Papá sonríe. ¡Cómo he llegado a odiar esa sonrisa suya de suficiencia!
– Entonces será un concierto adecuado para las ballenas, no para las chicas humanas.
– Lo siento. - Me encojo brevemente de hombros, un gesto heredado de mamá.
– No lo digo para que te disculpes - dice él, razonablemente -. Es sólo que creo que estás desperdiciando tu juventud. ¿Sabes?, no vas a tener diecisiete años para siempre. ¿Por qué no sales por ahí de vez en cuando y te diviertes? Hay un baile en el Salón de Actos la próxima semana. ¿Te has apuntado?
Le miro como a un desconocido. ¡Un baile en el Salón de Actos…!
¿Cómo eludir aquel abismo de absoluta incomprensión que se abre entre nosotros?
– No… no tengo ningún interés en ir a ese estúpido baile de quinceañeros con acné.
Él deja caer sus brazos, impotente.
– De acuerdo, de acuerdo. Era sólo una idea. Nunca sé lo que te gusta o no.
Hablamos tan poco…
Permanecemos en silencio un tiempo. Soy yo quién aparta la vista primero, volviéndola hacia el mar.
– Cariño, hemos estado mucho tiempo deseando lo que ahora tenemos. Estamos juntos, tenemos un hogar…
– No estamos juntos. Mamá ya no…
– / Ya basta!
Su voz ha adquirido un conocido tono marcial; aquel que tanto me apocaba de pequeña.
– Deja de darle vueltas a eso. - Papá se esfuerza, en hablar tranquilamente -. Vamos a ser muy felices en este lugar, ya verás. Debemos olvidar el pasado, yo…
No acaba la frase. Se pone en pie, y regresa a su trabajo.
Lo sigo con la mirada mientras desciende por la suave cuesta, que lleva a la playa, caminando con la espalda recta y los hombros atrás; el paso marcial que conozco tan bien.
Vuelvo a colocarme los auriculares, y oprimo el botón de marcha del discman.
Abrió los ojos; estaba en una cama de la enfermería. El primer oficial, Kenji hablaba al sargento Fernández.
– ¿Ya estás despierta? -le dijo Kenji. Susana contestó con lengua estropajosa:
– Sí… más o menos.
No había sido tan terrible como imaginaba; la apendicectomía era más emocionante. Se sentía bien; sólo notaba leves punzadas en diversos puntos del cuerpo, donde le habían puesto los tubos de perfusión. Palpó uno de ellos. Esparadrapo.
– Procura despejarte -dijo Kenji-. Estamos en órbita en torno a Júpiter. He venido en tu busca, si te sientes con fuerzas para caminar, el espectáculo vale la pena…
Susana se incorporó. Estaba un poco debilucha, pero podía hacerlo.
Júpiter se les presentaba como un gran plato bandeado en zonas claras, cuyo color oscilaba del blanco al amarillo, pasando por las gamas intermedias. Eran nubes más frías y más altas, y constituían centros de ascenso de gas. Alternaban con ellas los cinturones: bandas de colores más oscuros, pardo, castaño rojizo, escarlata o rosa salmón.
Zonas y cinturones eran respectivamente bandas de altas y bajas presiones: lo que en la Tierra serían anticiclones y ciclones. En Júpiter, el gran radio del planeta y la gran velocidad de rotación originaban una intensa fuerza de Coriolis, que los distorsionaba en bandas. En latitudes medias y altas, la disposición perdía su simetría, disolviéndose en un complejo muaré de plumas, estrías, rayas, torbellinos, lazos, puntos, remolinos, manchas… El rostro de Júpiter les miraba desde la gran pantalla semiesférica, con el despego soberano del Padre de los Dioses y de los Hombres.
– Presenta una concentración bastante anómala de elementos pesados -estaba diciendo Kenji-; además es débilmente magnético. Pensábamos en un meteorito de hierro-níquel.
Pero…
– ¿Pero qué? -preguntó Yuriko desconcertada.
