Alexander Beliaev - Ictiandro

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Ictiandro: краткое содержание, описание и аннотация

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Zurita bajó a su camarote, recogió rápidamente el saquito de perlas, se lo echó al enfaldo de la camisa, se llevó unas correas y un pañuelo. Acto seguido abrió la puerta del camarote donde se hallaba Lucía, la tomó en brazos y salió a cubierta.

— Ictiandro no se siente muy bien. Lo encontrarán en el camarote — dijo Zurita sin soltara la esposa. Llegó corriendo a la borda, subió a la joven a un bote que lanzó seguidamente al agua y saltó a él.

Ahora el submarino ya no podía perseguir al bote: no había suficiente calado. Pero Lucía ya había visto a Baltasar en el puente del submarino.

— ¡Padre, salva a Ictiandro! Está… — no pudo terminar la frase, Zurita le tapó la boca con el pañuelo y se apresuró a amarrarle las manos con la correa.

— ¡Deje a esa mujer! — gritó Salvador, indignado por el mal trato que le estaba dando.

— ¡Esta mujer es mi esposa y nadie tiene derecho a inmiscuirse en mis asuntos! — replicó Zurita, remando más fuerte todavía.

— ¡Nadie tiene derecho a tratar de esa forma a una mujer! — gritó irritado Salvador —. ¡O se detiene, o disparo!

Pero Zurita seguía remando.

Salvador disparó su revólver. La bala acertó en la borda del bote.

Zurita levantó a Lucía y, escudándose en ella, gritó:

— ¡Continúe!

Lucía se retorcía en sus brazos.

— Es un canalla redomado — profirió Salvador, bajando el arma.

Baltasar se lanzó al agua, tratando de alcanzara nado al bote. Pero Zurita estaba ya muy cerca de la orilla. Remó con más fuerza aún, y muy pronto una ola lanzó el bote a la playa. Pedro agarró a Lucía y desapareció entre las rocas de la costa.

Convencido de que ya no podría darle alcance a Zurita, Baltasar nadó hacia la goleta y la abordó por la cadena del ancla. Bajó por la escalerilla y buscó a Ictiandro por todos los rincones. Baltasar recorrió todo el barco, hasta la bodega. La goleta estaba abandonada, no había ni un alma.

— ¡Ictiandro no está en la goleta! — comunicó a gritos Baltasar.

— ¡Pero está vivo y tiene que estar por aquí! Lucía dijo: «Ictiandro está…» Si ese bandido no le hubiera tapado la boca sabríamos dónde buscarlo — articuló Cristo.

Oteando la superficie del mar, Cristo advirtió que sobresalían puntas de mástiles. Seguramente ha naufragado algún barco no hace mucho. ¿No estará Ictiandro en ese barco hundido?

— ¿Tal vez Zurita lo haya enviado a buscar tesoros al barco hundido? — dijo Cristo.

Baltasar levantó una cadena con un aro en el extremo, tirada en la cubierta.

— Zurita sumergía, probablemente, a Ictiandro sujeto a esta cadena. Sin ella el joven habría escapado. No, no puede encontrarse en el barco hundido.

— Sí — dijo con aire pensativo Salvador —, a Zurita le hemos vencido, pero no hemos podido hallar a Ictiandro.

EL TRASATLÁNTICO HUNDIDO

Los perseguidores de Zurita desconocían lo acaecido en el «Medusa» aquella mañana.

Los marineros se pasaron la noche confabulándose y, al despuntar el alba, determinaron: en la primera ocasión atacar a Zurita, matarlo y apoderarse de Ictiandro y de la goleta.

Bien de mañana Zurita ya estaba en el puente de mando. El viento había amainado y el «Medusa» avanzaba muy lento, a no más de tres nudos.

Zurita había fijado la vista en un punto del océano. Con los prismáticos había visto los mástiles de radio de un barco hundido.

Pronto vio flotar un salvavidas.

Zurita ordenó echar al agua un bote y pescar el salvavidas.

Cuando lo subieron a bordo. Zurita leyó en él: «Mafalda». «¿Cómo, el 'Mafalda' ha naufragado? — se asombró Zurita. El conocía ese gran vapor mixto estadounidense. En él tiene que haber enormes riquezas —. ¿Y si Ictiandro las rescatara? Pero, ¿alcanzaría la cadena? No, claro… Si le permitiera bucear sin cadena no volvería…»

Zurita rumiaba su nueva idea. La codicia y el temor a perder a Ictiandro luchaban en él.

