Stanislav Lem - El Invencible

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El Invencible,
El Cóndor.
El Cóndor,

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— Para serle franco, no estoy tan seguro de que estas cuarenta y ocho horas de espera den algún resultado positivo, pero el reglamento lo exige — confesó repentinamente el astronauta —. ¡Siéntese, Rohan! Plantado ahí, parece la viva encarnación de mi conciencia. Regis es el lugar más estúpido que se pueda imaginar. El súmmum de la idiotez. Vaya uno a saber por qué nos mandaron aquí en busca de El Cóndor… Poco importa, por lo demás, desde el momento en que las cosas son como son.

Se interrumpió. Estaba de mal humor y como siempre en estos casos hablaba demasiado y discutía con facilidad, lo cual no dejaba de entrañar un peligro, pues en cualquier momento podía ocurrírsele alguna salida maligna.

— Vayamos al grano. En el peor de los casos, algo tendremos que hacer. ¿Quiere que le diga lo que yo propongo? Poner algunos fotoobservadores en órbita ecuatorial. Pero es preciso que la órbita sea perfectamente circular y a escasa altura. A una distancia de unos setenta kilómetros.

— Pero estaríamos todavía en la banda de la ionosfera — objetó Rohan —. Al cabo de una treintena de revoluciones los aparatos estarán completamente consumidos.

— Que se consuman. Pero antes, habrán tomado una serie de fotografías. Hasta le aconsejaría que se arriesgara a colocarlos a sesenta kilómetros. Probablemente se consumirán a la décima revolución, pero sólo las fotos tomadas a esta altura pueden proporcionarnos datos relativamente útiles. ¿Sabe usted cómo se ve un cohete observado desde una distancia de cien kilómetros, incluso con el mejor teleobjetivo? ¡Una cabeza de alfiler sería un macizo montañoso comparado con ese cohete! Empiece ahora mismo… ¡Rohan!

Al oír el llamado imperioso del comandante, Rohan. que estaba va cerca de la puerta, dio media vuelta

Horpach arrojó sobre la mesa una hoja de papel, el informe sobre el resultado de los análisis.

— ¿Qué significa esto? ¿Qué quiere decir este nuevo disparate? ¿Quién escribió este informe?

— El autómata. ¿Qué pasa? — preguntó Rohan, tratando de conservar la calma.

Ahora se va a desquitar conmigo, pensó, acercándose con paso deliberadamente lento.

— Lea. Aquí. Sí, aquí.

— Metano, cuatro por ciento — leyó Rohan —. ¡Cuatro por ciento! — repitió, perplejo.

— Sí, cuatro por ciento de metano. Eso dice. Y dieciséis por ciento de oxígeno. ¿Sabe lo que esto significa? ¡Una mezcla detonante! ¡A ver si se digna explicarme cómo es que no estalló toda la atmósfera cuando aterrizamos aquí con los reactores de borano!

— En verdad… no entiendo absolutamente nada — balbuceó Rohan.

Se precipitó al panel de control, hizo entrar por las rejillas de ventilación un poco de aire atmosférico del planeta, y en tanto el astronauta se paseaba nerviosamente por la cabina en un silencio ominoso, se puso a observar los analizadores que hacían tintinear con diligencia los utensilios de vidrio.

— Bueno, ¿y qué?

— El mismo resultado: metano cuatro por ciento, oxígeno dieciséis por ciento — anunció Rohan.

Aunque no comprendía absolutamente nada, sentía cierta satisfacción: por lo menos ahora Horpach no tendría nada que reprocharle.

— ¡A ver, muéstreme eso! Metano cuatro por ciento. Maldita sea, tiene usted razón. Está bien, Rohan, las sondas en órbita, y luego tenga la bondad de venir al pequeño laboratorio. ¿Para qué hemos traído a nuestros hombres de ciencia? ¡Que sean ellos los que se rompan la cabeza!

