Alexander Beliaev - Ictiandro
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- Название:Ictiandro
- Автор:
- Издательство:“Raduga”
- Жанр:
- Год:1989
- Город:Moscú
- ISBN:нет данных
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Cuando fondeó por tercera vez vio a dos indios que, hasta entonces hincados de rodillas en el fondo, emergían presurosos cual si les persiguiera un tiburón o un pez sierra. Olsen se volvió, tratando de descubrir el motivo de la espantada, y vio que se le acercaba un extraño ser: semihombre-semirana, con el cuerpo cubierto de plateadas escamas, enormes ojos saltones y manos de rana. Avanzaba rápidamente, impulsándose como los batracios con los que guardaba semejanza.
Antes de que Olsen pudiera adoptar posición vertical el monstruo ya estaba a su lado y le asía por el brazo con su mano de sapo. Pese al susto, Olsen advirtió que aquel ser tenía rostro humano con perfectas facciones, al que sólo le desmerecían los brillantes ojos reventones. Aquel extraño ser, olvidándose de que estaba sumergido en el agua, comenzó a hablar, a decir algo. Pero Olsen no podía oír sus palabras, sólo veía cómo se movían sus labios. Aquel desconocido ser le sujetaba con fuerza el brazo. Olsen se impulsó con un fuerte movimiento de piernas y emergió, ayudándose con el brazo libre. El monstruo le siguió sin soltarlo. Tan pronto salió a la superficie, Olsen se agarró de la borda, echó un pie arriba, se encaramó en la barcaza y se sacudió a aquel humanoide con manos de rana, de tal suerte que lo tiró al agua con gran ruido. Los indios que estaban en la embarcación saltaron al agua, procurando alcanzar la orilla lo antes posible.
Pero Ictiandro volvió a aproximarse a la barcaza y se dirigió a Olsen en español:
— Óigame, Olsen, necesito hablar con usted sobre Lucía.
Esto le asombró tanto como el inesperado encuentro en el fondo. Olsen era un hombre valiente y sereno. Comprendió en seguida que si aquel extraño ser conocía su nombre y el de Lucía tenía que ser un hombre, y no un monstruo.
— Suba, estoy a su disposición — respondió Olsen. Ictiandro subió a la embarcación, se sentó en la proa, encogió las piernas y cruzó las manos en el pecho.
«¡Son gafas!» pensó Olsen al examinar atentamente los brillantes y saltones ojos del desconocido.
— Me llamo Ictiandro. Soy quien le rescató del fondo del mar un collar de perlas.
— Sí, pero entonces tenía ojos y manos de persona, normales.
Ictiandro esbozó una sonrisa y agitó sus manos de rana.
— Todo es postizo — repuso sin explayarse.
— Me lo imaginaba.
Los indios observaban con curiosidad aquel extraño diálogo desde las rocas costeras, aunque no podían distinguir lo que decían.
— ¿Usted ama a Lucía? — inquirió Ictiandro tras una breve pausa.
— Sí, la amo — respondió sencillamente Olsen. Ictiandro suspiró profundamente.
— ¿Y ella lo ama a usted?
— Sí, me ama.
— Pero, ¿cómo es posible? Ella me quiere a mí.
— Eso es asunto de ella — Olsen se encogió de hombros.
— ¿Cómo que asunto de ella? ¿Acaso no es su novia?
Olsen se mostró asombrado y respondió con la misma tranquilidad:
— No, no es mi novia.
— ¡Usted miente! — exclamó Ictiandro —. Yo mismo he oído cómo el hombre de los bigotes dijo desde el caballo que era novia.
— ¿Mía?
Ictiandro se turbó. No, el hombre del mostacho no dijo que Lucía era novia de Olsen. Pero no puede ser que una joven sea novia de ese bigotudo, viejo y desagradable. ¿Acaso suele pasar eso? El del mostacho será su pariente… Ictiandro decidió llevar sus indagaciones por otra vía.
— ¿Qué hacía usted aquí? ¿Buscaba perlas?
— Debo confesarle que sus inquisiciones me están importunando — profirió Olsen con tono malhumorado —. Y, si no hubiera tenido algunas referencias sobre usted por parte de Lucía ya le habría tirado del barco, y asunto acabado. Y deje quieto el cuchillo. Le puedo quebrar la cabeza con en remo antes de que le dé tiempo a levantarse. No obstante, no estimo necesario ocultarle que estaba buscando realmente perlas.
