– Sí. Eh, estabais en… en la cama. Y yo os sorprendí, Ib siento.
– Oye, no debes seguir disculpándote, aquí tú eres la única que consideras eso como importante.
– Pero todos necesitamos algo de intimidad…
– ¿En una nave espacial? Los japoneses pensamos que la intimidad debe cada uno buscarla aquí dentro. -Se señaló la cabeza-. Llevamos tantos siglos viviendo en sitios estrechos que hemos tenido que desarrollar una actitud propia ante la intimidad.
Susana recordó el hotel-ataúd de Tokio en que se hospedó cierta vez. Acostumbrada a los amplios espacios del océano, había regresado lista para el manicomio.
– En una nave mucho menor que ésta -decía la parlanchína Shikibu- hemos llegado a convivir veinte personas durante un año. Aquí cada uno va a lo suyo, y nadie considera las necesidades sexuales del compañero como algo ofensivo. No se trata de… -por primera vez tropezó con una palabra desconocida- seishoku… cómo se dice…
– Reproducción.
– Sí, eso es.
– No soy una fanática de la moral, ni mucho menos. -Susana había acabado de comer, y arrojó los platos y cubiertos de cartón al sistema de reaprovechamiento.
Hubo un embarazoso silencio, que Shikibu se apresuró a romper.
– ¿Qué tal si te cuento algo sobre mí?
– Bien.
– Aunque te advierto que no hay mucho que contar. Nací en el Marte, en Santa Marina, y desde los diez años estoy viajando de un lado a otro, en las naves de la Kobayashi.
– ¿Entraste a trabajar a los diez años?
– ¿Estás de broma? Nací en la Kobayashi. Vivía en la Kobayashi. Igual que Yuriko, Okedo y Kenji… Mi familia pertenece a esta empresa desde hace tres generaciones. De todos nosotros, tan sólo la del comandante Okedo tiene más antigüedad y rango que la mía.
Dijo todo aquello con sincero orgullo. Susana asintió comprendiendo. Hacia la época del Exterminio, Japón había perdido todo rastro de identidad política. El país del Sol Naciente se había desintegrado en miles de familias influyentes al frente de grandes empresas como la Hanashima Ltd., la Sanyo, o la misma Kobayashi Inc., revirtiendo a un estadio anterior a la Restauración Meiji. Un feudalismo tecnológico en el que cada hombre sólo era fiel hasta la muerte al estandarte de su empresa. Lo cual no era una frase hecha, pues cada corporación disponía de sus propios ejércitos y sus propias flotas de barcos y aeronaves de guerra. Y su uso entraba dentro de las estrategias comerciales habituales.
Tan sólo un dios: todas creían en la satsutaba shúkyó («religión del fajo de billetes»).
– Nunca me ha gustado depender de nadie -dijo Susana. Shikibu le dirigió una mirada, mezcla de desconcierto y piedad.
– ¿Tienes familia? -preguntó.
– Dos hermanas. Pero hace años que no sé nada de ellas. -¿No estás casada? -No.
Y por el tono en que Susana dijo esto último, Shikibu comprendió que la conversación había terminado.
Las semanas que siguieron fueron de adaptación a la rutina. De momento, Susana no tenía mucho que hacer. La inactividad y la sensación de hallarse en un lugar cerrado, con varias personas desconocidas, la ponía muy nerviosa. Shikibu se dio cuenta de su creciente inquietud.
– Sugiero que aprendas a manejar el traje de vacío -le dijo mientras almorzaban-. Te mantendrá ocupada y te será muy útil.
– ¿Lo sugieres?
– Es una orden del oficial de soporte vital. -Shikibu sonrió.
– Acepto la sugerencia.
– Habla con Jenny Brown, yo no tengo demasiado tiempo.
Los trajes tenían un aspecto tosco, de pesada armadura medieval.
