Juan Atienza - La Maquina De Matar

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– Si usted hubiera visto con sus propios ojos los horrores que ha contemplado por la pantalla, odiando y sin poder hacer nada por impedirlo, sufriendo en su propia piel y en la vida de todos los suyos el espanto de ese mundo de locos asesinos, ¿habría desaprovechado la oportunidad de la venganza?

Lebeau abrió los ojos horrorizado. Braunstein no parecía dirigirse ahora a él, sino a unos jueces que estuvieran decidiendo su destino.

– Yo no he podido, doctor… Ahora puede usted hacer lo que quiera de mí. No podré reprochárselo, porque he hecho, yo solo, actos tan brutales como los que hicieron ellos con los míos… Treinta años de espera son muchos para poderse contener, cuando la ocasión se nos presenta como se me presentó a mí, hace un mes, cuando esos hombres se materializaron desde su mundo debajo de la campana magnética, aturdidos por el extraño viaje que acababan de realizar… Dirá usted que pude evitar su llegada… o que pude entregarles uno a uno a la policía o a las autoridades… Debí hacerlo, doctor, pero todos llevamos dentro de nosotros un asesino en potencia, un vengador brutal como el que ha aparecido en mí… Y, después del primero… ¡Aquella vez me resultó espantoso!… Pero luego… -Braunstein se tapó los ojos con las manos- luego despertó la bestia dormida que había en mí… y llegué a gozar casi del espectáculo… Y, si me faltaban los ánimos, sólo tenía que ajustar la visión sobre uno de los campos de exterminio para que el odio y las ansias de matar se apoderasen de nuevo de mí…

Se extendió el silencio entre los dos, por un instante. Braunstein, rendido sobre el sillón, con el rostro oculto entre las manos, había olvidado momentáneamente la presencia del único hombre que sabía que él era un asesino. Sólo cuando Lebeau se acercó a él y le puso la mano suavemente sobre el hombro, levantó su mirada seca y febril hacia él y musitó:

– ¿ Quiere que le acompañe a la comisaría de policía?

Lebeau tardó un instante en negar con la cabeza. Luego, sus ojos se volvieron despacio hacia el rincón donde yacía el cadáver con la cabeza destrozada.

– Le… le ayudaré a hacerlo desaparecer, profesor… No conviene que aparezca otro en los vertederos… Alguien podría sospechar lo que yo sospeché y, entonces… No sé, creo que las cosas serían más difíciles…

SIETE VIDAS DE GATO

16 de setiembre de 1965.

– Doctor, he venido a verle porque soy el hombre más rico del mundo.

– ¿De veras?… Créame que me alegra, señor Yannakopoulos. Pero, de todos modos…

– Estoy seguro, doctor. Lo han dicho mis computadores electrónicos, y usted sabe que los computadores nunca se equivocan.

– No me refería a eso… Quería decirle únicamente que la riqueza no es aún una enfermedad, así que no sé qué tiene que ver conmigo…

– La riqueza, no. Mi cáncer, sí…

– Tiene usted cáncer, entonces. ¡En fin!… Puede no ser…

– Estoy seguro, doctor. Un adenocarcinoma renal en estado muy avanzado. Inoperable. Aquí tiene usted: análisis, biopsias y radiografías. He convencido a los médicos que me trataban y me han dicho la verdad: no me dan más de tres meses de vida.

El doctor guardó silencio. Observaba atentamente las radiografías.

– ¿De acuerdo, doctor?… ¿Está usted de acuerdo con el diagnóstico?

– ¡Hmmm!…

– ¡Diga, diga lo que sea!…

– ¿Toda la verdad?

– Toda, naturalmente.

– Han sido optimistas. Tres meses es mucho tiempo.

– Por eso he venido a usted.

– ¡Yo no soy oncólogo, señor Yannakopoulos!…

– Ya lo sé… Pero me han leído sus progresos en el campo de la hibernación.

– Sa ha avanzado mucho en los últimos años, es cierto…

– Usted ha experimentado con toda clase de animales. Les ha detenido la vida por el tiempo que ha querido y luego les ha hecho volver del estado letal y han seguido viviendo.

– Conoce usted muy bien mis trabajos…

– He procurado informarme.

– Bien, ¿y qué pretende usted?

