Stanislav Lem - El Invencible

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El Invencible,
El Cóndor.
El Cóndor,

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Tapizado de espuma de plástico, el suelo metálico de la cabina de comando trepidó bajo los pies de los dos hombres. Un leve estremecimiento fugaz como un relámpago, pero perceptible, les recorrió los cuerpos contrayéndoles un instante los músculos de las mandíbulas. En seguida, la escena que contemplaban pareció enturbiarse. Renació el silencio, turbado tan sólo por el zumbido lejano que venía de los puentes inferiores, donde acababan de poner los motores en marcha. El desierto, los escombros negro-rojizos de las rocas. las olas de arena que rompían lentamente una tras de otra, reaparecieron en las pantallas, y todo volvió a ser como antes; pero por encima de El Invencible se había cerrado la cúpula invisible de un campo de fuerza que impedía todo acercamiento. Sobre la rampa aparecieron entonces cangrejos metálicos cuyas antenas, semejantes a las aspas de un molino de viento, giraban, ora a la izquierda ora a la derecha. Los inforobots, aunque de mayor tamaño que los emisores de campo, tenían el tronco aplanado y se desplazaban sobre zancos metálicos curvos. Hundiéndose rápidamente en la arena, y extrayendo como a desgano las largas extremidades, los artrópodos de metal se separaron y se colocaron entre los ergorobots.

A medida que los dispositivos de seguridad empezaban a funcionar, en la opaca superficie del tablero de la consola central se encendieron unas luces diminutas. Un resplandor verdoso bañó las esferas de los instrumentos contadores de impulsos, como si varias decenas de luminosos ojos gatunos se clavaran de pronto en los dos hombres. Las agujas de todos los cuadrantes apuntaban al cero. Nada intentaba atravesar el muro invisible del campo de fuerza. Sólo una aguja, la del tablero de la energía eléctrica, trepaba sin pausa hasta más allá de la línea roja de los megavatios.

— Bajaré a comer un bocado, Rohan. Dejo a su cargo por un rato la conducción del programa — dijo Horpach cansadamente, retirándose de la pantalla.

Control remoto?

— Puede enviar a alguien.. o ir usted mismo, si lo prefiere — dijo Horpach mientras abría la puerta corrediza y abandonaba la cabina.

Durante un instante Rohan distinguió aún el perfil del astronauta a la luz tenue del ascensor que descendía en silencio, Observó los cuadrantes del tablero. Cero. En realidad, pensó para sus adentros, hubiéramos tenido que comenzar por la fotogrametría. Circundar el planeta el tiempo suficiente como para tener una serie completa de fotos. Quizá de esa manera hubieran descubierto algo. Las observaciones visuales, efectuadas mientras se encontraban en órbita, no servían de mucho.

Un continente no era como un mar, y un marinero encaramado en la cofa no era lo mismo que un grupo de observadores provistos de largavistas. Pero por otra parte, obtener fotografías completas les habría llevado todo un mes.

El ascensor volvió a subir. Rohan entró y bajó al sexto nivel. Una multitud de tripulantes se apiñaba en la plataforma, frente a la cámara de aire. Nada tenían que hacer allí, pues las cuatro señales que anunciaban la comida principal se repetían incesantemente desde hacía más de un cuarto de hora.

Los hombres de la plataforma se apartaron para abrir paso a Rohan.

— Jordan y Blank, vengan conmigo.

— ¿Escafandras, oficial?

— No, sólo máscaras de oxígeno. Y un robot. Lo mejor sería llevar un arctano, para que no se hunda en esa maldita arena. Y todos ustedes, ¿qué hacen aquí? ¿Han perdido el apetito?

— Nos gustaría salir a dar una vuelta.

— ¿Por qué no podemos bajar?

— Un rato aunque más no fuera. Todos hablaban al mismo tiempo.

— Calma, muchachos, serenidad. Ya llegará la hora de salir a explorar. Por el momento, aplicaremos el procedimiento terrestre, tercer grado.

Los hombres se dispersaron a regañadientes. Entretanto, un montacargas había traído un robot que les llevaba por lo menos una cabeza a los más altos de los hombres. Jordan y Blank, provistos ya de las máscaras de oxígeno, regresaban montados en una carretilla eléctrica. Rohan los esperaba recostado contra la barandilla; ahora que la nave espacial descansaba sobre la popa, el corredor se había transformado en un pozo vertical que descendía hasta la primera sala de máquinas. Rohan sentía arriba y abajo la presencia de las vastas cubiertas metálicas de la nave; en algún lugar, en las entrañas de El Invencible, las correas de transmisión trabajaban en silencio. Alcanzaba a oír el chapotea amortiguado del agua que circulaba por los canales hidráulicos, y desde el fondo del pozo de cuarenta metros, y a intervalos regulares, subían unas bocanadas de aire fresco, purificado, enviadas por los climatizadores de la sala de máquinas.

