Alexander Beliaev - Ictiandro

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Ictiandro: краткое содержание, описание и аннотация

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— Yo lo que prometo, lo cumplo.

— No he tenido ocasión aún de persuadirme de ello. Tú me tienes antipatía, por eso no me extrañaría si no cumplieras tu palabra. Pero sientes simpatía por Lucía, y harás con gusto lo que ella te pida. ¿Cierto? Por eso yo convine con ella. Está, naturalmente, deseosa de que yo te ponga en libertad. Por eso escribió la esquela y me la pasó a mí, deseando desbrozarte el camino hacia la libertad. ¿Ahora entiendes cómo es la cosa?

Todo cuanto decía Zurita, le parecía a Ictiandro convincente y lógico. Pero el joven no advirtió que Zurita le prometía la libertad, sólo después de cerciorarse de que en el «Mafalda» había tanto oro, que pudiera equipararse en valor con el tesoro de perlas que guardaba el joven…

«Pues para compararlos — razonaba Zurita consigo mismo — Ictiandro tendrá que, se lo exigiré, traer sus perlas. Y entonces quedarán en mis manos el oro de 'Mafalda', el tesoro de perlas y el propio Ictiandro.»

Pero el joven no podía saber los proyectos que abrigaba Zurita. La franqueza del patrón le persuadió y, tras reflexionar, accedió.

Zurita exhaló un suspiro de alivio.

«No es capaz de engañarme» pensó.

— ¡Vamos, rápido!

Ictiandro subió como una exhalación a cubierta y se zambulló en el mar.

Al ver que Ictiandro saltaba al mar sin cadena, todos comprendieron que iba en busca de los tesoros del «Mafalda». ¿Será posible que Zurita se apodere de todas las riquezas? La situación no admitía demora alguna, y se abalanzaron sobre Zurita.

Mientras la tripulación perseguía al patrón, Ictiandro comenzaba la exploración del vapor siniestrado.

A través de la enorme escotilla de la cubierta superior el joven penetró en el buque; se encontraba sobre la escala, que parecía más la escalera principal de un gran edificio, y llegó a un amplio pasillo. Estaba casi a oscuras. Por las puertas abiertas penetraba una tenue luz, y esa era la única iluminación.

Ictiandro entró a nado por una de esas puertas abiertas y se vio en un salón. Enormes portillas redondas iluminaban aquel salón, con capacidad para centenares de personas. Ictiandro se sentó en una elegante araña y miró a su alrededor. Era un espectáculo realmente extraño. Sillas de madera y pequeñas mesitas flotaban y se balanceaban junto al techo. En un pequeño tablado había un piano de cola con la tapa abierta. El piso estaba lujosamente alfombrado. El revestimiento laqueado de las paredes se había despegado en algunas partes. Junto a una de las paredes había palmeras.

Ictiandro se impulsó de la araña y se dirigió a nado a las palmeras. De pronto se detuvo asombrado. Hacia él alguien nadaba, repitiendo sus mismos movimientos.

«Un espejo» pensó Ictiandro. La enorme luna ocupaba toda la pared, reflejando el triste estado del mobiliario y la decoración del salón.

Allí era inútil buscar tesoros. Ictiandro salió al pasillo, bajó a la siguiente cubierta y entró en un local tan lujoso y espacioso como el anterior, seguramente el restaurante. En los anaqueles de la estantería, en la barra y al pie de ésta había botellas de vino, latas de conserva, etc. La presión del agua había metido los corchos en las botellas y abollado las latas de conserva. Las mesas permanecían servidas, pero parte de la vajilla y de los cubiertos de plata estaban en el suelo.

Ictiandro quiso pasar a los camarotes.

Entró en varios, dotados del máximo confort estadounidense, pero no vio un solo cadáver. Sólo en uno de los camarotes de la tercera cubierta vio un cadáver hinchado, que flotaba bajo el mismo techo.

«Seguramente se han salvado en los botes» pensó Ictiandro.

Pero cuando descendió más abajo, cuando bajó a la cubierta de tercera, el joven descubrió un cuadro dantesco: en aquellos camarotes habían quedado todos sus pasajeros: hombres, mujeres, niños. Allí había cadáveres de blancos, amarillos, negros y cobrizos.

