Stanislav Lem - El Invencible
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- Название:El Invencible
- Автор:
- Издательство:Minotauro
- Жанр:
- Год:1986
- ISBN:ISBN: 978-84-450-7062-8
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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El Cóndor.
El Cóndor,
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— ¿Qué significa «en principio»? ¿Es o no respirable?
— La proporción de metano es excesiva. Al cabo de algún tiempo saturará la sangre, trastornando al cerebro. Desmayos… pero no antes de una hora, o quizá más.
— ¿Y si utilizáramos filtros de metano?
— No, comandante. No sería práctico. Se necesitarían muchos, y habría que cambiarlos con frecuencia además, el contenido de oxígeno del aire es demasiado bajo. Yo, personalmente, soy partidario de las máscaras de oxígeno.
— Hmm. Y los demás, ¿están de acuerdo?
Witte y Eldjarn inclinaron la cabeza, asintiendo. Horpach se puso de pie.
— Entendido, entonces. ¡Manos a la obra, Rohan! ¿ Qué hay de las sondas?
— Vamos a lanzarlas dentro de un instante. ¿Puedo controlar las órbitas antes de partir?
— Puede.
Rohan dio media vuelta y se alejó con paso rápido del bullicioso laboratorio. Cuando entró en la cabina de control, el sol se ponía en el horizonte, tan sombrío que el sector inflamado del disco delineaba con un púrpura casi violáceo el dentado contorno de un cráter. El cielo, densamente tachonado de estrellas, parecía mucho más profundo en esta región de la galaxia. En el horizonte empezaban a encenderse las grandes constelaciones, mientras el desierto desaparecía en las tinieblas.
Rohan llamó a la rampa de lanzamiento de proa. Se acababa de dar la orden de partida de los dos primeros fotosatélites. Los siguientes serían lanzados una hora más tarde. Dentro de veinticuatro horas, las fotografías diurnas y nocturnas de los dos hemisferios del planeta proporcionarían a los tripulantes de El Invencible una imagen completa de la zona ecuatorial.
— Un minuto, treinta y un segundo… azimut siete. Me remonto — repetía en el altoparlante una voz cantarina.
Rohan bajó el volumen y volvió el sillón hacia el tablero. Jamás lo confesaría. pero el juego de luces que acompañaba a la puesta en órbita de un satélite le parecía siempre fascinante. Primero las luces rojas, blancas y azules del cohete de refuerzo. Luego el canturreo del autómata que daba la orden de partida. En el momento en que el rítmico recuento descendente llegó a cero, un ligero temblor sacudió la estructura de la nave. Al mismo tiempo, un resplandor fosforescente iluminó las pantallas negras. Con un gemido agudo y continuo, el pequeño cohete partió de la rampa de lanzamiento, envolviendo a la nave-madre en un torrente de llamaradas. Los reflejos del cohete de refuerzo, que ya se alejaba, bañaban cada vez más débilmente el flanco de las dunas, y al fin se apagaron. Ahora no se oía ningún ruido, pero un acceso de fiebre luminosa se propagó por todo el tablero. Las pequeñas luces ovales del control balístico surgieron atropellándose en las sombras, saludadas con amistosos parpadeos afirmativos por las lámparas nacaradas de los mandos de control remoto. Luego, como los farolillos multicolores de un árbol de Navidad, las señales que indicaban la expulsión de las pilas calcinadas se encendieron una a una. Finalmente, un rectángulo blanco apareció cubriendo la luz irisada: el satélite acababa de ser puesto en órbita. En el centro de esa superficie nívea asomó una aureola grisácea que fue definiéndose poco a poco hasta formar el número 67, la altura de vuelo.