– Que me hiberne a mí. Que detenga mi vida durante el tiempo que sea necesario, hasta que haya una posibilidad de curar mi cáncer. ¿Puede usted hacerlo, doctor?

– ¿Sabe usted a lo que se expone?

– Eso es cuenta mía. ¿Podría hacerlo, sí o no?

– Podría intentarse, pero resultaría peligroso… y, sobre todo, muy caro.

– Le dije antes que soy el hombre más rico del mundo… ¿Cuánto podría costar?

El doctor pensó un momento y comenzó a escribir cifras en una libreta que tenía sobre la mesa. Se le habría podido ver dudar, pero Yannakopoulos no quería verlo y paseaba tranquilamente por la estancia, observando los cuadros con mirada de experto. Pasaron diez minutos en silencio. El multimillonario esperaba. El médico levantó la mirada un instante.

– ¿Cuántos años tiene usted?

– Setenta y ocho…

– ¿Y de veras no preferiría dejar las cosas arregladas… y esperar tranquilamente el final?

– No tengo herederos. Podría destinar mi dinero a obras de caridad, pero soy demasiado caritativo… conmigo mismo.

– Como quiera…

El doctor siguió escribiendo números. Yannakopoulos dejó nuevamente de hacerle caso. Pasaron otros diez minutos.

– Bien… -musitó el doctor.

El viejo millonario regresó frente a la mesa.

– ¿Cuánto?

– Trescientos mil dólares para la construcción de la bañera de helio; mil doscientos cincuenta dólares para la congelación primera, incluido el helio y las serpentinas especiales; unos quinientos dólares anuales para la conservación y reposición del helio evaporado… y mis honorarios.

El viejo se calló un instante. Hizo unos rápidos cálculos mentales y sonrió.

– ¿Cuándo?

– No hay mucho tiempo… ¿Diez días?

– De acuerdo. Son suficientes para que pueda dejar todos mis asuntos en orden… En realidad, a la altura de mi fortuna, los asuntos casi marchan solos. Soy una sociedad anónima en la que el Consejo de administración y la Junta general están unidos en una sola persona: yo.

***

15 de enero de 1980.

Círculos de colores que se mueven rítmicamente en torno a un camino brillante que se extiende hasta el infinito. Al fondo, la luz. Los círculos se acercan, pasan. Y, a medida que se avanza por el camino brillante, el zumbido inconexo se va haciendo distinto. Los sonidos comienzan a diferenciarse; hay un lejano campaneo, el rumor de la brisa y el rítmico golpear de las bombas de oxígeno, formando una sinfonía de vida.

Los ojos se abren lentamente. Hay una luz que ciega. Hay sombras que se mueven. Hay recuerdos remotos que se van haciendo realidad. Es… la vida. Otra vez. Yannakopoulos respira hondamente. Cree que hace apenas unos segundos que el pentotal le durmió.

Las voces apagadas se van haciendo audibles. Entre la luz de la lámpara y sus ojos se interpone la figura de cabello entrecano del médico. ¡Cómo ha envejecido en unos segundos!…

– Ya está… Ya revive…

Las gotas de sudor cubren su frente. Una mano enguantada de goma azul se la limpia cuidadosamente. Yannakopoulos sonríe.

– ¿Tan pronto? ¿Y mi cáncer?

– Extirpado. Está usted curado…

– ¿Puedo levantarme?

– Pronto… Mañana, tal vez.

Dos horas después, despierto totalmente y con la sensación de haber vuelto a nacer, Yannakopoulos pide los periódicos. Mientras espera, observa la asepsia del cuarto en que está metido. Paredes plásticas, dos vídeos al pie de la cama, los mandos a su alcance, sobre la mesilla de noche de metal bruñido. Viste una especie de pijama casi transparente.

Los periódicos traen noticias increíbles. Las noticias meteorológicas llegan desde los observatorios lunares. La electricidad ha sido totalmente domada y se almacena en stocks inmensos. La gravitación ha sido domesticada. Lee la noticia de la señora Flapper, esposa del Presidente de la Confederación Mundial, que ha ido a Brasilia a ver a su hijo, recién nacido en las incubadoras Wrener. Se anuncia una huelga de los aerotaxis y hay noticias alentadoras sobre la baja del precio de los helicópteros de propulsión atómica.

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