Stanislav Lem - El Invencible

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El Invencible: краткое содержание, описание и аннотация

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El Invencible,
El Cóndor.
El Cóndor,

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Rohan quiso presentar su informe al comandante esa misma noche, pero como Horpach ya se había retirado, volvió a la cabina; a pesar del cansancio, tardó muchas horas en dormirse. A la mañana, cuando se levantó, recibió la orden, transmitida por Ballmin, el jefe de los planetólogos, de enviar todo el material recogido al laboratorio principal. A las diez de la mañana, sintiéndose desfallecer, pues aún no había desayunado, bajó al rancho de los operadores de radar en el nivel segundo, y en el momento en que sorbía el café, Erett entró como una tromba.

— ¿Qué, han encontrado a El Cóndor? — preguntó al ver la cara excitada del cartógrafo.

— No, pero hemos descubierto algo mucho más grande. Venga en seguida, el comandante desea verlo. A Rohan le pareció que la caja vidriada del ascensor subía con una lentitud inverosímil. En la cabina a media luz nadie decía una palabra; sólo se oía el zumbido de los transmisores eléctricos. El revelador automático arrojaba sin interrupción nuevas fotografías, húmedas y relucientes. Pero nadie les prestaba atención. Dos técnicos acababan de sacar de un armario mural una especie de epidiáscopo y en el momento en que Rohan abrió la puerta se disponían a apagar el resto de las luces. Rohan alcanzó a ver, entre las cabezas de los otros hombres, la blanca testa del astronauta. Un instante después, la pantalla blanca que acababa de descender del cielo raso se tiñó de plata. En el tenso silencio que reinaba en la cabina, Rohan se acercó a la pantalla tanto como pudo. La imagen distaba de ser perfecta; además de borrosa, era una simple fotografía en negro y blanco. Alrededor de una cantidad de pequeños cráteres dispersos, se alzaba una altiplanicie desnuda; una ladera era recta y vertical, como si un enorme cuchillo hubiera cortado la roca. La línea del litoral sin duda, pues el resto de la foto estaba ocupado por la monótona extensión negra del océano. A cierta distancia de este precipicio, se extendía un mosaico de formas indistintas, oscurecido por ringleras de nubes y sombras. Pero parecía evidente que esta formación singular, de borrosos perfiles, no era de origen geológico.

Una ciudad, pensó Rohan, perplejo. Pero no dijo nada. Todos los demás guardaban silencio. El técnico que manejaba el epidiáscopo intentó en vano enfocar mejor la imagen.

— ¿Hubo algún obstáculo que interfiriera en la recepción? — preguntó de pronto la voz serena del comandante.

— No — respondió desde la oscuridad la voz de Ballmin —. La recepción fue nítida, pero ésta es una de las últimas fotos tomadas por el tercer satélite. Ocho minutos después del lanzamiento, dejó de responder a las señales. Suponemos que la foto fue tomada con objetivos ya deteriorados; la temperatura era cada vez más elevada.

— La altura de la cámara sobre el epicentro no fue en ningún momento superior a los setenta kilómetros — agregó una voz que Rohan reconoció como la de Malta, uno de los planetólogos de más talento —. Y yo, personalmente, la calcularía en unos cincuenta y cinco 0 sesenta kilómetros… Observen…

La silueta de Malta oscureció en parte la pantalla. Aplicó sobre la imagen una matriz cuadriculada de plástico transparente en la que habían sido recortados varios círculos pequeños, desplazándola por la fotografía haciéndola coincidir con los distintos cráteres visibles.

— Son decididamente más grandes que los cráteres de las otras fotos. Lo cual — agregó- no tiene importancia, pues de cualquier manera…

Dejó la frase inconclusa, pero todos habían comprendido lo que quería decir: dentro de poco podrían verificar la exactitud de la fotografía, explorando esa región del planeta. Durante un rato contemplaron todavía la imagen que se reflejaba en la pantalla. Rohan ya no estaba tan seguro de lo que veía. ¿Sería realmente una ciudad o más bien unas ruinas? Las suaves y onduladas siluetas de las dunas de alrededor, como trazadas con un finísimo pincel, parecían testimoniar un largo abandono. Y las arenas del desierto cubrían casi del todo algunas de estas construcciones. Además, la constelación geométrica de las ruinas estaba dividida en dos partes desiguales por una negra línea zigzagueante, que se ensanchaba en la lejanía, una fisura sísmica que había partido en dos algunos de los «edificios» más altos. Uno de ellos, visiblemente desmoronado, se había abierto en forma de puente, y una de las jambas se apoyaba en la otra. vertiente de la hendidura.