– Aquí está la dificultad, la masa es demasiado pequeña, apenas unos cientos de toneladas. Y es grande en volumen. Shikibu está delimitándolo con un magnetómetro; como primera aproximación, diría que tiene varios cientos de metros de largo.
– ¿Una concentración de polvo ferromagnesiano? -propuso Yuriko.
– Eso pensamos, pero también es ligeramente radiactivo; eso no concuerda.
– No os canséis -dijo Kenji-, pronto tendremos imágenes.
Unos minutos después, la pantalla principal del puente mostró lo que la sonda estaba captando en aquellos momentos. Se acercaba rápidamente a un objeto de forma vagamente familiar.
– Una nave -dijo Yuriko rompiendo el silencio.
– Siéntese aquí, Susana.
El padre Álvaro se había levantado, y señalaba amablemente una silla situada junto a él. En la misma mesa se sentaba el teniente Shimizu. No había nadie más en el comedor.
Susana dudó un momento, pero consideró que sería demasiado descortés no aceptar la invitación. Tomó su bandeja y se acomodó junto a ellos.
– ¿Tiene hambre? -le preguntó el religioso.
– Sí. Un hambre increíble.
– Es normal después de la hibernación -dijo Shimizu.
Susana comió en silencio mientras los dos hombres especulaban sobre las criaturas que les habían atacado. Había pasado un año desde aquellos acontecimientos, pero para todos ellos había sido la noche anterior.
– No comprendo cómo pudimos actuar de una forma tan chapucera… -estaba doliéndose el teniente Shimizu. Su enorme mano negra hacía girar un vasito vacío de sake en el que parecía concentrar toda su atención.
Susana había acabado con las dos empanadas de carne y el gran vaso de zumo de naranja que se había servido, y empujó la bandeja hasta el centro de la mesa.
– Después del estallido del cometa pensamos que nada peor podría suceder ya -dijo-. Nos felicitamos de haber salido todos con vida de ese desastre, y bajamos la guardia.
– Nosotros no podemos bajar la guardia… -se dolió el teniente- en ninguna circunstancia.
– Nadie es culpable -dijo el padre Álvaro-; la situación era demasiado excepcional. Teniendo en cuenta eso, creo que ustedes actuaron magníficamente. Esos seres eran el Mal personificado. Su única función era acabar con todos nosotros. Y lo habrían hecho, sin su valerosa intervención.
Susana abrió mucho los ojos, y fingió asombro.
– Con qué facilidad reparten los religiosos las etiquetas del Bien y del Mal. Reservándose la del Bien para el bando propio, claro.
– Hay algo que la Humanidad le debe a la Religión, Susana, eso tendrá que reconocerlo, y es ese sentido de la Moral Universal. La certidumbre de que existen actos buenos, y acciones básicamente malvadas, como las que nos han traído hasta aquí.
– En una ocasión -dijo Shimizu con una sonrisa que descubrió una deslumbrante dentadura-, le profetizaron al poeta Shikó que se reencarnaría como vaca, en castigo a su vida licenciosa. Y Shikó improvisó un haiku:
ushi ni naru
gaten ja asane
yúsuzumi
– «¿Convertirse en vaca? -tradujo Susana, en beneficio del franciscano-. No está mal: siesta de día, fresco a la tarde.»
– Los budistas pensamos que, al igual que cae la fruta madura del árbol, caen necesariamente las consecuencias de los actos humanos, buenos o malos -añadió el teniente-; y si no se recogen en esta vida, será preciso un renacimiento para ello. El acto bueno encadena tanto como el malo.
El franciscano negó con un suave gesto de su mano.
– No puedo entender esa tibieza ante el Mal, ante lo inmoral. La Biblia nos da respuestas concretas.
– ¿Respuestas concretas? ¿Qué lección moral podemos extraer del exterminio de los primogénitos de Egipto -le preguntó Susana-, de la muerte de los niños (inocentes, supongo) que habitaban Sodoma y Gomorra?
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