Stanislav Lem - El Invencible
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- Название:El Invencible
- Автор:
- Издательство:Minotauro
- Жанр:
- Год:1986
- ISBN:ISBN: 978-84-450-7062-8
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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El Cóndor.
El Cóndor,
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— Aterrizaje puntual en el nadir.
El gemido incesante de las turbinas llenaba la nave. Un haz cónico de luz verde unió el casco a la humeante superficie rocosa. En los puentes centrales, nubes de arena oscurecieron los periscopios; en las pantallas de radar de la cabina de comando, los contornos del paisaje aparecían y desaparecían como bajo la enloquecida furia de un tifón. — Cerrar los contactos.
El fuego comprimido crepitaba bajo la popa, aplastado milímetro a milímetro bajo el peso de la astronave en descenso el infierno verde proyectaba unas lenguas que se hundían en las nubes de arena. El espacio que separaba a la popa de la ardiente roca de basalto parecía ahora un lagarto, una estría de fuego verde.
— Cero cero. Detener todos los motores.
Una campanilla. Un golpe, sólo uno, como si UN gigantesco corazón hubiera estallado. El cohete se había detenido. El ingeniero jefe, de pie, aferraba con ambas manos las palancas de los reactores de emergencia, como temiendo que la roca cediera. Todos esperaban. La aguja del segundero avanzaba con un enervante ritmo de insecto. El comandante observó un instante el indicador de la vertical: la lucecita plateada no se apartaba del Cero rojo.
Todos guardaban silencio. Las toberas enrojecidas empezaron a contraerse, emitiendo unos gemidos roncos. La nube rojiza, levantada a centenares de metros de altura, descendió lentamente. La nariz achatada de la nave apareció primero; luego los flancos chamuscados por la fricción de la atmósfera, ahora del color de la milenaria roca basáltica. El torbellino de arenas rojizas seguía girando alrededor de la popa, pero la nave ya no se movía, como si se hubiese transformado en una parte del planeta y girase junto con él, con un movimiento lánguido que parecía proseguir ininterrumpidamente desde hacía muchos siglos, bajo un cielo violeta tachonado de estrellas brillantes, que sólo se oscurecían en las cercanías del sol rojo.
— ¿Procedimiento normal?
El astronauta, inclinado sobre el libro de bitácora, donde acababa de inscribir en el centro de una página la hora exacta del descenso, junto al nombre del planeta — Regis III —, alzó los ojos.
— No, Rohan. Comenzaremos por el tercer grado. Rohan trató de no mostrarse sorprendido.
— Bueno. Sin embargo… — agregó con la familiaridad que algunas veces Horpach le toleraba- preferiría no ser yo quien tenga que decírselo a los hombres.
El astronauta no respondió, y tomando del brazo al oficial lo llevó hasta la pantalla encendida, como si ésta fuera una ventana. En la arena desplazada hacia ambos lados por el viento del aterrizaje había ahora una depresión chata, circundada por un anillo de móviles dunas. Desde una altura de dieciocho pisos, y a través de la superficie tricromática del ojo estereoscópico, que transmitía un cuadro fiel del mundo exterior, los dos hombres observaron el cono del cráter que se elevaba unos cinco kilómetros. La vertiente occidental desaparecía detrás del horizonte. Sobre la ladera oriental, agrietada y escarpada, se amontonaban unas sombras impenetrables. Los anchos regueros basálticos corrían a través de la arena como ríos de sangre coagulada. Una estrella brillante resplandecía en el cielo, casi en el borde superior de la pantalla estereoscópica. El cataclismo provocado por el descenso de El Invencible ya se había calmado; el viento del desierto, esa violenta masa de aire que circulaba sin cesar desde las zonas ecuatoriales hasta los polos del planeta, agitaba ya las primeras lenguas de arena bajo la popa de la nave, como empeñado en restañar pacientemente la herida infligida por el fuego de las pilas. El astronauta conectó la red de micrófonos exteriores y un aullido lejano y estridente se sumó al chasquido de las ráfagas de arena que azotaban la nave y llenó el vasto espacio de la cabina de mando. Al cabo de un momento el astronauta interrumpió el contacto.
