Alexander Beliaev - Ictiandro

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Alexander Beliaev

ICTIANDRO

Traducción: Raimundo García González

Editorial “Raduga”, Moscú, 1989

PRIMERA PARTE — «DEMONIO MARINO»

Era una de esas sofocantes noches de enero tan propias del verano argentino, en que miríadas de estrellas cubren el azabachado cielo. El «Medusa» permanecía anclado en absoluta quietud, pues tal bonanza reinaba que no se oía ni el rumor del agua ni el rechinar de las jarcias. El océano parecía estar sumido en profundo sopor.

Los buzos — pescadores de perlas — yacían semidesnudos en la cubierta de la goleta. Fatigados por el arduo trabajo y el abrasador sol se revolcaban, suspiraban y gritaban inmersos en angustiosa modorra. Las extremidades de aquellos hombres se sacudían; sintiéndose, tal vez, acosados hasta en sueños por sus temibles enemigos, los tiburones. En días tan calurosos y tranquilos su agobio era tal que, concluida la faena, no estaban en condiciones siquiera de subir los botes a bordo. Aunque aquella noche esa tarea habría sido superflua, pues nada auguraba cambios del tiempo, por eso quedaron los botes a flote, amarrados a la cadena del ancla. Vergas desniveladas, jarcias desajustadas, foque sin izar apenas tremolante, tan suave era la brisa. Era el cuadro que presentaba la goleta. El espacio comprendido entre el castillo de proa y el alcázar se veía cubierto de ostras perlíferas, fracciones de soportes calizos de corales, cuerdas utilizadas por los buzos para descender al fondo, redes para embolsar ostras y toneles vacíos.

Al pie del mástil mesana se hallaba un gran tonel con agua potable, que tenía encadenada una pequeña vasija de latón. En torno al tonel se extendía una gran mancha, consecuencia del agua derramada.

De vez en cuando se levantaba algún pescador medio dormido y, atropellando a los tumbados, se dirigía al tonel tambaleándose y pisando brazos, piernas y cuanto se le ponía por delante. Sin abrir los ojos, echábase al coleto una vasija de agua y se dejaba caer en cualquier lugar, cual se hubiera tomado alcohol puro y no agua. A los buzos les atormentaba la sed: por la mañana resulta peligroso desayunar antes de la jornada — la presión en el fondo es demasiado alta —, por eso trabajan todo el día en ayunas hasta que oscurece en el fondo, pudiendo comer sólo al caer la noche, antes de acostarse a dormir. Y su casi único alimento era la cecina.

Esa noche le tocaba hacer guardia al indio Baltasar; hombre de confianza del capitán Pedro Zurita, propietario de la goleta «Medusa».

En sus años mozos, Baltasar había sido famoso pescador de perlas: podía permanecer bajo el agua noventa y hasta cien segundos, el doble de lo común.

«¿Por qué así? Pues muy sencillo, porque en nuestra época sabían enseñar y lo hacían desde la misma infancia — les decía Baltasar a los principiantes —. Tendría yo unos diez años cuando mi padre me hizo aprendiz de don José, lugareño que enseñaba a doce jovenzuelos y lo hacía del modo siguiente. Tiraba un guijarro blanco o una ostra al agua y ordenaba: ¡Bucea y tráemela! Seguidamente iba tirándola a lugares siempre más hondos. Quien volviera sin ella era azotado y lanzado al agua como un cachorro. ¡Bucea de nuevo! Así nos enseñó a bucear. Después comenzó a adiestrarnos en el arte de permanecer el mayor tiempo posible bajo el agua. El viejo y experto pescador bajaba al fondo, amarraba una canasta o una red al ancla, y nosotros debíamos bucear y desamarrarla. Pero que a nadie se le ocurriera aparecer en la superficie sin haber desatado el nudo, pues le esperaba un latigazo.

Nos flagelaban sin piedad. Semejante maltrato no era soportable para cualquiera; no obstante, llegué a ser el mejor buzo de la comarca. Ahora sí, debo confesar que mis esfuerzos eran compensados con pingües ganancias.»

