– Tranquila, Joe empieza a cobrar sedal -dijo Kenji.
– Me recuerda un pez vela que pesqué una vez. -Michaelson tiró con energía.
– Así no se habla al oficial de soporte vital -rió Shikibu.
La chica salió del túnel con un pie por delante, en postura poco digna; pronto, Michaleson le reconectó los tubos al traje, mientras Kenji le aseguraba la mochila.
– Tanque de oxígeno lleno al sesenta y tres por ciento -dijo el ordenador-. Baterías al setenta y ocho por ciento de capacidad…
– ¡Aaah! -suspiró ella-. Aire fresco. O en conserva, pero delicioso. ¿Qué hacemos ahora?
Prosiguieron la exploración del interior; pero no descubrieron gran cosa más. La otra ala no estaba doblada y pudieron examinar el fondo con las linternas; Shikibu afirmó que era simétrica a la que ella había explorado.
En algunos puntos del casco, descubrieron una especie de discos de quince centímetros de diámetro, formados por una membrana tensa como el parche de un tambor. Sensores de presión, dudó Kenji.
No había nada más que hacer. Yuriko les dio orden de regresar.
– ¿Sabéis una cosa? -dijo Susana pensativa-. Trato de imaginarme cómo pudieron ser los tripulantes. Debían tener ojos de treinta centímetros, a una altura de quince metros; ser lo bastante enanos para meterse en un túnel de medio metro; capaces de apretar botones con una fuerza de cincuenta kilos, y de trabajar a oscuras en dos salas de mando distintas. No era una imagen tranquilizadora. Los engendros que les habían atacado casi parecían ordinarios, en comparación. Pero…
Se detuvo en seco. Algo arañaba el fondo de su cerebro.
¿Qué podría embutirse en aquel enorme espacio vacío?
¡Claro!
– ¿No os dais cuenta? -exclamó Susana. De repente todas las piezas han encajado-. ¡Es un traje!
– Me temo que no entiendo -dijo Yuriko.
– Eso no es una nave. ¡Es un traje espacial!
– ¿Qué? -Yuriko la observó, desconcertada.
– ¡Claro! -Shimizu lo asimiló rápidamente-. La mochila con los motores y el soporte vital… reemplazable.
– El sistema de calefacción ajustado a la piel… Los controles. ¿Cómo pueden trabajar dos pilotos en la oscuridad y sin comunicarse? -Susana extendió ambas manos y movió los dedos, como tocando un piano invisible-. Esa nave es un traje de vacío… ¡El traje de un gigante!
En la sala de ordenadores, Susana se puso los guantes de interfaz y los anteojos de espacio virtual.
El sargento Fernández, que había acudido para ayudarla, se acercó a la mujer, tomando su propio par de lentes de un anaquel. Al principio no vio nada; pronto hubo un cambio. Apareció una serie de líneas luminosas, que formaban un dibujo tridimensional, el clásico dibujo de alambres de un ordenador.
– Esto es el molde del hueco de esa nave-traje -le explicó la etóloga-, deducido a partir de las cintas del robot. Bien, veamos ahora… ORDEN: OCULTA LÍNEAS.
De inmediato, desaparecieron las líneas que hubieran sido invisibles de ser opaco el cuerpo dibujado.
– Es curioso lo que se puede deducir a partir del traje espacial de una criatura -comentó Fernández-. Me pregunto, si un extraterrestre encontrara uno de nuestros trajes, ¿qué conclusiones sacaría sobre nosotros?
– Muchas, supongo -dijo Susana-. Un traje espacial es un molde del cuerpo, como la concha de un molusco, y una protección contra un elemento extremadamente hostil; de lo que se puede deducir la forma y el habitat de la cosa que lo llevaba. El sargento sonrió a Susana.
– ¿Sabes una cosa?, parece que has inventado una nueva rama de la Arqueología.
– ¿La Escafandrología? -rieron. La etóloga dijo: -ORDEN: FUENTE DE LUZ, menos 1000, 1000, 0, RELLENA. La superficie del cuerpo se cubrió de cuadraditos grises; al cabo de pocos segundos, parecía una maqueta tosca de un cuerpo en forma de torpedo, iluminado desde arriba y a la izquierda. -ORDEN: SUAVIZAR.
