Alexander Beliaev - Ictiandro
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- Название:Ictiandro
- Автор:
- Издательство:“Raduga”
- Жанр:
- Год:1989
- Город:Moscú
- ISBN:нет данных
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— ¡Todos a cubierta! — les gritó Zurita.
Eso de nadar en el tonel era una burla, claro. Ictiandro ha tenido que acurrucarse para que el agua lo cubriera. El tonel había contenido cecina y el agua asumió en seguida ese olor, lo que impidió que pudiera aliviar sustancialmente la existencia del joven.
Un fresco viento impulsaba la goleta hacia el Norte.
Zurita se pasó la noche en el puente y sólo al amanecer se presentó en el camarote, esperando encontrar a su esposa durmiendo a pierna suelta. Pero se equivocó, estaba sentada a una mesita, con la cabeza apoyada en los puños. Al sentir entrar al marido, Lucía se puso de pie y, a la escasa luz proyectada por la lámpara de techo. Zurita pudo ver su pálido y severo rostro.
— Usted me ha engañado — dijo con voz sorda.
Zurita no se sentía muy bien bajo la fiera mirada de su esposa y, tratando de ocultar su involuntaria turbación, adoptó un aire jocoso, enroscó el bigote y respondió:
— Ictiandro ha preferido quedarse en el «Medusa», para estar más cerca de usted.
— ¡Mentira! Es usted un mezquino y un indecente. ¡Le odio! — con estas palabras echó mano de un gran cuchillo que colgaba de la pared, y se le fue encima.
— ¡Oh! — exclamó Zurita, asiendo la muñeca de Lucía con tal fuerza que la hizo soltar el arma.
Zurita sacó de un puntapié el cuchillo del camarote, soltó el brazo de la esposa y dijo:
— Esto ya es distinto. Está usted muy excitada. Tome un trago de agua.
Salió del camarote, lo cerró por fuera con llave y subió al puente.
El oriente se teñía de rojo, unas sutiles nubes — iluminadas por el sol oculto todavía tras el horizonte — flameaban cual lenguas de fuego. El viento matutino, salado y fresco, hinchaba las velas. Una bandada de gaviotas revoloteaba, acechando a los peces que retozaban en la superficie.
Ya había salido el sol, pero Zurita seguía caminando por la cubierta con las manos a la espalda.
— Quiera o no, la meteré en cintura — dijo refiriéndose a Lucía.
A los marineros les ordenó, a voz en cuello, arriar las velas. El «Medusa» quedaba anclado, meciéndose en las olas.
Zurita dispuso: «Venga una cadena y traigan al hombre de la bodega». Estaba deseoso de probar a Ictiandro en la pesca de perlas. «Será, a propósito, una magnífica ocasión para que se refresque en el mar» pensó.
Ictiandro apareció escoltado por dos indios. Se veía sumamente extenuado. Miró alrededor. Estaba al pie del palo mesana. Distaba tan solo unos pasos de la borda. De pronto el joven salió corriendo, y ya se disponía a saltar, cuando el pesado puño de Zurita cayó sobre su cabeza. Ictiandro rodó inconsciente por la cubierta.
— Para qué apresurarse tanto — profirió Zurita con tono aleccionador.
Se oyó ruido de hierros, un marinero le entregó al patrón una larga cadena con cinturón de hierro en el extremo.
El capitán le puso al joven, todavía inconsciente, el cinturón, le colgó un candado y, dirigiéndose a los marineros, dijo:
— Ahora pueden echarle agua.
El joven recobró el conocimiento y observó perplejo la cadena que lo sujetaba.
— Así no te escaparás — le aclaró Zurita —. Te permitiré sumergirte en el mar. Buscarás ostras perlíferas para mí. Cuantas más perlas encuentras, más permanecerás en el mar. Si te niegas a extraer ostras perleras para mí, te encerraré en la bodega y tendrás que conformarte con el tonel. ¿Entendido? ¿Conforme?
Ictiandro asintió.
Estaba dispuesto a buscar para Zurita todos los tesoros del mundo, con tal que le permitiera sumergirse cuanto antes en la limpia agua marina.
A la borda de la goleta se acercaron Zurita, Ictiandro, encadenado, y los marineros. El camarote de Lucía se hallaba en la otra borda del barco: el capitán no quería que ella viera a Ictiandro encadenado.
