que le calzó su secretario. Incluso llegó a sentir…
Bien, pero eso fue luego de visitar la casa, el extraordinario palacio que le habían hecho construir. Lo encontró, ¿cómo diríamos?, un poco vacío. Salones y más salones, jardines y piscinas, huertos hidropónicos y máquinas cibernéticas para cubrir todas sus necesidades… menos una.
Una mujer. ¡Eso! Necesitaba una mujer, para compartir aquellas maravillas. Sólo que no podía hacer la petición así, de repente. Le parecía un poco impropio.
– Supongo que terminaron las guerras.
– Afortunadamente, señor… Ahora hemos resuelto el asunto de un modo más humano. La gente emigra.
– ¿A dónde?
– A Venus, a Marte… Se está instalando una ciudad de emigrantes en Júpiter.
– Me alegro… ¿Y nuestros negocios?
– Inmejorables. Somos nosotros, la Yannakmond ínc. quienes estamos encargados de construir esa ciudad.
– ¿Beneficios?
– Unos ochenta mil millones de dólares. Estamos haciendo también la campaña de emigración. Y tenemos la exclusiva de venta de toda la materia prima y de todos los productos que se exporten a Jupiter-ville.
– ¡Espléndido! Le subiré el sueldo.
– Ya me lo subí yo mismo, señor, gracias…
– ¿Vive usted bien? ¿Necesita algo que yo pueda?…
– Nada, señor, gracias…
– Yo, en cambio…
– Diga, señor…
– No sé, creo que esta casa está muy solitaria. Necesitaría…
– ¿Una esposa, señor?
– ¡Eso!… ¡Ha tenido usted una buena idea! Habrá que salir, conocer gente…
– Si usted quiere, señor, eso no será necesario. Podemos ponernos inmediatamente en comunicación con nuestra agencia total.
– ¿Nuestra?
– Es uno de nuestros negocios.
– Está bien, veamos.
Por los vídeos estereoscópicos se pusieron en comunicación con las oficinas de la Yannagenz Ltd. en Leopoldville. Los agentes fueron extremadamente amables con el jefe máximo y desearon complacerle en todo.
– Digamos cómo la desea, señor…
– Bien… No sé… Joven, bonita, complaciente…
– ¿Grupo sanguíneo?
– No importa, no voy a bebérmela.
– Creo que tenemos lo que usted necesita. Una pregunta, ¿matrimonio temporal o permanente?
Yannakopoulos había nacido en 1887 y era un hombre de costumbres. Por eso contestó inmediatamente, casi enfadado:
– i Permanente, claro!
– Yo le aconsejaría, señor… -dijo el secretario.
– ¡No me aconseje!
Tres días después, los médicos analizaron y repusieron la cantidad de hormonas necesarias para que Yannakopoulos pudiera ser un esposo feliz a sus ciento seis años.
Y una semana después, la esposa -que el millonario había contemplado por la pantalla en todas sus facetas, con todos sus vestidos y aun sin vestidos- llegó en el cohete de Kiel y se celebró la boda.
Quince días después, Rossie comenzó a mostrar su carácter. Un mes después, Yannakopoulos hizo llamar a su secretario.
– Anúleme el matrimonio.
– ¡Pero señor, eso es imposible!…
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