Stanislav Lem - El Invencible
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- Название:El Invencible
- Автор:
- Издательство:Minotauro
- Жанр:
- Год:1986
- ISBN:ISBN: 978-84-450-7062-8
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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El Cóndor.
El Cóndor,
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En medio del estrépito de los vehículos, que avanzaban sobre un suelo de guijarros achatados, descendieron a la costa. El vaho caliente de los motores, el chirrido de las cadenas de las orugas, el aullido de las turbinas, todo calló de golpe cuando el océano, verdoso de cerca v de apariencia perfectamente terrestre, estuvo apenas a cien metros de distancia.
Para proteger al grupo de trabajo con el auxilio del campo de fuerza, era preciso llevar a cabo una maniobra complicada: había que hacer entrar en el agua al ergorobot que encabezaba la columna. La máquina, herméticamente cerrada, dirigida desde lejos por el segundo ergo-robot, se hundió en la rompiente, levantando una cascada de espuma. Al cabo de un momento fue sólo una mancha oscura, apenas visible en las profundidades del océano. Obedeciendo a una señal enviada desde el puente central de transmisión, el coloso sumergido sacó a la superficie un emisor Dirac. Y entonces, una vez establecido el campo, cuyo hemisferio invisible cubría parte de la orilla y de las aguas circundantes, los técnicos iniciaron sus investigaciones.
La salinidad del océano era ligeramente inferior a la de los mares terrestres, pero no había diferencias importantes. Al cabo de dos horas de labor, casi tan a ciegas como al principio, lanzaron mar afuera dos sondas teledirigidas, y siguieron el recorrido en las pantallas. Sólo cuando las sondas se perdieron de vista en el horizonte, llegaron otras informaciones, más interesantes. Había organismos vivos, semejantes a peces, en las aguas del océano. Cada vez que las ondas se les acercaban, las criaturas acuáticas se dispersaban a una velocidad fantástica, buscando refugio en el lecho del mar. Los radares sónicos localizaron los primeros indicios de vida orgánica a ciento cincuenta metros por debajo de la superficie del océano.
Broza insistió en la necesidad de atrapar un pez. En las aguas oscuras, las sondas perseguían a aquellas sombras fugaces con descargas eléctricas, pero la agilidad de las supuestas criaturas era inverosímil. Fueron necesarios muchos intentos antes que consiguieran atrapar un pez entre. las pinzas de la sonda. Inmediatamente lo llevaron a tierra.
Mientras tanto, Koechlin y Fitzpatrick habían lanzado otra sonda mar afuera, recogiendo unas muestras fibrosas. Pensaban que se trataba de un tipo de algas locales. Por último, echaron la sonda hasta el lecho del océano, a doscientos cincuenta metros de profundidad. Allí, las rápidas corrientes dificultaban el control de la sonda. El incesante movimiento de las aguas la desviaba y la hacía tropezar con los guijarros que tapizaban el fondo. Al fin lograron remover algunas de las piedras. Tal como Koechlin lo había sospechado, debajo se escondía toda una colonia de diminutas criaturas ciliadas.
Una vez que las dos sondas regresaron a la base, los biólogos se pusieron a trabajar. Entretanto habían montado ya una de las casetas, donde los hombres podían quitarse las incómodas máscaras de oxígeno. Allí Rohan, Jarg y los otros cinco disfrutaron de la primera comida caliente de la jornada.
Consagraron el resto del día a recoger muestras de minerales, a estudiar la radiactividad del fondo del océano, a medir la insolación y a otra multitud de tareas tediosas pero imprescindibles si querían obtener resultados fidedignos. Al anochecer ya habían terminado. Y cuando Horpach llamó, Rohan pudo acercarse al micrófono con la conciencia tranquila. El océano estaba poblado por seres vivos que evitaban aproximarse a la costa. El organismo del pez que habían disecado no presentaba ninguna particularidad. De acuerdo con los datos que habían recogido, la evolución de la vida en Regis III debía de remontarse a varios centenares de millones de años. Habían encontrado también grandes cantidades de algas verdes, lo que explicaba la presencia de oxígeno en la atmósfera. La división de los organismos vivos en flora y fauna era la típica; también eran típicas las estructuras óseas de los vertebrados. Un solo órgano del espécimen acuático examinado por los biólogos no tenia equivalente en la vida terrestre: era un órgano sensorio que reaccionaba intensamente a las variaciones infinitesimales del campo magnético.