— Bueno — dijo con deliberada lentitud —. Pero El Cóndor nunca volvió, Rohan.
El otro apretó las mandíbulas. No quería discutir. Aunque había recorrido muchos parsecs con el comandante, nunca se había desarrollado entre ellos una amistad. ¿Acaso la diferencia de edad era demasiado grande? ¿O los peligros compartidos demasiado insignificantes? ¡Qué intransigente era ese hombre de cabellos casi tan blancos como su uniforme! Cien hombres o poco menos aguardaban silenciosos en sus puestos; el intenso trabajo que precediera a las últimas maniobras, las trescientas horas de desaceleración de la energía cinética acumulada en cada átomo de El Invencible, la puesta en órbita y el descenso, todo eso había sido obra de ellos: cerca de cien hombres que desde hacía meses no escuchaban el rumor del viento y que habían aprendido a odiar el vacío como sólo puede odiarlo aquel que lo conoce. Pero el comandante no pensaba por cierto en todo eso. Cruzó con paso lento la cabina, y apoyándose en el respaldo de su sillón masculló en voz baja:
— No sabemos qué encontraremos aquí, Rohan. — Y en seguida, bruscamente:- Y ahora, ¿qué espera? Rohan se acercó con paso vivo al tablero de control, conectó los intercomunicadores y con voz temblorosa gritó
— ¡Atención, todos los niveles! Maniobra de descenso concluida. Procedimiento terrestre, tercer grado. Puente número ocho: preparar los ergo-robots. Puente número nueve: encender los reactores blindados. Técnicos de protección: a vuestros puestos. El resto de la tripulación a los puestos habituales. Nada más.
Mientras hablaba, mirando el ojo del amplificador, que vibraba de acuerdo con las modulaciones vocales, le pareció ver los rostros de los hombres alzándose hacia los altoparlantes, paralizados de estupefacción o de fría cólera. Ahora que habían entendido al fin, se oirían las primeras maldiciones.
— Procedimiento de tercer grado en marcha, comandante — dijo, sin mirar al anciano.
El otro lo observó de soslayo, esbozando una vaga sonrisa.
— Esto no es más que el comienzo, Rohan. Quizá haya todavía largas caminatas a la hora del crepúsculo. Quién sabe…
De un pequeño armario empotrado sacó un libro largo y estrecho, lo abrió, y poniéndolo sobre la blanca consola erizada de manivelas se volvió a Rohan:
— ¿Leyó esto? — Sí.
— La última señal registrada del hipertransmisor fue captada hace más de un año por la sonda de baja altura de la base.
— Conozco el texto de memoria: «Aterrizaje en
Regis III concluido. Planeta desértico del tipo subDelta 92. Bajamos a tierra siguiendo el procedimiento número dos, en la zona ecuatorial del continente Evana.»
— Sí, pero esa no fue la última señal.
— Lo sé, comandante. Cuarenta horas más tarde, el hipertransmisor registró una serie de señales que parecían en Morse, pero que no tenían sentido, y luego un rumor de voces extrañas, que se repitió varias veces. Haertel las describió como «maullidos de un gato al que tiran de la cola».
— Sí… — respondió el astronauta, pero era evidente que ya no escuchaba.
Estaba otra vez de pie, frente a la pantalla. En el borde inferior del campo visual, junto a la pared vertical de la nave, se veía la rampa por la que se deslizaban, a intervalos regulares, los ergo-robots, mecanismos de veinte toneladas recubiertos de un blindaje ignífugo de siliconas. Ya cerca del suelo, las corazas se abrían y levantaban, aumentando la envergadura de las máquinas; al salir del plano inclinado, pese a hundirse profundamente en la arena, avanzaban con paso firme, desplazando la duna que el viento había formado ya alrededor de El Invencible. Se encaminaban alternativamente a la derecha y a la izquierda; al cabo de diez minutos, el perímetro de la astronave estaba rodeado por una cadena de tortugas metálicas. Inmovilizándose, cada ergo-robot comenzó a enterrarse metódicamente en la arena hasta desaparecer; ahora, sólo unas pequeñas manchas brillantes, regularmente dispuestas sobre las pendientes rojizas de la duna, indicaban los sitios de donde emergían las cúpulas de los emisores Dirac.
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