Recordó que estaba posada sobre el único fragmento de materia en muchos millones de kilómetros a la redonda. Se sintió todavía más pequeña, una bacteria sobre un portaobjetos, con las estrellas mirándole inexpresivas como microscopios. Estaba infinitamente más sola que en el más remoto océano de la Tierra, siempre rebosante de vida.
Marchaban escupiendo un minúsculo fuego solar, recorriendo una distancia insignificante a escala cósmica, para enfrentrarse con un enemigo inimaginable; un ridículo ejército de bacterias…
– Ya tengo bastante. Volvamos.
– ¿Tan pronto? Has de aprender a…
– Lo haremos dentro.
Cuando acababa su trabajo en el tanque de los delfines, Lenov frecuentaba la sala de recreo, donde se ejercitaban los guardias de la Kobayashi. Era una forma de mantener su buena forma física. Después de todo, no faltaban profesores.
Pero no era fácil concentrarse con la espectacular Benazir observando cada uno de sus movimientos. Llevaba la ropa que le habían dado los guardias de la Kobayashi: unos pantalones ajustados y un suéter que no le llegaba a la cintura.
– Iván, ¿por qué interrumpes el kata? -exclamó la instructora, la sargento Ono Katsui, escandalizada-. ¡Lo estabas haciendo perfecto! ¿Verdad, muchachos?
Ono era una aténtica luchadora. Su esbelto cuerpo estaba bien provisto de músculos, y a pesar de ello sus movimientos eran elegantemente femeninos. Una combinación que sólo podría darse en una mujer oriental.
– Desde luego que sí-dijo George Martínez, un hispanoamericano de acento culto que empuñaba un bastón de madera-. Tienes talento, y nos igualas en destreza a los que estamos aquí.
Señaló a Joe Michaelson y Kiyoko Fujisama, que habían interrumpido su práctica. Al igual que Lenov, cada uno esgrimía un bokken, una réplica de la katana en sólida madera de roble. Por ello se protegían con cascos, petos, guantes y perneras, como los que usan los porteros de jockey. En el kendo pueden haber accidentes.
Joe se quitó el casco. Su negro rostro relucía de sudor.
– Puedes apostarlo, amigo. ¿Dónde aprendiste a manejar así el bokken}
– Tenía amigos japoneses. En la flota pesquera…
– Ah, sí.
Benazir se había acercado a ellos, aplaudiendo discretamente.
– Eres un hombre sorprendente -dijo-. ¿Tienes otros talentos ocultos?
Lenov se sonrojó… o él pensó que se estaba sonrojando.
– Únicamente soy un aficionado. -Se limpió el sudor del rostro. ¿Te gustaría aprender? Es una buena forma de hacer ejercicio.
Benazir miró durante un instante el bokken de Lenov. Luego, lo acarició distraídamente con un dedo.
– Lo siento, pero pasarse las horas desenvainando y cortando enemigos imaginarios en lonchas… no es para mí.
Kiyoko, una joven con aspecto deportivo, dijo:
– Es cierto que aprender a luchar con bokken o katana no tiene aplicación práctica hoy en día. Pero esa no es la finalidad de las artes marciales. Es realidad son un medio de desarrollar la concentración, disponibilidad y autodominio.
– Exacto -exclamó Kiyoko-. Su meta es la búsqueda del equilibrio, la armonía, la actitud justa, la estética del movimiento, la calma dentro de la acción, la acción dentro de la calma…
– Las artes marciales son parte de una filosofía -dijo Ono-. No deben ser consideradas como un arma.
– Para eso, no hay nada como un buen rifle láser -añadió Joe, socarrón.
– ¿Piensas seguir con los katas? -preguntó Ono a Lenov-. Si quieres podrías cambiar un rato.
– ¿Qué me propones?
– Tú con bokken y yo con bastón -sugirió Ono-. Te demostraré cómo las gastaban los pacíficos monjes budistas.
– Adelante -les invitó Benazir con una sonrisa cruel-, yo me quedaré a mirar, si no os importa.