Horpach les dio la orden de regresar inmediatamente a la nave, y antes de poner término a la conversación les comunicó una importante novedad: al parecer, habían logrado localizar los restos de El Cóndor.
Pese a las airadas protestas de los biólogos, quienes insistían en que necesitarían por lo menos varias semanas para completar las investigaciones, levantaron campamento y emprendieron la marcha rumbo al noroeste. Rohan no pudo dar ninguna noticia precisa acerca de El Cóndor ya que tampoco él sabía nada. Quería llegar cuanto antes a la nave, pues suponía que el comandante iba a asignar nuevas tareas, que quizá llevaran a nuevos descubrimientos. Naturalmente, la primera medida consistiría en efectuar un reconocimiento minucioso del lugar donde se suponía que había descendido El Cóndor. Rohan, impaciente, imprimió a las máquinas el máximo de velocidad posible, y viajaron acompañados por el estrépito infernal de las orugas que martillaban las piedras del camino.
Cuando cayó la noche y encendieron los potentes reflectores de las máquinas, el paisaje se tornó fantasmal y hasta amenazante. Los móviles haces de luz arrancaban de la oscuridad gigantescas siluetas informes, aparentemente dotadas de vida, y que eran sólo grandes peñascos, los últimos vestigios de una antigua y desgastada cadena de montañas. En varias ocasiones tropezaron con profundas hendiduras abiertas en el basalto, y tuvieron que esquivarlas mediante lentos y cautelosos rodeos.
Por último, bien pasada la medianoche, avistaron la mole de El Invencible, con todas las luces encendidas como en una noche de fiesta, resplandeciente en la lejanía como una torre de metal. En el perímetro del campo de fuerza se desplegaba una actividad incesante. Caravanas de vehículos se desplazaban en todas direcciones, descargando los víveres y los combustibles; bajo la rampa, a la luz enceguecedora de los reflectores, se apiñaban los tripulantes; los rumores de este hormiguero humano llegaban desde lejos a los oídos de los expedicionarios. Silencioso, envuelto en una aureola de luz clara, se alzaba el casco de la nave. Guiada por el azul parpadeo de los semáforos que acababan de encenderse, la caravana de vehículos, cubiertos de polvo, atravesó la invisible pared protectora y penetró en el hemisferio del campo de fuerza.
Rohan no había saltado todavía a tierra, cuando reconociendo a Blank en uno de los hombres, lo llamó a gritos para preguntarle qué noticias tenían de El Cóndor. Pero Blank no estaba enterado del supuesto descubrimiento, y lo que Rohan pudo saber fue en verdad poco y nada: antes de consumirse por completo en las capas inferiores de la atmósfera, los satélites habían logrado tornar unas once mil fotografías: captadas y retransmitidas por radio, habían sido fijadas en unas placas que se encontraban ahora en la sala de mapas.
Sin perder tiempo, Rohan llamó a su cabina a Erett, el técnico cartógrafo, y mientras se duchaba le pidió que le hablase de los últimos acontecimientos. Erett había examinado las fotografías tomadas por los satélites en busca de rastros de El Cóndor, y era uno de los treinta hombres que había escudriñado el dilatado océano de arena rastreando un diminuto grano de acero. Además de los planetólogos, habían movilizado a los cartógrafos, a los operadores de radar y a todos los pilotos de la nave. Durante veinticuatro horas consecutivas los expertos, organizados en relevos, se habían turnado para examinar el material fotográfico a medida que era recibido, anotando las coordenadas de cada punto sospechoso del planeta. Pero la noticia que el comandante le había transmitido a Rohan era producto de un error. Lo que habían tomado por la nave parecía ser una especie de hongo rocoso, de una altura excepcional, y que proyectaba una sombra de contornos regulares, extrañamente semejante a la de un cohete. La suerte corrida por El Cóndor seguía pues tan envuelta en el misterio como antes.
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