Alexander Beliaev - Ictiandro

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Ictiandro: краткое содержание, описание и аннотация

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Ictiandro vio venir caminando a un hombre grueso, en uniforme blanco con brillantes botones, gorra blanca y revólver al cinto.

— Tenga la bondad, ¿queda lejos la hacienda «Dolores»? — inquirió Ictiandro.

El gordo miró al joven de arriba abajo con recelo.

— ¿Qué quiere usted? ¿De dónde viene?

— Vengo de Buenos Aires…

El hombre del uniforme se puso en guardia.

— Necesito ver a cierta persona… — añadió Ictiandro.

— Tienda las manos — profirió el gordinflón. Esa exigencia asombró al joven, pero, al no barruntar nada censurable, las extendió. El gordo sacó del bolsillo un par de esposas y se las puso rápidamente.

— Has caído — farfulló el hombre de los botones brillantes y, dándole un fuerte empellón al joven en el costado, gritó-: ¡Caminando! Yo te acompañaré a tu «Dolores».

— ¿Por qué me ha maniatado? — preguntó asombrado Ictiandro, alzando las manos y examinando las esposas.

— ¡A callar! — le volvió a gritar con severidad el gordinflón —. ¡Vaya, camina!

Ictiandro agachó la cabeza y echó a andar. Sintió cierto alivio al ver que no lo hacía desandar el camino. Pero no acababa de entender lo sucedido. El no podía saber que la noche anterior habían perpetrado un asesinato con robo en la granja vecina, y la policía buscaba a los malhechores. Tampoco sospechaba que con su arrugado traje pudiera infundir desconfianza. Y, para colmo, la confusa respuesta acerca de la finalidad del viaje decidió definitivamente su suerte.

El policía arrestó al joven y ahora lo conducía al poblado más próximo para enviarlo a Paraná, a la cárcel.

Una sola cosa estaba clara para Ictiandro: lo habían privado de la libertad, y en su viaje se producía una enojosa demora. Decidió recobrar a toda costa la libertad perdida, para lo que aprovecharía la primera oportunidad que se le presentara.

El obeso policía, satisfecho por el regalo que la fortuna le había brindado, prendió un largo cigarro. Iba detrás envolviendo al joven en nubes de humo, con lo que le sofocaba.

— Le agradecería que no me echara el humo, me resulta difícil respirar — dijo, volviéndose a su escolta.

— ¿Qué-e? ¡Le molesta el humo! ¡Ja-ja-ja! — Al policía le entró un acceso de risa, y el rostro se le cubrió de arrugas —, ¡Muy delicado, finísimo! — y, soltándole en la misma cara varias bocanadas de humo, le gritó-: ¡Andando!

El joven obedeció.

Al fin Ictiandro vio un estanque con su angosto puente. Eso le hizo apretar, involuntariamente, el paso.

— ¡No te apresures tanto a ver a tu Dolores! — le gritó el gordo.

Tomaron por el puente y, cuando habían llegado a la mitad, Ictiandro saltó la baranda y cayó al agua.

Sucedió lo que menos esperaba el policía de un hombre esposado.

Pero Ictiandro tampoco esperaba del gordo lo que éste hizo acto seguido. El temor a que el delincuente se le ahogara hizo saltar al agua al policía, interesado en llevarlo a la estación vivo: el hecho de que el arrestado se ahogara con las esposas puestas le podría acarrear consecuencias desagradables. El policía fue tan rápido que acertó a asir a Ictiandro de los pelos y no le soltaba. Entonces el joven decidió — arriesgando su cabellera — llevarse al policía al fondo. Sintió muy pronto cómo los dedos del gordo se aflojaban y le soltaban los cabellos. Ictiandro se alejó varios metros y emergió para comprobar si el policía había salido a la superficie. Sí, ya estaba forcejeando para mantenerse a flote, pero tan pronto vio la cabeza del joven exclamó:

— ¡Te vas a ahogar, maldito! ¡Nada hacia aquí!

«Magnífica idea» pensó Ictiandro y comenzó a gritar:

— ¡Socorro, socorro! Me ahogo… — y se sumergió.

Desde el fondo observaba cómo buceaba el policía, tratando de localizarlo. Al fin, por lo visto perdió la esperanza de poder salvarlo y salió a la orilla.

