Alexander Beliaev - Ictiandro

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Ictiandro: краткое содержание, описание и аннотация

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Baltasar estaba desesperado. Cristo observaba al hermano con mirada reprobatoria. Había que obrar resueltamente. Pero en las condiciones que estaba Baltasar podría estropear todo el tinglado. El propio Cristo no estaba muy seguro del parentesco entre Ictiandro y Baltasar. Cierto, Cristo había visto la mancha en el recién nacido. Pero, ¿acaso eso es una prueba incuestionable? Al descubrir la mancha en el cuello de Ictiandro, Cristo decidió aprovechar esa similitud y lucrarse. Pero no podía suponer que Baltasar tomara tan a pecho su relato. Lo que sí asustó seriamente a Cristo fueron las noticias facilitadas por Baltasar.

— Ya no queda tiempo para llantos. Hay que obrar. Salvador llegará de madrugada. Ten valor. Espérame en el muelle. Hay que salvar a Ictiandro. Pero no se te ocurra decirle a Salvador que eres su padre. ¿Cuál es el rumbo de Zurita?

— No me lo ha dicho, pero creo que vaya hacia el Norte. Abrigaba, desde hacía mucho, el propósito de dirigirse hacia las costas de Panamá.

Cristo asintió agradecido.

— Ten bien presente: mañana temprano, antes de la salida del sol, debes estar esperándome ya en la orilla. Es más, no deberás moverte de allí, incluso si tuvieras que esperar hasta la tarde.

Cristo se apresuró a volver a casa. Se pasó la noche pensando en el encuentro con Salvador. Debería justificarse ante él.

Salvador llegó con la aurora. Cristo, con expresión de amargura y fidelidad, articuló, tras saludar al doctor:

— Tenemos una gran desgracia… Le había advertido muchas veces a Ictiandro que no saliera a la bahía…

— ¿Qué le ha sucedido? — indagó impaciente Salvador.

— Lo secuestraron y se lo llevaron en una goleta… Yo…

Salvador apretó con fuerza el hombro de Cristo y le miró de hito en hito. Esto fue un solo instante, pero Cristo palideció bajo aquella penetrante mirada. Un profundo disgusto se reflejó en el rostro de Salvador, masculló algo y, aflojando los dedos en el hombro de Cristo, dijo rápidamente:

— Después me lo contarás todo con lujo de detalles.

Salvador llamó a un negro, le dijo algo en una lengua desconocida para Cristo y, dirigiéndose al indio, ordenó:

— ¡Sígueme!

Sin descansar ni cambiarse de ropa, Salvador salió de la casa y se dirigió al jardín. Cristo debía esforzarse para no quedarse a la zaga. Cuando llegaban al tercer muro se les sumaron dos negros.

— He guardado todo este tiempo a Ictiandro como un fiel mastín — dijo Cristo, jadeante por la carrera —. No me apartaba de él… — Pero Salvador no le hacía caso. El doctor estaba ya junto a la piscina y golpeaba impaciente con el pie hasta que desapareció el agua por las compuertas del tanque.

— Sígueme — volvió a ordenar Salvador; mientras descendía por la escalera subterránea. Cristo y los dos negros seguían a Salvador en plena oscuridad. El doctor saltaba varios peldaños de una vez; se veía que conocía a la perfección aquel laberinto subterráneo.

Cuando llegaron a la plazoleta inferior, Salvador no buscó la llave del interruptor, sino que abrió a tientas la puerta en el muro de la derecha y caminó por el pasillo a oscuras. Allí no había peldaños y Salvador caminaba más rápido todavía, sin encender la luz.

«Sólo faltaba que ahora cayera en un pozo y me ahogara» pensaba Cristo, procurando no rezagarse. Caminaron largo rato, en cierto momento sintió que el piso iba en declive. A veces le parecía oír leve chapoteo de agua. Al fin la caminata llegó a su término. Salvador — quien se había adelantado — se detuvo y prendió la luz. Cristo vio que se hallaba en una enorme gruta llena de agua con alta bóveda.