Con una mirada de resignación hacia la astrónoma, Lenov se preparó mentalmente para recibir la paliza de su vida.
Susana dejó sus ropas en un ordenado montón y saltó desde la pasarela hacia las frías aguas del tanque. Una breve aceleración y su cuerpo penetró el agua como un torpedo. Sintió el estimulante cosquilleo de mil burbujas recorriendo su cuerpo, la agradable presión húmeda que envolvía su cuerpo como una manta. Contuvo la respiración mientras se hundía lentamente en el líquido. Una juguetona forma gris se delizó junto a ella. La acarició distraídamente; era Semi.
La entrada al tanque estaba en uno de los polos de la esfera, provista de una escalera de acceso cuando la nave estaba en aceleración. En ese extremo había una pasarela con barandillas, al borde del agua. El volumen estaba calculado para que, en rotación, la pasarela quedase también al borde del agua. Bastaba con girar noventa grados las secciones del piso. Aquel era el territorio de Lenov; había equipo diverso, herramientas, algunas sillas, un par de mesas, un ajedrez, etc. No había vuelto a tener problemas con él. A su manera tosca, el ruso era escrupulosamente caballeroso. Él no había mencionado aquella primera discusión, ni ella tampoco había insistido en el tema.
Lo cierto es que rara vez se le acercaba. Cuando ella salía del agua, él procuraba mirar a otro lado, o darle la espalda.
Mientras seguía hundiéndose, Susana dejó que su mente fluyera con suavidad: Una niña… bañándome en las tibias aguas del mar Egeo…
Papá había sido destinado a Salónica unos meses atrás, y este lugar aún le parece un paraíso a Susana.
Había una cala, muy pequeña, cerca de su casa, a la que en verano acudía a diario. Tenía un difícil acceso, por lo que era raro encontrar gente allí.
Trepaba con cuidado a una roca, y se lanzaba en una espectacular zambullida.
Una y otra vez.
Contener la respiración, hundirse hasta el fondo, braceando con fuerza. Allí se sujeta con ambas manos a una roca o a una esponja; clava sus uñas en ella y mira hacia arriba. Las olas rompen sobre su cabeza, y ella resiste todo lo posible, contemplando aquel mundo extraño que la rodea, sentada en el fondo del mar, imaginando que es una sirena, una criatura adaptada a aquel entorno, y que puede permanecer allí cuanto tiempo quiera…
Aguanto hasta que los pulmones me arden, y regreso veloz a la superficie. Al aire…
Estaba sentada en el fondo, como otras tantas veces, mirando hacia donde los azules se superponen hasta formar un muro uniforme.
Ve algo y esfuerza sus ojos para enfocarlo.
Una forma, casi una sombra, surge del muro azul, y empieza a cobrar relieve y color… se acerca a ella en línea recta, con una actitud nada temerosa… acostumbrada a los diminutos peces del coral, aquello le parece mostruosamente grande… la criatura está casi sobre ella, y le vienen a la cabeza las advertencias de papá sobre los tiburones que, de repente, le parecen muy juiciosas.
Patalea con desesperación, hasta la superficie. Las piernas le cosquillean, espera sentir la dentellada de un momento a otro.
Nerviosa, mira hacia abajo, temiendo ver surgir al monstruo que la arrastrará hacia las profundidades.
Pero emerge a un par de metros frente a ella y, evidentemente, no es un tiburón. El animal le devuelve una mirada divertida, echa la cabeza hacia atrás, y se carcajea con su estrecha boca repleta de dientes, que ahora parecen inofensivos.
Se siente aturdida. ¡Aquel bicho se estaba riendo de ella! Y eso no parecía propio de un animal.
Una nueva inmersión le revela algo fascinante: hectáreas de delfines, jugueteando en las aguas someras como bebés felices. Parecen sentirse atraídos por el suave fondo de la playa. Frotándose contra él se desprenden de los parásitos y alivian sus picores.
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