Juan Aguilera - El refugio

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2024 d.C.: Un heterodoxo arqueólogo jesuita descubre en Marte los ruinas de una civilización desaparecida.
2029 d.C.: Sobre el lecho seco del mar de Aral, en el centro de la meseta de Ustyurt, aparece una forma de vida vegetal no terrestre.
2034 d.C.: Una inimaginable catástrofe cósmica se abate sobre la Tierra.
2039 d.C.: La humanidad diezmada se esfuerza en salir adelante, mientras una expedición espacial parte en busca de los culpables del Exterminio. En el curso de su viaje descubrirá una amenaza que empezó millones de años atrás.

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Susana -la llamó Oji-. ¿Qué te parece eso de ahí?

– ¿Dónde?

A la izquierda. ¿No te parece que la superficie tiene un aspecto distinto del resto?

Susana estudió el blanco muro, que conservaba los volátiles encerrados en él cuando el sol aún no brillaba. Las superficies de fractura eran aproximadamente planas, limpias. No obstante, aquella zona parecía una especie de… cicatriz.

– ¿Piensas que aquí fue donde el agua escapó y se congeló?

– Sí.

– El volcán que llevó a Otto Liddenbrock al centro de la Tierra.

Bromeaba a medias. Bien pensado, aquello era un volcán… de agua.

Se aproximaron despacio al volcán. Era una mancha difusa de unos cinco metros de diámetro, sorprendentemente similar al cráter de Tycho en la Luna: una deslumbrante mancha blanca de la que irradiaban rayos. Cuando se acercaron a ella, vieron que estaba formada por una masa de cristalitos blancos, como azúcar finamente molido. Susana estrujó un puñado en su mano blindada.

– Creo que tienes razón -dijo-. Los cristales no han crecido mucho. No han tenido tiempo, ¿ves?

Vamos a ver si el… tapón de lava es lo bastante grueso.

Oji desplegó uno de los instrumentos que habían llevado consigo, una caja de unos cuarenta centímetros de lado de la que salía un cable acabado en una especie de micrófono. Lo enterró en el hielo y apretó un botón.

Nada pareció suceder. Pero Susana sabía que un fino haz de ultrasonidos se había propagado por el hielo.

Unos números aparecieron en una pantallita. La japonesa apretó el botón otra vez, para asegurarse. La misma cifra.

Agua líquida a dos metros -dijo-. Es mejor de lo que esperaba. Montemos la cámara.

Desplegaron otra de sus piezas de equipo. Mientras, incapaz de ayudarles, el delfín les observaba, flotando junto a ellos como un torpedo vivo.

Alzaron una estructura en forma de cúpula, formada por tubos de aleación de titanio, que anclaron en el hielo con grapas en tirabuzón. A continuación extendieron sobre ella una resistente cubierta de plástico; originalmente, había sido una gran tienda de campaña para vacío, a la que no habían encontrado uso. Ahora, como una ciudad lunar, encajaba con el cráter de hielo.

Oji, con el corazón latiéndole en el pecho, hizo el último preparativo.

Instaló en el centro de la tienda un objeto cilindrico acabado en un cono metálico, parecido a la boca de un trabuco, en el centro de tres largueros radiales, separados ciento veinte grados y firmemente anclados en el borde de la tienda. Conectó dos cables al otro extremo y los desenrolló.

Oji flotó hasta Susana, que se había situado al borde de la tienda.

Mientras tanto, había levantado un pequeño muro protector de hielo, y había protegido al delfín tras él.

¿Lista?

– Supongo que sí -confesó ella. Se resguardaron tras el muro, atándose por cables al suelo.

Llegó el momento de la verdad; Oji tomó una batería portátil. Arrolló un cable a uno de los bornes y ofreció el otro a la etóloga.

Si me haces el honor… -dijo, con exagerada cortesía.

Susana tocó el otro borne con el cable.

Arigato gozeimashita.

Fue como estar sentado bajo la cola de un reactor durante el despegue.

Hubo un brillante resplandor anaranjado, un repentino huracán de vapor y un silbido taladratímpanos, que parecía llegar a través de sus huesos.

La cámara se llenó de inmediato de gas.