Al joven le bajaron sujeto por la cadena al fondo. ¡Si pudiera romper esta cadena! Pero era demasiado fuerte. Las circunstancias pudieron más, Ictiandro se resignó. Comenzó a recoger ostras y a guardarlas en un gran saco que llevaba colgado del costado. El aro de hierro le apretaba los costados, haciéndole dificultosa la respiración. No obstante, Ictiandro se sentía casi dichoso después del viciado ambiente de aquella cárcel y del hediondo tonel.
La marinería presenciaba asombrada desde el barco aquel insólito espectáculo. Pasaban los minutos y aquel hombre, bajado al fondo del mar, ni pensaba subir. Al principio salían a la superficie algunas burbujas, pero después cesaron.
— Que me devore un tiburón si en su pecho queda ya una partícula de aire. Por lo visto se siente como pez en el agua — decía un viejo pescador con la vista clavada en el fondo. Se veía con toda nitidez cómo el joven gateaba por el fondo.
— Tal vez sea el mismo «demonio marino» — dijo bajito un marinero.
— Quienquiera que sea, el capitán Zurita ha hecho una gran adquisición — replicó el navegador —. Un pescador como ese puede reemplazar a una docena.
El sol se aproximaba al cénit cuando le dio un tirón a la cadena para que lo subieran. Su saco estaba repleto de ostras. Había que vaciarlo, para poder continuar la pesca.
Los marineros subieron rápidamente al extraordinario pescador. Todos querían saber cuál era su eficiencia.
Habitualmente a las ostras se las deja pudrirse varios días, así resulta más fácil sacar la perla, pero ahora la impaciencia general — desde la marinería hasta Zurita — era tal que todos se pusieron a abrir las ostras con el filo del cuchillo.
Cuando los marineros concluyeron la faena, comenzó un animado intercambio de impresiones. En la cubierta reinaba una insólita emoción. ¿Habrá descubierto Ictiandro una rica zona perlífera? Pero lo que subió de una vez rebasaba todas las esperanzas. Entre todas aquellas perlas había unas dos decenas muy pesadas, de excelente forma y los más finos colores. La primera prueba ya le había proporcionado a Zurita toda una fortuna. Con una perla de las grandes bastaba para comprar una goleta nueva, de las mejores. Zurita estaba a punto de hacerse rico, acaudalado. Sus sueños se veían realizados.
Zurita advirtió la avidez con que los marineros miraban las perlas, y no le gustó. Se apresuró a recogerlas en su sombrero de paja y masculló:
— A desayunar. Ictiandro, eres un gran pescador. Sabes, tengo un camarote libre. Quiero que sea el tuyo. Allí no te sofocarás. Encargaré para ti un gran tanque de cinc. Aunque tal vez no lo necesites, pues vas a nadar todos los días en el mar. Pero, con cadena. ¿Qué hacer? De lo contrario te irás con tus cangrejos y no volverás.
Ictiandro no tenía el mínimo deseo de hablar con Zurita. Mas, si el destino se le antojaba hacerle cautivo de aquel codicioso, debía pensar en una vivienda decente.
— Un tanque siempre es preferible a un hediondo tonel — le repuso a Zurita —, ahora bien, si no se propone asfixiarme, tendrá que cambiar el agua con frecuencia.
— ¿Con qué frecuencia? — se interesó Zurita.
— Cada media hora — respondió Ictiandro —. Lo ideal sería que el agua fuera corriente.
— ¡Vaya! Veo que te estás inflando ya. Pronto te envaneces. Apenas te alaban, comienzas a exigir, a encapricharte.
— No son caprichos — se ofendió el joven —. Es que yo… usted sabrá que si se pone un pez grande en un balde con agua se duerme en seguida. El pez respira el oxígeno que se encuentra en el agua, y yo… soy un pez muy grande — añadió, con una leve sonrisa, Ictiandro.
— En cuanto al oxígeno no sé, no entiendo de eso, pero me consta que si a los peces no se les cambia el agua la espichan. Tal vez tengas razón. Mas, como comprenderás, poner especialmente a gente que se ocupe de bombearte agua fresca va a resultar muy caro, más caro que tus perlas. ¡Así me arruinas!
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