– Pero no lo son -le dijo Jenny, una rubia corpulenta, la única mujer anglosajona del grupo-; los trajes articulados pueden soportar una presión interior elevada, en tanto que un traje flexible se hincha como un globo, a menos que se reduzca la presión. Y eso obliga a respirar oxígeno puro. Un gas peligroso de manejar…
»En cambio, con el traje articulado, puedes respirar la misma mezcla de oxígeno y nitrógeno de la nave, sin necesidad de pasar por descompresión.
– Lo sé.
– ¿Cómo? Ah, ya recuerdo, tienes experiencia en buceo. Bueno, también evitan que el traje deba ajustarse con exactitud al cuerpo. Las únicas zonas a baja presión son los guantes, para facilitar la manipulación, pero es un inconveniente menor.
Susana asintió. No parecía complicado; el traje estaba diseñado para ser manejado por personas de poca experiencia, tras un entrenamiento mínimo; de modo que Susana se metió confiadamente en el traje por la escotilla dorsal (piernas, brazos, torso, cabeza). Jenny la cerró y le ajustó la mochila con el sistema de supervivencia.
– Tienes seis horas de aire, y la radio alcanza unos diez kilómetros. Si estoy cerca y llevo equipo adecuado, puedo rellenarte los tanques para prolongar la estancia. Pero es un recurso para situaciones límite. Normalmente, los turnos con el traje son de cuatro horas…
»Aquí, los mandos de la radio -señaló-. Altavoz exterior y micrófonos. Se desconectan automáticamente en el vacío. Aquí la grabadora, por si quieres tomar notas. Sólo de audio, pero puede instalarse una de vídeo. Focos…
Fue mostrándole uno por uno todos los aditamentos del traje.
– El peso es de treinta kilos en gravedad normal. Aquí está el casco. -Se lo ajustó-. Listo. Acciona el interruptor general de sistemas.
– Bien.
– Tanque de oxígeno lleno -dijo una voz inexpresiva-. Baterías cargadas. Radio…
– ¿Qué? ¿Quién está aquí? -exclamó.
– … Biotelemetría activada. Cierres estancos… -siguió la voz.
– ¿Dónde?-Era Jenny.
– … Traje operativo.
– Hay alguien dentro de mi traje.
– Tú, naturalmente.
– Quiero decir, una voz…
– ¿Una voz? Oh, entiendo. Es el nuevo modelo. El traje lleva un microordenador. Lo chequea al activar los sistemas y te informará verbalmente si hay algún problema.
– ¿No puedes hacer que se calle?
– ¿Estás loca? Debes saber en todo momento el estado de tu traje. Venga, ayúdame a ponerme el mío.
Susana la ayudó a su vez a vestirse.
– Vamos afuera.
La cámara de descompresión se hallaba sobre la proa, cerca del puente. Ahora, bajo aceleración, la salida era arriba. Las dos ascendieron por una escalerilla.
Susana se halló rodeada por el vacío. Parecía estar en medio de una llanura, con un horizonte claramente curvado. El sol asomaba sobre la curva del casco. Su sombra era larga y negra.
– Sujétate con el cable -dijo Jenny-. Estamos bajo aceleración; si te caes…
– Rodaré sobre el borde del mundo.
– Y abajo te espera el reactor de fusión. «Asada» es un término demasiado suave. Quedarías descompuesta en átomos.
– No me soltaré.
Parecía un mundo alienígena pintado por Jean Giraud.
El casco estaba formado por grandes placas en forma de exágonos alargados, como la armadura de algún fabuloso animal. De ella surgían una especie de excrecencias, espinas de unos tres metros de largo, bultos hemisféricos de medio metro, y otras… cosas. ¿Defensas, órganos sensoriales, adornos? Recordó que aquella nave había crecido como un organismo vivo. Se sentía como una diminuta gamba sobre un erizo de mar.
– Consumo de oxígeno en aumento -dijo el traje-. Elevo la dosis. Sudación en aumento.
– Calla.
No existía otro artefacto humano que la escotilla a sus espaldas, y una plancha de metal ante ella. Caminó en torno al sobresaliente bulto de la cámara. Oculta del sol, pudo ver la bóveda estrellada sobre su cabeza. No pudo ver el cometa Arat, su próximo objetivo, y no tenía ganas de preguntar.
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