El «Medusa» se aproximaba lentamente a los mástiles que sobresalían de la superficie.

Los marineros se agolparon en la borda. El viento cesó por completo y el «Medusa» se detuvo.

— Yo he navegado en el «Mafalda» — dijo un marinero —. Es un gran vapor, magnífico. Toda una ciudad. Y los pasajeros, norteamericanos acaudalados.

«El barco seguramente se hundió sin haber tenido tiempo siquiera para comunicarlo por radio — reflexionaba Zurita —. Tal vez su emisora estuviera deteriorada. De lo contrario de todos los puertos más próximos acudirían autoridades, corresponsales, reporteros gráficos, camarógrafos, periodistas, submarinistas en lanchas rápidas, yates y otras embarcaciones. No se puede perder tiempo. Tendré que arriesgarme a soltar a Ictiandro sin cadena. No hay otra salida. Pero, ¿cómo obligarlo a volver? Y de arriesgarse, ¿no será mejor hacerle traer un rescate: el tesoro de perlas que tiene? Por otra parte, ¿tan valioso será ese tesoro? ¿No exagerará Ictiandro?»

Claro, lo ideal sería hacerse con el tesoro y con cuanto haya de valor en el «Mafalda». El tesoro de perlas no corre peligro, sin Ictiandro nadie podrá dar con él. Lo principal es que Ictiandro siga en manos de Zurita. Dentro de varios días, o de horas, las riquezas del «Mafalda» pueden ser ya inaccesibles.

«Bien, primero 'Mafalda'«— resolvió Zurita. Ordenó anclar. Luego bajó al camarote, escribió una nota y con ella se dirigió al camarote de Ictiandro.

— Ictiandro, ¿sabes leer? Lucía te ha escrito una esquela.

El joven tomó rápidamente la esquela y la leyó:

«Ictiandro: cumple mi petición. Cerca del 'Medusa' hay un barco hundido. Bucea y rescata de ese barco todo lo que encuentres de valor. Zurita te permitirá hacerlo sin cadena, pero debes volver al 'Medusa'. Haz esto para mí, Ictiandro, y pronto obtendrás la libertad. Lucía.»

Ictiandro no se había carteado nunca con Lucía, por eso no conocía su letra. Se alegró muchísimo de haber recibido esa misiva, pero algo le hizo sospechar. ¿Y si es una artimaña más de Zurita?

— ¿Por qué Lucía no me lo ha pedido ella misma? — preguntó el joven señalando la esquela.

— Ella está indispuesta — respondió el patrón —, pero la verás tan pronto regreses.

— ¿Para qué necesita todo eso Lucía — insistió Ictiandro, incitado por la suspicacia.

— Si fueras un hombre auténtico no harías esas preguntas. ¿Acaso existen mujeres que no quieran vestir bien y llevar buenas alhajas? Eso requiere dinero y en ese barco hay mucho dinero. Tú podrías rescatar todo eso para Lucía. Lo principal es buscar monedas de oro. Allí tiene que haber grandes sacos de cuero del correo. Además, los pasajeros pueden llevar encima objetos de oro, anillos…

— ¿Y usted se cree que voy a cachear a los cadáveres? — preguntó indignado Ictiandro —. Mire usted, debo decirle que no le creo una palabra de cuanto me ha dicho. Lucía no es codiciosa, ella no ha podido mandarme a una empresa como esa…

— ¡Maldición! — exclamó Zurita. Veía que todo el tinglado se le venía abajo si no conseguía persuadir ahora a Ictiandro.

Entonces Zurita se dominó y, fingiendo una bonachona risa, profirió:

— Veo que a ti no hay quien te engañe. Tendré que ser franco. Bien, escucha. No es Lucía la que quiere el oro del «Mafalda», sino yo. ¿Ahora me crees?

A los labios de Ictiandro afloró una involuntaria sonrisa.

— Ahora sí.

— ¡Magnífico! Ves, ya comienzas a creerme, eso significa que podemos llegar a entendernos. Efectivamente, el oro lo necesito yo. Y si en el «Mafalda» hay tanto como lo que vale tu tesoro de perlas, te permitiré inmediatamente que te vayas al océano, tan pronto me hayas traído el oro. Pero sigue existiendo un obstáculo: tú no te fías de mí, y yo de ti. Yo me temo, por ejemplo, que si te dejo entrar en el agua sin cadena, te sumerjas y…

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