Los dos hombres que custodiaban la cámara de aire les abrieron la puerta. Rohan, obedeciendo a un antiguo reflejo, verificó la disposición de las correas y la adherencia de las máscaras. Jordan y Blank entraron detrás, seguidos por el robot, cuyos pasos rechinaron sordamente sobre la chapa de acero. Con un silbido exasperante e interminable, el aire penetró violentamente en la cámara. La escotilla exterior se abrió de golpe, y vieron, cuatro pisos más abajo, la rampa de los robots. Un pequeño ascensor, previamente separado del casco de la nave, y cuya cabina era una especie de jaula metálica, estaba aguardándolos. Entraron en el ascensor y bajaron hasta la cresta de la duna de arena. El aire exterior, que penetraba por entre los barrotes de la jaula, era apenas más fresco que el que se respiraba dentro de la nave. Cuando pisaron la plataforma, se soltaron los frenos magnéticos, y los hombres descendieron lentamente los once pisos, pasando frente a todas las secciones del casco, una tras otra. Rohan verificaba mecánicamente el estado de los diferentes sectores. No siempre tiene uno la oportunidad de examinar la nave por fuera, pensó, y nunca más de cerca que desde la cala de carena. Ha soportado muchos avatares, se dijo, observando las estrías del casco producidas por el impacto de los meteoritos. De tanto en tanto, las chapas aparecían deslustradas, como corroídas por un ácido poderoso.

El ascensor llegó a destino y se posó levemente sobre la arena acumulada por el viento. Los hombres saltaron a tierra y se hundieron en la arena hasta más arriba de las rodillas. Sólo el robot, dotado de enormes y absurdos pies planos, concebidos para recorrer grandes extensiones nevadas, se desplazaba con un curioso pero firme paso de ganso. Rohan le dio orden de detenerse, mientras él y los dos hombres se dedicaban a examinar atentamente todos los orificios accesibles de las toberas de popa.

— No les vendría mal una pequeña limpieza — dijo —. Necesitan una purga de aire y una buena mano de barniz.

Cuando salieron de debajo de la popa, observó la sombra gigantesca que proyectaba la astronave. Semejante a un ancho y oscuro camino, se extendía a través de las dunas bañadas por la luz del sol poniente. La perfecta regularidad de las ondulaciones de la arena creaba una extraña atmósfera de calma. Una sombra azulada oscurecía las depresiones, y los rosados resplandores del crepúsculo iluminaban las crestas. Esos matices cálidos y suaves le recordaron las delicadas tonalidades de un libro de imágenes que solía contemplar en su infancia. Sin embargo, la dulzura de aquel fulgor rosado y amarillo era engañosa. Alzó lentamente los ojos y miró las dunas, una tras otra, descubriendo los matices cambiantes de la luz, un rojo cereza ardiente que viraba al grana en la lejanía, entrecortado por bruscos conos de sombra negra. Y más allá, en el horizonte, envueltas en la monotonía de un gris amarillento, las dunas circundaban las cimas amenazantes de las desnudas rocas volcánicas.

Mientras Rohan, inmóvil, contemplaba el paisaje, los dos hombres, sin prisa, con movimientos que eran ya automáticos al cabo de tantos años de práctica, efectuaban las mediciones rutinarias, recogían en pequeñas cajas muestras del aire, la arena y las rocas, y con la ayuda de una sonda portátil (cuya caja era llevada por el arctano) medían la radiactividad del suelo. Rohan no prestaba atención a las actividades que desplegaban los hombres. La máscara de oxígeno sólo le cubría la nariz y la boca. Se había quitado el liviano casco de protección y tenía los ojos y la cabeza al aire libre. Sentía que el viento le despeinaba los cabellos; los granos de arena se le posaban delicadamente sobre la cara y se le deslizaban con un cosquilleo entre los rebordes plásticos de la máscara y las mejillas. Los anchos pantalones del traje del espacio restallaban sacudidos por el viento. El disco del sol, agigantado, y que ahora podía mirar fijamente un instante, empezaba a ocultarse detrás del cohete. El viento silbaba, obstinado. Como el campo de fuerza que envolvía la nave no impedía la libre circulación de los gases, Rohan no alcanzaba a distinguir dónde se alzaba, por encima de la arena, aquella muralla invisible.

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