Juan Aguilera - Rihla

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En el año 890 de la Jégira, Lisán al-Aysar, erudito árabe del reino de Granada, convencido de la existencia de un mundo más allá del océano, se embarca en una gran expedición. En esta rilha le acompañarán aventureros árabes, corsarios turcos, caballeros sarracenos, un hechicero mameluco y un piloto vizcaíno, renegado y borracho. Descubrirán una tierra lujuriosamente fértil y deberán enfrentarse a sus extraños pobladores: hombres-jaguar, guerras floridas y sacrificios humanos. El viaje llevará a Lisán a alcanzar una nueva sabiduría, conocer la magia, recuperar el motor y vivir una gran aventura. Una original novela que nos sumerge en una emocionante y exótica aventura y nos invita a reflexionar sobre las culturas ajenas y la propia, del pasado y del presente.

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12

– ¿Cómo estás, faquih ?

Lisán parpadeó varias veces seguidas, intentando centrar las imágenes que danzaban frente a sus ojos.

Baba estaba frente a él.

– ¿Estoy muerto y esto es el infierno? -preguntó.

– Ni una cosa ni la otra.

Al respirar profundamente sintió una punzada de dolor en las costillas, y recordó la agonía de notar sus pulmones llenos de agua.

– Si estoy a tu lado, esto puede ser sólo el Yahannam.

– Hieres mis sentimientos, faquih . Y ya te he dicho que no estás muerto.

Lisán miró a su alrededor y comprobó que se encontraba en el interior de la choza que Sac Nicte le había mostrado a su llegada a Uucil Abnal. Estaba tumbado sobre la litera, así que se incorporó y se enfrentó a Baba.

– Entonces tú eres un espectro.

El aspecto de Baba había cambiado. Ahora lucía una melena que le llegaba hasta los hombros y una barba tupida; y no llevaba otra cosa sobre el cuerpo que uno de aquellos taparrabos de algodón adornados con plumas.

– No, faquih , sobreviví al naufragio, igual que tú, junto a Piri, Dragut y Jabbar. Al parecer, nosotros cinco somos los únicos que quedamos de la desdichada tripulación de la Taqwa.

– Piri y… ¿también viven?

– Sí.

– ¿Dónde están?

– Oh -Baba agitó una mano, señalando hacia el exterior-, por ahí andan. Ya tendrás oportunidad de verlos.

– Pero ¿dónde habéis estado durante todo este tiempo? -preguntó Lisán-. ¿Cómo llegasteis hasta aquí?

– El Uija-tao mandó buscarnos, igual que hizo contigo. Pero tu rescate fue muy difícil, porque ya eras prisionero de los cocom , y hubo que esperar uno de sus años sagrados de doscientos sesenta días a que la disposición de los cielos fuera propicia para celebrar el sacrificio gladiatorio, la única forma en que podían sacarte de allí.

El recuerdo de sus compañeros asesinados hizo que Lisán se sintiera mareado de nuevo. Se inclinó a un lado como si fuera a vomitar, pero sólo eran arcadas. El esfuerzo hizo que el dolor de sus costillas se intensificara.

– Ahora debes descansar, faquih -dijo Baba mirándolo con expresión preocupada-, estuviste a punto de ahogarte…

– Lo recuerdo. -Lisán se pasó una mano por el rostro-. Y también recuerdo otras cosas… Me siento muy extraño, pero…

– Lo sé. Ya he pasado por eso.

– También viste…

– Sí. Y los turcos también. Pero creo que tu experiencia resultó más larga de lo normal.

– El fondo estaba lleno de cadáveres… -Lisán aún tenía en la mente esos últimos y agónicos instantes-. ¿Qué pretendían con todo eso?

– Creo que la idea al arrojar a alguien a un Cenote Sagrado, es que los dioses lo devuelvan con algún mensaje importante. Pero si éstos no están muy habladores, el sujeto se ahoga…

¡Habían intentado sacrificarlo! Como a sus compañeros, aunque por un sistema distinto. Pero lo importante era que aquella gente también había intentado acabar con su vida para satisfacer sus demenciales rituales de idólatras. Su situación no había mejorado, seguía prisionero de unos seres sanguinarios que acabarían con su vida tarde o temprano.

¿Jugáis el juego de los dioses? , le había preguntado la sacerdotisa. Y ahora esa pregunta parecía cargada de amenazas. El juego de los dioses…

– Dime -siguió diciendo Baba-, ¿llegaste a ver algo?

– No lo sé. Todo era muy confuso.

– Los efectos te van a durar unos días. Durante ese tiempo te va a resultar difícil concentrarte en las cosas y evitar que tu mente se disperse.