«Ahora se irá» pensó Ictiandro. Pero el policía no se movía del sitio. Decidió permanecer junto al cadáver hasta que llegaran los órganos de primera instancia. El hecho de que el ahogado yaciera en el fondo del estanque no cambiaba el asunto.

En ese momento apareció en el puente un campesino con una mula cargada de sacos. El policía le ordenó al arriero descargar la acémila y partir en ella a la carrera con una nota para la estación de policía más próxima. El asunto adquiría para Ictiandro un cariz pésimo. Además, en el estanque había sanguijuelas. Estas atacaban de tal forma al joven que apenas le daba tiempo a arrancarlas. Esto debía hacerlo con sumo cuidado, pues no debía agitar el agua estancada, con lo que llamaría la atención del policía.

Al cabo de media hora regresó el campesino, señaló con la mano el camino, volvió a cargar los sacos y partió presuroso. Unos cinco minutos más tarde aparecieron tres policías. Dos de ellos llevaban sobre la cabeza una lancha liviana, el tercero cargaba el remo y un bichero.

Botaron la lancha al agua y comenzaron a buscar al ahogado. A Ictiandro esas búsquedas no le importaban. Para él eran casi un juego. El pasaba, simplemente, de un lado para otro. Exploraron minuciosamente con el bichero la zona próxima al puente, pero no pudieron localizar el cadáver.

El policía que había detenido a Ictiandro corroboraba su sorpresa con expresivos ademanes. Al joven eso le distraía. Pero pronto lo pasó muy mal. Buscando con el bichero, los policías levantaron nubes de limo del fondo. El agua se puso completamente turbia. Ahora Ictiandro ya no veía nada a la distancia de un brazo tendido, y esto ya era peligroso. Lo peor de todo era que en ese agua, pobre en oxígeno, le resultaba difícil respirar por las branquias. Y las nubes de limo le agravaban más la situación.

El joven se sofocaba y sentía en las branquias permanente escozor. Ya resultaba imposible soportar aquel martirio. Se le escapó un lamento y varias burbujas salieron de su boca. ¿Qué hacer? El único remedio era salir del estanque. Había que salir y afrontar cualquier riesgo. Se le echarán encima, indudablemente, lo apalearán y lo encerrarán en la cárcel. Pero ya no le quedaba ningún remedio. Y el joven, tambaleándose, se dirigió hacia el bajío y asomó la cabeza.

— ¡Ay-y-y-y! — Un desgarrador grito salió de la garganta del policía, quien se lanzó por la borda de la lancha, tratando de alcanzar lo antes posible la orilla.

— ¡Jesús, María y José! ¡Qué horror…! — exclamó otro, desplomándose en el fondo de la lancha.

Los dos policías que habían quedado en la orilla hacían plegarias. Pálidos, temblando de miedo, trataban de esconderse uno detrás del otro.

Ictiandro no esperaba tal reacción, por eso no entendió de inmediato la causa del susto. Sólo después recordó que los españoles eran muy religiosos y supersticiosos. Los policías se creyeron, seguramente, que se hallaban ante un ser del otro mundo. Al hacerse cargo de la situación, el joven decidió asustarlos más aún: hizo un fiero rictus, abrió desmesuradamente los ojos, soltó tremendo rugido y se dirigió lentamente hacia la orilla, salió al camino y premeditadamente lento se alejó con paso solemne.

Ningún policía se movió del sitio ni trató de detenerlo. El horror supersticioso, el miedo a los fantasmas les impidió cumplir el deber.

ES EL «DEMONIO MARINO»

Dolores, madre de Pedro Zurita, era una mujer obesa de carnes fofas, con nariz aguileña y prominente mentón. Un espeso bigote le concedía un aspecto raro y nada atractivo. Ese adorno tan raro en la mujer le valió el apodo de la «bigotuda Dolores».

Cuando el hijo se presentó con su joven esposa, la anciana examinó a Lucía sin contemplaciones ni miramientos. Lo primero que Dolores buscaba en la gente eran los defectos. La belleza de la joven asombró a la vieja, aunque no permitió que esa impresión se exteriorizara en modo alguno. Pero, así era Dolores la bigotuda: tras reflexionar en la cocina, decidió que la belleza de Lucía no era una virtud sino, más bien, un defecto.

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