El traje dio un suave bip y apareció FORMACIÓN DE ESCARCHA SOBRE EL TRAJE en la pantallita sobre la ceja izquierda de Susana. Informe innecesario, ella ya lo había notado. Pronto se disolvió, cuando la temperatura empezó a subir. Susana echó un vistazo sobre el muro. Oji le advirtió que tuviera precaución, pero la etóloga no podía dejar de contemplar, fascinada, cómo el cohete de combustible sólido agujereaba implacable el corazón del cometa.

El espacio interior de la tienda pronto quedó invadido por una turbulenta mezcla de vapor y gases de combustión, que amenazaba con lanzarles girando por los aires. Susana sujetó al delfín con fuerza, silbando algo para tranquilizarlo.

De repente hubo un siseo, como agua derramada sobre una plancha asadora caliente. Un chorro de agua surgió del agujero, como un surtidor. Enormes gotas esféricas flotaron en la cámara, temblando, girando, rompiéndose y juntándose, hasta que la cámara quedó llena de agua en estado líquido.

La llama naranja se extinguió. Hubo un silencio.

¿Susana?

Era Benazir, desde el puente de la Hoshikaze.

– Sí… parece que los fuegos artificiales han acabado -respondió Susana.

Aquí no se ve nada -de nuevo Benazir.

Encendieron los faros de sus trajes. Estaban rodeados de agua líquida. El interior de la tienda era un revoltillo, en el que flotaban minúsculos cristales de hielo y burbujas de vapor.

Examinó el agujero que habían perforado. Se extendía recto hacia las entrañas del cometa.

Habremos de ensancharlo -dijo Oji-. Vuestros trajes no caben por ahí.

– De acuerdo.

Con ayuda de un par de piquetas, originalmente martillos de geólogo, empezaron a ampliar la luz del túnel. Fue una tarea penosa, aunque el agua absorbía los golpes e impedía que fueran lanzados por el retroceso, como hubiera pasado en el vacío.

– Será capullo -masculló Susana.

¿Qué dices? -preguntó Oji sin dejar de picar.

– Nada. Estaba pensando en ese cura que hay a bordo de la Hoshikaze. Vino a verme poco antes de salir.

¿Álvaro? Parece una buena persona.

– Sí, eso piensa él.

Cuando el orificio fue lo bastante ancho, el delfín y Susana se deslizaron uno tras otro hacia el núcleo líquido del cometa. Susana se aseguró de que la cámara de vídeo sobre su hombro estaba grabando y comprobó el encuadre; el traje usaba como monitor la pantalla de mensajes.

Oji les esperaría en el interior de la tienda llena de agua. Su misión era hacer de enlace con la Hoshikaze, pues Okedo temía que las comunicaciones se vieran dificultadas por los amplios muros helados que rodeaban el núcleo del Arat.

Susana, que abría la marcha, descubrió que ya no hacía falta picar más hielo. Desembocaron en un inmenso espacio oscuro, que le recordó una inmersión en la fosa de Tonga.

Pero aquello era infinitamente más siniestro. El faro de su casco no bastaba para taladrar la ominosa oscuridad rojiza que se abría frente a ella. Encendió un potente foco que, en el vacío, iluminaría de un extremo a otro de aquel enorme hueco interior, pero no en la opacidad de aquellas aguas. El haz del foco no revelaba ninguna estructura, solamente oscuridad.

El agua tenía un tono rojinegro, y en ella flotaban infinidad de partículas que danzaban ante la luz de su foco. Era como nadar en sangre.

Susana sintió un fuerte deseo de dar media vuelta y salir huyendo de allí. Pero Okedo, Lenov y los demás estaban siguiendo sus reacciones gracias a la cámara de su casco. No quería aparecer ante ellos como una cobarde en la primera oportunidad que le daban de hacer algo.

Recordó su experiencia. A veces, uno podía sentirse desorientado por el muro azul: sentirse en el centro de una esfera azul-verdosa en la que se confunden arriba y abajo. El buceador debe fijarse en las burbujas, que siempre ascienden. Pero ese recurso no era de aplicación aquí. Y el extraño color de aquellas aguas tampoco ayudaba a tranquilizarla.

Gracias a Dios había venido con un gran nadador. Silbó:

– Adelante, Tik-Tik. Es tu turno.

Susana le cedió el puesto de cabeza. A partir de ese momento tendría que confiar en el extraordinario sentido de la orientación del animal y en su radar natural, amplificado y mejorado por los sentidos electrónicos del traje.

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