– ¿Es lo que vosotros sentisteis?

– Sí. En tu caso puede que sea incluso peor, pues estuviste más tiempo ahí abajo.

Lisán quiso ponerse en pie. Pero se sentía demasiado mareado y volvió a sentarse sobre la litera.

– Quizá sólo hemos tenido alucinaciones por culpa de ese maldito hongo. ¿Qué fue lo que visteis tú y los turcos?

– Vi animales fabulosos, gigantescos dragones y monstruos como murciélagos gigantes con una cabeza de lagarto… Y de repente, todo fue borrado por una ola de fuego y la oscuridad lo cubrió todo. Entonces aparecieron unos pequeños seres cubiertos de pelo que construyeron los templos y las pirámides, trabajando la piedra en la más completa oscuridad. Dragut y Piri vieron aproximadamente lo mismo. Por supuesto, Jabbar lo olvidó todo a la mañana siguiente. ¿Qué viste tú?

Lisán le habló del abismo de oscuridad donde flotaban los cometas como grandes montañas de hielo, y de las criaturas que surgieron de él.

– Allí estaban, en medio de la negrura del cielo -dijo-, pendientes de lo que sucede en este mundo. Y de repente acabó. El cometa se lanzó contra la Tierra y todo fue arrasado.

– La ola de fuego que vimos nosotros.

El faquih se presionó las sienes con los dedos. En aquel momento la cabeza empezó a dolerle. Había estado a punto de ahogarse y su vida seguía amenazada.

– ¿Cuándo se han visto cosas como ésas? Hombres que se transforman en bestias. Seres que habitan en montañas de hielo que flotan en los cielos… La Tierra tal y como la contemplaría Allah desde las alturas.

– Es un aviso, faquih. Como el que recibieron tantos profetas de la Antigüedad. El mundo está amenazado por los ÿinn.

– ¿Crees que lo que vimos tiene alguna relación con ellos?

– ¿Qué otra cosa pueden ser esas criaturas que viste aparecer sobre el hielo?

– No lo sé. La verdad es que no lo sé.

Lisán cerró los ojos y volvió a tumbarse sobre la litera. Su viejo deseo de despertar en su casa de al-Andalus y descubrir que todo había sido una pesadilla acudió de nuevo a su mente, como cada vez que la realidad se le hacía insoportable.

– Aún no me encuentro bien -dijo.

– Hablaremos más tarde -dijo Baba mientras se dirigía hacia la puerta-. Descansa ahora.

Le fue imposible conciliar el sueño.

El silencio de la noche acrecentaba los rumores de la jungla; el croar de una rana, el aullido lejano de un mono, o el roce contra la hierba de un jaguar. Sus oídos captaban estos y otros sonidos, por sutiles que fueran, y le venían a la mente imágenes como las que había contemplado en el fondo del cenote. Y todas estas sensaciones se le presentaban con una nitidez estremecedora que lo mantenía despierto y con el cuerpo cubierto de sudor.

Cuando ya no pudo aguantar más, abandonó su choza y se dirigió hacia la Gran Ceiba.

Al llegar al pie del Yaxcheelcab, vio que había una luz en la plataforma de piedra encaramada entre sus ramas. Trepó por la escalerilla de cuerda que colgaba a un lado.

A una altura de unos cincuenta codos se detuvo para recuperar el aliento. Desde allí contempló las interminables copas de los árboles iluminadas por la luna llena que cubrían como una manta de hierba los cuatro puntos cardinales, interrumpida sólo por las cúspides de blanco reluciente de las pirámides y templos tragados por la selva. Una línea perfectamente recta dividía el azul oscuro del cielo con el límite de la jungla. Bandadas de murciélagos revoloteaban alrededor de la Ceiba, manchando el cielo como sombras nerviosas que se rompieran y se rehicieran continuamente.

– Ni una montaña, ni una pequeña colina… -musitó.

Entonces vio algo. El viento agitaba las copas de los árboles y sus hojas temblaban formando hondas como la hierba en un prado… y de repente se formó una imagen. Eran grupos de hojas alineadas por el viento, que reflejaban con precisión la luz de la luna para dibujar varios círculos de gran tamaño. Éstos cubrían una gran extensión de selva, pegados unos a otros como las cuentas de un collar y con otros círculos menores intersecándolos. El dibujo sólo duró un instante y de inmediato se difuminó, para acabar de desaparecer completamente mientras el viento seguía agitando la selva. Todo fue tan breve que Lisán se quedó pensando si habría sido fruto de su imaginación. Porque él había reconocido esos dibujos; eran los mismos que decoraban el disco de oro que colgaba de su pecho.

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