Rohan verificó rápidamente los parámetros de la órbita, pero tanto el perigeo como el apogeo eran los previstos. Ya no tenía nada que hacer allí. Miró el reloj del puente, que indicaba las dieciocho, y luego el reloj local, que ahora tenía un significado: eran las once de la noche. Cerró un instante los ojos. La perspectiva de aquella expedición a la costa lo entusiasmaba: le agradaba tener cierta libertad de acción. Estaba hambriento y con sueño. Se preguntó si una píldora bastaría para devolverle la lucidez, pero decidió que era preferible cenar. Al levantarse advirtió que estaba muy cansado. La sorpresa de esta comprobación lo reanimó de algún modo. Se encaminó al rancho' donde lo esperaban los otros miembros del equipo: los dos conductores de vehículos sobre colchones de aire, uno de ellos Jarg, hombre de un buen humor imperturbable por quien sentía una viva simpatía. También estaban allí Fitzpaqntrick, el oceanógrafo, y des colegas, Broz y Koechlin. Todos terminaban de cenar cuando Rohan pidió una sopa caliente y fue hasta el distribuidor mural automático en busca de pan y un par de botellas de cerveza sin alcohol. En el momento en que volvía con una bandeja, el suelo se estremeció ligeramente. El Invencible acababa de lanzar el segundo satélite.
El comandante no quiso que partieran de noche. Salieron a las cinco, hora local, poco antes de la salida del sol. Avanzaban en orden y con tanta lentitud que bautizaron a la formación con el nombre de «cortejo fúnebre». A la cabeza de la procesión y también cerrando la retaguardia iban los ergo-robots, que habían levantado alrededor un campo de fuerza elipsoidal que protegía las máquinas: los vehículos que se desplazaban sobre almohadillas de aire, los jeeps que transportaban las instalaciones de radio y de radar, la cocina portátil, las herméticas casas rodantes, y el pequeño tractor-oruga en el que iba el rayo láser, vulgarmente llamado «punzón».
Rohan y los tres científicos se encaramaron en el ergo-robot que encabezaba la marcha: no era, en verdad, un vehículo muy espacioso y confortable para tres pasajeros, pero creaba al menos cierta ilusión de normalidad. Toda la caravana debía adaptarse al ritmo de marcha de estos ergo-robots, las máquinas más lentas del equipo. No era, por cierto, un viaje de placer. Las orugas aullaban y chirriaban en la arena, los motores de turbina zumbaban como mosquitos elefantinos; el aire fresco soplaba a través de las rejillas del climatizador justo detrás de los asientos. El ergo-robot avanzaba como una pesada chalupa sacudida por el oleaje.
Pronto la aguja negra de El Invencible desapareció en el horizonte. Durante algún tiempo avanzaron por un desierto monótono, alumbrados por los rayos horizontales de un sol frío y de color rojo sangre.
Al cabo de un rato, el paisaje empezó a cambiar. La arena era menos espesa ahora, y dejaba al desnudo unas pendientes rocosas que los obligaban a frecuentes desvíos. Las máscaras de oxígeno y el aullido de los motores no invitaban a la conversación. Los tres hombres observaban atentamente el horizonte, pero tropezaban siempre con la misma monotonía: enormes cúmulos de rocas v vastas superficies erosionadas, Por último, el terreno empezó a descender poco a poco, y en el fondo de un valle ancho aunque poco profundo descubrieron un arroyuelo, unos hilos de agua que reflejaban los resplandores rojizos de la aurora. En ambas orillas, la arena que se alzaba en bancos indicaba que el caudal del arroyo era a veces mucho más ancho.
Se detuvieron un momento a analizar el agua. Era perfectamente límpida, aunque bastante dura, y contenía óxidos de hierro y trazas de sulfuros.
Reanudaron la marcha, ahora a un ritmo relativamente más acelerado, pues las orugas se desplazaban con mayor facilidad por la superficie rocosa. Hacia el oeste, vieron unas pequeñas elevaciones. El vehículo que cerraba la caravana se mantenía en contacto permanente con El Invencible, las antenas de los radares giraban, y los observadores, sentados frente a las pantallas, se ajustaban los auriculares mientras mordisqueaban tabletas de alimento concentrado. De tanto en tanto, una piedra saltaba debajo de un aerodeslizador; como levantada por una pequeña tromba de aire volaba hacia los promontorios rocosos.
De pronto, se toparon con una serie de colinas, suaves y desnudas. Sin detenerse, recogieron algunas muestras, y Fitzpatrick le anunció a Rohan, a voz en cuello, que el sílice era de origen orgánico. Cuando el espejo de las aguas apareció al fin ante. ellos como una línea gris, encontraron también algunas formaciones calcáreas.
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