Rohan bajó por el ascensor, llamó a dos técnicos en cohetes y les transmitió las instrucciones del astronauta. Luego volvió al segundo nivel, donde se encontraban los laboratorios y las cabinas de los científicos. Pasó de largo frente a una serie de puertas, provistas todas ellas de placas metálicas con dos iniciales: «I.P.», «F.P.», «T.P.», «B.P.», y muchas otras. Las puertas del laboratorio pequeño estaban abiertas de par en par; la voz grave del astronauta se superponía de tanto en tanto a las frases monótonas de los expertos. Todos los «jefes» se encontraban allí reunidos: el ingeniero jefe, el jefe del laboratorio biológico, el jefe del departamento de física, el médico jefe y todos los técnicos de la sala de máquinas. El astronauta estaba sentado en el sillón más alejado, junto al programador electrónico de la computadora auxiliar. Frente a él, Moderon, frotándose las manos atezadas y delgadas, casi femeninas, decía en ese momento.

— No soy especialista en la química de los gases, pero no creo, sin embargo, que se trate de simple metano. La energía de los enlaces químicos es diferente, aunque la diferencia sólo aparezca en el centésimo decimal. Sólo reacciona con el oxígeno en presencia de un agente catalizador, y aun en esos casos, con bastantes dificultades.

— ¿De dónde procede este metano? — preguntó Horpach, apretándose las articulaciones de los dedos.

— El carbono, en todo caso, es de origen orgánico. No hay mucho, pero no cabe ninguna duda…

— ¿Isótopos? Este metano es viejo. ¿Qué edad podrá tener?

— Entre dos y quince millones de años.

— ¡Se concede usted un amplio margen de error!

— Hemos tenido sólo media hora. No puedo decirle nada más.

— ¡Doctor Quastler! ¿De qué origen es este metano?

— No lo sé.

Horpach miró, uno tras otro, a todos los especialistas. Por un instante pareció que iba a estallar en un acceso de cólera; pero de pronto sonrió.

— Sin embargo, señores, todos ustedes son gente experimentada. Hace mucho tiempo que volamos juntos. Lo que pido es la opinión de ustedes. ¿Qué debemos hacer en estas circunstancias? ¿Por dónde empezar?

Como ninguno parecía dispuesto a responder, el biólogo Joppe, uno de los pocos que no temía los arranques de ira de Horpach dijo tranquilamente. sin rehuir la mirada del astronauta:

— Este no es un planeta ordinario de la clase subDelta 92. Si lo fuese, El Cóndor no habría desaparecido. Considerando que llevaba a bordo expertos que no eran ni mejores ni peores que nosotros, lo único que cabe suponer es que no supieron cómo evitar la catástrofe. Lo cual nos deja una sola alternativa: atenernos al procedimiento de tercer grado y proceder al estudio de la tierra firme y el océano. Creo que para empezar habría que perforar el suelo y extraer muestras para análisis geológicos, y estudiar a la vez el agua de mar. Cualquier otra cosa sería una mera hipótesis, y dadas las circunstancias no podemos permitirnos ese riesgo.

— De acuerdo. — Horpach apretó fuertemente las mandíbulas. — Una perforación dentro del perímetro del campo de fuerza no es ningún problema. De eso podrá ocuparse el doctor Nowik.

El geólogo jefe asintió con un movimiento de cabeza.

— En cuanto al océano… ¿A qué distancia queda el litoral, Rohan?

— A unos doscientos kilómetros — respondió el navegante. No le sorprendió que Horpach, que le daba la espalda y no podía verlo, supiera que él estaba allí, de pie, en el vano de la puerta.

— Un poco lejos; sin embargo, no vamos a desplazar a El Invencible. Lleve el número de hombres que considere necesario, Rohan, vaya con Fitzpatrick, uno de los oceanógrafos, unos pocos especialistas en biología marina y seis ergo-robots de la reserva. Vaya con este plantel al litoral. Muévase exclusivamente dentro de los límites de la pantalla protectora del campo de fuerza. Nada de expediciones al mar, ninguna zambullida. También le pediré que no desperdicie a los autómatas; no nos sobran. ¿Entendido? Adelante, entonces, puede comenzar ahora mismo. ¡Ah, sí! Un detalle más. La atmósfera del planeta ¿es respirable?

Los médicos cuchichearon entre ellos.

— En principio, sí — respondió el cabo Stormont, sin mucha convicción,

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