La tripulación seguramente procuró salvar a los pasajeros de primera, a los más ricos, dejando a la buena de Dios a todos los demás. En algunos camarotes Ictiandro no pudo entrar: las puertas estaban obstruidas por los cadáveres. Cuando cundió el pánico la gente se atropellaba, se agolpaba a la salida, molestándose unos a otros y privándose de la última posibilidad de salvación.

En el largo pasillo se mecía lentamente gente. El agua penetraba por las portillas abiertas y mecía los hinchados cadáveres. Ictiandro se horrorizó y se apresuró a salir de aquel cementerio submarino.

«¿Será posible que Lucía no supiera a dónde me mandaba?» razonaba el joven. «¿Acaso ella podría obligarle a él, a Ictiandro, a vaciarles los bolsillos a ahogados y a abrir maletas? ¡No, ella no es capaz de eso! Todo parecía indicar que había vuelto a caer en la trampa de Zurita». «Ahora mismo emergeré — resolvió Ictiandro —, exigiré que Lucía salga a cubierta y confirme ella misma su sugerencia.»

El joven se deslizaba como un pez por aquellos interminables pasos de una cubierta a otra y salió muy pronto a la superficie.

La distancia hasta el «Medusa» se acortaba rápidamente.

— ¡Zurita! — llamó —. ¡Lucía!

Nadie respondía. El «Medusa» se mecía en las olas completamente mudo.

«¿Qué habrá sido de ellos?» pensó el joven. «¿Qué estará tramando Zurita?» Ictiandro se aproximó sigilosamente a la goleta y subió a cubierta.

— ¡Lucía! — volvió a gritar.

— ¡Estamos aquí! — oyó la voz de Zurita, que apenas llegaba de la orilla. Ictiandro se volvió y vio al patrón que se asomaba temeroso por detrás de unos arbustos.

— ¡Lucía se ha enfermado! ¡Ven acá, Ictiandro! — gritaba Zurita.

¡Lucía está enferma! El podrá verla ahora. Ictiandro saltó al agua y nadó rápido hacia la orilla.

El joven había salido ya del agua cuando oyó la voz apagada de Lucía:

— ¡Zurita miente! ¡Sálvate, Ictiandro!

El joven volvió rápidamente sobre sus pasos y nadó bajo el agua. Cuando se alejó ya bastante de la orilla, emergió y quiso ver lo que pasaba. Algo blanco se agitaba en la orilla.

Lucía celebraba, probablemente, su salvación. ¿La verá algún día…?

Ictiandro se dirigió veloz hacia alta mar. En la lejanía se divisaba un pequeño barco que, envuelto en espuma, mantenía rumbo sur, surcando el agua con afilada proa.

«Cuanto más lejos de la gente, mejor» pensó Ictiandro y se sumergió, ocultándose profundamente bajo el agua.

TERCERA PARTE — UN PADRE FLAMANTE

Después del fracasado viaje en submarino Baltasar estaba que se lo llevaba el demonio. A Ictiandro no lo encontraron, Zurita desapareció con Lucía.

— ¡Malditos blancos! — rezongaba el viejo a solas en su tienda —. Nos echaron de nuestra tierra y nos convirtieron en esclavos. Mutilan a nuestros hijos y raptan a nuestras hijas. Quieren exterminarnos a todos, hasta el último.

— ¡Hola, hermano! — oyó Baltasar la voz de Cristo —. Te traigo una buena noticia. Una gran noticia. Ictiandro ha aparecido.

— ¿Qué? — Baltasar se puso en pie de un salto —. ¡Habla de una vez!

— Ahora, pero no interrumpas, puedo olvidar lo que quiero decirte. Apareció Ictiandro. Bien decía yo entonces que estaba en el barco hundido. El emergió cuando ya nos habíamos ido, y se fue para casa a nado.

— ¿Dónde está? ¿En casa de Salvador?

— Sí, en casa de Salvador.

— Ahora mismo voy a ver al doctor, y que me devuelva a mi hijo…

— ¡No lo hará! — le objetó Cristo —. Salvador no le permite ni salir al océano. Yo soy quien le permite, sigilosamente, algunas veces…

— ¡Lo hará! Y si no, lo mato. Vamos ahora mismo.

Cristo comenzó a hacer aspavientos:

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