Llegó la vejez, y Baltasar abandonó tan riesgoso oficio: la pierna izquierda mutilada por un tiburón y una horrenda cicatriz en el costado. Abrió en Buenos Aires una tiendecita y se dedicó a vender perlas, corales, conchas y otras rarezas del mar. Pero la vida en tierra firme le aburría; su único alivio era buscar perlas, faena a la que se incorporaba con frecuencia. Los industriales le brindaban su simpatía y aprecio, pues nadie mejor que Baltasar conocía la bahía de La Plata, sus aguas costeras y los lugares donde pululaban las ostras perlíferas. Los pescadores, su respeto. Nadie como él sabía contentar a todos: buzos y amos.

De los principiantes no guardaba secretos, les enseñaba cuanto estaba relacionado con el oficio: a retener la respiración, repeler ataques de tiburones y, cuando estaba de buen humor, hasta a sisarle al amo la mejor perla.

Los industriales, propietarios de goletas, le apreciaban por su destreza, pues era un hombre a quien le bastaba una fugaz mirada para determinar, de modo infalible, el valor de la perla y seleccionar rápidamente las mejores para el amo.

Eso contribuía a que los industriales le utilizaran gustosos en calidad de ayudante o asesor.

Sentado en un barril, Baltasar se deleitaba fumando un habano. La luz de un farol, colgado del mástil, iluminaba su rostro araucano: ovalado, sin pómulos abultados, nariz perfecta y grandes ojos. Los párpados de Baltasar caían cual si fueran de plomo y se tornaban perezosos al abrirse. Estaba dormitando. Pero si sus ojos dormían, los oídos permanecían alerta. Vigilaban y advertían la inminencia del peligro, incluso hallándose inmerso en el más profundo sopor. Pero en este preciso momento Baltasar sólo oía suspiros y farfullar de los durmientes. Desde la orilla llegaba el pestilente olor a ostras perlíferas en putrefacción: las dejaban pudrirse para sacarles con más facilidad las perlas ya que el molusco vivo es más difícil de abrir. Para quien no esté habituado, ese olor le resultará repugnante, pero Baltasar lo inhalaba con satisfacción. A un vagabundo, un buscador de perlas como él, ese olor le arrulla recordándole las alegrías que ofrece la vida libre y los emocionantes peligros que entraña el mar.

Tras sacarles las perlas, las conchas más grandes eran trasladadas a bordo del «Medusa». Como buen negociante, Zurita vendía esas conchas a una fábrica productora de botones y gemelos.

Baltasar dormía. El relajamiento debilitó muy pronto la presión de los dedos que, al aflojarse, soltaron el puro. La cabeza le cayó sobre el pecho.

Pero a su conciencia llegó un sonido extraño, procedente del océano. El sonido volvió a repetirse más cerca. Esta vez Baltasar abrió los ojos. Era como si alguien tocara una trompa y luego una joven y alegre voz humana gritara: «¡Ah!» y luego una octava más alto: «¡Ah-a!»

El melodioso sonido de la trompa no se semejaba al desapacible de la sirena de un vapor; tampoco la alegre exclamación se parecía, en modo alguno, al grito de auxilio de un náufrago. Era algo nuevo, insólito. Baltasar se puso en pie, y la sensación de que la noche había refrescado súbitamente se apoderó de él. Fue hacia la borda y escrutó el espejo del océano. Ni un alma. El silencio era ensordecedor. Baltasar pateó a un indio que yacía a sus pies y, apenas incorporado éste, le dijo quedo, muy quedo:

— Grita. Debe ser él.

— No le oigo — respondió también bajito el indígena, todavía de rodillas y tratando de oír lo que le decían. En ese preciso momento volvieron a romper súbitamente el silencio la trompa y el grito:

— ¡Ah-a…!

Al oír el sonido, el indio se agachó como si le hubieran soltado un latigazo.

— Sí, debe ser él — profirió el indígena, castañeteando los dientes del susto.

Despertaron los demás pescadores. Y cual si buscaran protección contra la noche en los débiles rayos de la amarillenta luz, fueron arrastrándose hacia el lugar iluminado por el farol. Estaban sentados, apretujándose unos contra otros afinando el oído. El sonido de la trompa y la voz llegaron esta vez desde la lejanía, y todo quedó inmerso en profundo silencio.

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