Esta, a medida que iba alejándose, se acercaba al agua. A flote, atracado en el mismo extremo del piso de piedra en que se encontraban, Cristo vio un pequeño submarino. Salvador, Cristo y los dos negros entraron en él. El doctor encendió la luz, uno de los africanos cerró la escotilla, el segundo ya manipulaba el motor. Cristo sintió estremecerse el buque. Este viró lentamente, se sumergió y con la misma lentitud comenzó a avanzar. No habían pasado más de dos minutos cuando emergió de nuevo. Salvador y Cristo salieron al puente. El indio no había navegado nunca en submarino. Pero éste, que se deslizaba por la superficie oceánica, podría asombrar a cualquier ingeniero naval. Su diseño era sumamente original y, por lo visto, tenía un motor potentísimo. Todavía no iba a toda marcha, pero avanzaba veloz.

— ¿Adonde se dirigen los secuestradores de Ictiandro?

— Rumbo Norte a lo largo de la costa — respondió Cristo —. Me atrevería a proponerle llevarnos a mi hermano. Yo se lo advertí y nos espera en la orilla.

— ¿Para qué?

— A Ictiandro lo ha secuestrado el pescador de perlas Pedro Zurita.

— ¿De qué fuentes ha recibido usted esa información? — inquirió con suspicacia Salvador.

— Le describía mi hermano la goleta que capturó en la bahía a Ictiandro, y él reconoció a la embarcación «Medusa», propiedad de Pedro Zurita. Es muy probable que el mencionado patrón haya capturado a Ictiandro para obligarle a pescar perlas. Mi hermano conoce perfectamente los lugares perleros. Creo que nos podrá ayudar.

Salvador reflexionó.

— ¡Bien! Llevaremos a su hermano.

Baltasar esperaba a su hermano en el muelle. El submarino viró hacia el muelle. Baltasar miraba sombrío desde la costa a Salvador, quien le había quitado y mutilado al hijo. No obstante, el indio le hizo una cortés reverencia a Salvador y llegó a nado hasta el buque.

— ¡A toda máquina! — ordenó Salvador. El doctor no abandonaba el puente, escudriñando la superficie del océano.

PRISIONERO EXCEPCIONAL

Zurita serró las esposas que maniataban a Ictiandro, le dio un traje nuevo y le permitió recoger las gafas y los guantes escondidos en la arena. Pero tan pronto el joven puso el pie en el «Medusa», por orden de Zurita, los indios lo encerraron en la bodega. Zurita hizo un breve alto en Buenos Aires para proveerse de víveres. Fue a ver a Baltasar, se jactó de su buena fortuna y puso proa hacía Río de Janeiro, a lo largo de la costa. Se proponía seguir las ondulaciones de la costa oriental sudamericana y comenzar la búsqueda de perlas en el Caribe.

A Lucía la alojó en el camarote del capitán. Le aseveraba que a Ictiandro lo había puesto en libertad en Río de la Plata. Pero ese embuste se descubrió muy pronto. Por la tarde Lucía oyó gritos y lamentos que llegaban de la bodega. Ella reconoció la voz de Ictiandro. En ese momento Zurita se encontraba en el puente superior. La joven quiso salir del camarote, pero encontró la puerta cerrada con llave. Entonces comenzó a golpearla con los puños, pero nadie se hizo eco de sus gritos.

Al oír las voces de Ictiandro, Zurita bajó del puente, profiriendo improperios, y entró en la bodega junto con un marinero indio. La bodega estaba a oscuras y hacía en ella un calor sofocante.

— ¿Por que vociferas? — le preguntó groseramente Zurita.

— Yo… yo me ahogo — oyó la voz de Ictiandro —. No puedo vivir sin agua. Aquí hace un calor tan sofocante. Déjeme ir al mar. En estas condiciones no llegaré a la noche vivo…

Zurita cerró de un golpe la escotilla y subió al puente.

«No quiera Dios que se me ahogue de veras» pensó preocupado Zurita. La muerte de Ictiandro no le convenía en ningún aspecto.

Por orden de Zurita, los marineros bajaron un tonel a la bodega y lo llenaron de agua.

— Ahí tienes tu baño — dijo Zurita refiriéndose a Ictiandro —. ¡Nada! Mañana te soltaré al mar.

Ictiandro se metió presuroso en el tonel. Los indios que presenciaron aquella escena quedaron perplejos. Ellos todavía no sabían que el prisionero del «Medusa» era el «demonio marino».

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