— ¿La perla grande que yo lancé al mar? ¿Lucía le contó eso?
Olsen asintió.
Ictiandro cantaba victoria.
— Yo le había dicho que usted la admitiría. Le propuse que se la transmitiera a usted, pero no accedió, y ahora usted mismo la está buscando.
— Sí, efectivamente, porque ahora no le pertenece a usted, sino al océano. Y si la encuentro no le voy a deber nada a nadie.
— ¿Tanto le gustan las perlas?
— No soy una mujer para que me encanten esas boberías — objetó Olsen.
— Pero las perlas se pueden… ¿cómo es eso? ¡Ah, sí! Vender — recordó Ictiandro ese vocablo tan poco comprensible para él —, y obtener mucho dinero.
Olsen volvió a mover la cabeza afirmativamente.
— Entonces, ¿a usted le gusta el dinero?
— ¿Qué quiere usted de mí? — inquirió Olsen evidentemente irritado.
— Yo necesito saber por qué Lucía le regala a usted las perlas. ¿Quería casarse con ella?
— No, no me proponía casarme con Lucía — dijo Olsen —. Y aunque quisiera, ahora ya es tarde. Lucía es esposa de otro.
Ictiandro palideció y le agarró la mano a Olsen.
— ¿Del bigotudo? — inquirió horrorizado.
— Sí, contrajo matrimonio con Pedro Zurita.
— Pero ella… Me parecía que me amaba a mí — dijo muy quedo Ictiandro.
Olsen lo miró compasivo y, tras prender lentamente una pipa cortita, dijo:
— Sí, creo que le amaba a usted. Pero usted, en presencia de ella, se tiró al mar y se ahogó: así, por lo menos, pensaba ella.
Ictiandro miró asombrado a Olsen. El joven jamás le había dicho a Lucía que podía vivir bajo el agua. Nunca se le había podido ocurrir que su salto, desde el acantilado al mar, pudiera ser interpretado por ella como un suicidio.
— Anoche he visto a Lucía — continuó Olsen —. La muerte de usted le ha causado profundo dolor. «Soy culpable de la muerte de Ictiandro», me ha dicho.
— Pero ¿por qué se ha casado tan pronto con otro? Pues ella… pues yo le he salvado la vida. ¡Sí, sí, le he salvado la vida! Me parecía que Lucía era la chica que yo había salvado en el océano. La saqué a la orilla y me escondí entre las rocas. Luego vino el hombre del bigote — a él lo conocí en seguida — y la hizo creer que él la había salvado.
— Lucía me contó ese caso — dijo Olsen —. Ella no llegó a saber quién fue realmente su salvador: Zurita o el ser extraño que se le apareció cuando recobraba el conocimiento. ¿Por qué no le ha dicho que usted la salvó?
— Me resultaba violento decírselo yo mismo.
Además, no estaba del todo seguro de que era precisamente Lucía hasta que vi a Zurita. Pero ¿cómo ha podido conformarse? — preguntaba Ictiandro.
— Yo mismo no acabo de entender — articuló lentamente Olsen — cómo ha podido suceder eso.
— Cuénteme lo que sepa — suplicó Ictiandro.
— Soy receptor de ostras en la fábrica de botones. Allí conocí a Lucía. Cuando el padre estaba ocupado en otros asuntos del negocio, la mandaba a ella a entregar las ostras. Nos conocimos, hicimos amistad. De vez en cuando nos veíamos en el puerto, paseábamos por la orilla del mar. Ella me contaba sus penas: un español acaudalado pedía su mano.
— ¿Ese mismo? ¿Zurita?
— Sí, Zurita. El indio Baltasar, padre de Lucía, estaba sumamente interesado en ese matrimonio y persuadía a la hija a que accediera a la petición de tan distinguido pretendiente.
— ¿Distinguido? Pero si es un viejo repugnante, apestoso — le interrumpió Ictiandro sin poder contenerse.
— Zurita es para Baltasar el yerno más idóneo. ¿Por qué? Muy sencillo. Baltasar había contraído una cuantiosa deuda con Zurita, y un no rotundo por parte de Lucía podría suponer la ruina para su padre. Es fácil imaginarse la vida de la desdichada joven en esas circunstancias. Por un lado los importunos requiebros del novio; por el otro, el padre con sus constantes reproches, regañinas, amenazas…
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