Al instante, se atenuaron las diferencias de brillo entre los cuadraditos, como si una pulidora invisible recorriese la figura. El resultado final era una especie de torpedo gris con dos aletas.
– Una ballena -dijo Fernández. La figura gris rotaba con lentitud ante sus ojos.
– Parece una ballena -rectificó Susana-. Una ballena de trescientos metros de largo con traje espacial. Podríamos añadir más cosas, como los ojos y su tamaño, el volumen máximo de la cabeza, etc.
– Pero… ¿qué tenemos aquí entonces? -preguntó el sargento.
– Taawatu -musitó Susana, con una voz tan débil que Fernández apenas la oyó.
El transbordador de órbita alta se acercaba paulatinamente al Dedo. En la bodega, Sandra, Karl y Lucas se preparaban para entrar en sus robots de combate, tan pronto como los técnicos realizaran los ajustes finales. Karl pasaba su brazo sobre el hombro de Sandra, aunque ella no parecía demasiado interesada. Lucas, por su parte, se sentía como un caballo a punto de iniciar una carrera.
Desde la pantalla de proa, el Dedo asemejaba un cuerpo celeste más, tranquilo e inerte. Era una gran roca de color gris sucio, tuberosa, muy desigual, flotando en el oscuro vacío.
O lo habría parecido, excepto por un extraordinario detalle. Dos enormes cables surgían desde extremos opuestos del cuerpo; uno descendía hacia la Tierra hasta perderse de vista, el otro se alejaba en la noche del espacio.
Aquello era lo que les había traído hasta allí.
– Recordad, una detonación mal situada -les decía el general Toranaga- lo haría caer sobre nuestro planeta. Debéis descender hasta un punto cercano a la base…
Los tres asintieron. Era el briefing habitual; pura verborrea, los tres conocían el plan al dedillo. Lucas miró pensativo el cinturón de esferas de medio metro de diámetro, colocadas en torno a la «cintura» de su robot: bombas de fusión, de las más potentes fabricadas jamás, y cada uno de ellos llevaba doce, treinta y seis en total. ¡Brrr! Se sentía a la vez aliviado y despavorido.
– ¡Todo listo! -voceó uno de los técnicos, alzando el pulgar.
– A sus puestos, señorita, caballeros. -El general Toranaga les hizo una breve reverencia, el solemne saludo de un samurai. O hubiera sido solemne, si la ingravidez no lo hubiera convertido en casi una voltereta.
Los tres amigos se desnudaron y se introdujeron en las cabezas de sus respectivos robots. Lucas se alegró de que aquella cosa medio viviente tuviera un medio de eliminar los desechos biológicos. Su vejiga estaba tan nerviosa como él.
– ¡Preparados! -ladró una voz metálica. Sonaron las alarmas de vacío, y los técnicos se retiraron prestamente.
Los tres robots se pusieron en pie y avanzaron hasta el centro de la bodega. Karl cogió el cañón de partículas. ¡Particulas! Aquello era un chiste malo. Tenía el tamaño de uno costero, tosco y embarazoso; no era posible construirlo de un tamaño inferior. Solamente uno de aquellos robosaurios podía manejarlo como arma personal.
Una luz verde se convirtió en roj a. Se prepararon para el salto.
La primera sugerencia de los militares fue lanzar bombas atómicas contra el enorme cable que unía el Dedo del Cielo con el Dedo de la Tierra; rápidamente advirtieron que, si se cortaba, caería como un mortífero flagelo, provocando una calamidad casi tan apocalíptica como la Tormenta de Positrones.
Los intentos de atacar el Dedo de la Tierra fueron infructuosos. Los misiles atómicos apenas hacían mella en aquel vasto cilindro de roca. Entonces otros sugirieron que un corte en el cable, por encima del Dedo de la Tierra, liberaría éste, y el contrapeso lo alejaría de la órbita de la Tierra, arrastrándolo hacia el Sol. El problema era de precisión; el punto idóneo era demasiado bajo para un misil antisatélite, y demasiado alto para un misil tierra-aire.
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