— Luz, por favor — dijo la voz del comandante. Cuando se encendieron las lámparas, Horpach miró la esfera del reloj mural.

— Despegamos dentro de dos horas.

Se oyeron voces de descontento; las protestas más enérgicas venían de los hombres del servicio de geología, quienes ya habían perforado pozos de más de doscientos metros para obtener muestras de suelo y de roca. Alzando una mano, Horpach dio a entender que la orden no admitía discusiones.

— Todas las máquinas volverán en seguida a bordo. Los materiales recogidos hasta ahora serán guardados. Se proseguirá con el examen de las fotografías y todos los análisis. ¿Dónde está Rohan? Ah, aquí. Perfecto. ¿Escuchó lo que dije? Todo el mundo en sus puestos dentro de dos horas, listos para el despegue.

La operación de reembarco de las máquinas se hizo de prisa pero con método. Rohan no prestó atención a las súplicas de Ballmin quien insistía en que se le concedieran quince minutos suplementarios para trabajos de perforación.

— Ya han oído lo que dijo el comandante — repetía a diestro y siniestro, mientras acicateaba a los hombres que se encaminaban en montacargas a las zanjas que acababan de cavar.

Uno tras otro, los aparatos de perforación, los torniquetes provisorios, los tanques de combustible fueron desapareciendo por las abiertas escotillas que conducían al pañol. Pronto, no quedaron otros vestigios de la actividad de los hombres que unos montones de tierra removida. Rohan, en compañía de Westergard, el ingeniero-jefe adjunto, hizo una última recorrida del terreno explorado, por mera precaución. Luego los hombres se hundieron una vez más en las profundidades de la nave. Sólo la arena se agitó entonces en el lejano perímetro, mientras los ergo-robots, llamados por radio, regresaban en fila india para ocultarse en las entrañas de la astronave, que por último engulló la rampa inclinada y la osamenta vertical del ascensor. Hubo un instante de inmovilidad total, la calma que precede a la tormenta. Luego, el silbido metálico del aire comprimido que purgaba las toberas acalló el aullido de los vientos. Torbellinos de polvo rojo envolvieron la popa, una luz verde titiló, mezclada con los resplandores bermejos del sol, y con un galope incesante de truenos, que sacudieron el desierto y repercutieron en ecos multiplicados por las paredes rocosas, la nave se elevó lentamente. Dejando tras de sí el círculo de roca incandescente, las dunas vitrificadas y las coladas de condensación, desapareció a una velocidad creciente en el cielo violeta.

Mucho tiempo después, cuando el último reguero blancuzco de la estela de la nave se borró en el aire, y las arenas emprendieron la tarea de abrigar la roca desnuda v rellenar las excavaciones abandonadas. una nube oscura apareció en el horizonte. Volando a escasa altura, se expandió y envolvió como con un brazo extendido el lugar de aterrizaje; durante un tiempo permaneció inmóvil, suspendida en el espacio.

Y luego, cuando el sol empezaba a ocultarse detrás del horizonte, una lluvia negra cayó sobre el desierto.

Entre las ruinas

El Invencible se posó en un lugar cuidadosamente elegido, a unos seis kilómetros del límite septentrional de lo que ya llamaban «la ciudad»; los «edificios» se divisaban ahora con nitidez desde la cabina de comando, y parecían en verdad construcciones artificiales, mucho más que en las fotografías tomadas por los satélites. Angulosas, más anchas en general en la base que en la cima, de altura desigual, se extendían sobre una superficie de varios kilómetros cuadrados, negruzcas, con algún reflejo metálico de tanto en tanto. Sin embargo, ni con la ayuda del largavista más potente pudieron distinguir los detalles. Al parecer, la mayoría de estas construcciones estaban perforadas como cribas.

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