Ivan Efremov - Naves de estrellas
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— Al teléfono, Ilya Andreevich, conferencia internacional — se oyó una voz, procedente de la puerta.
— Voy, voy… — Davydov frunció el ceño con expresión de disgusto. Quisiera seguiros hablando de la energía atómica… El uranio es escaso y las reservas existentes pueden ser consumidas en muy poco tiempo. Por eso, de cara al futuro, debemos buscar grandes yacimientos de este precioso elemento. Y nosotros… — el profesor calló de improviso y se alisó las sienes, manteniendo fija la mirada sobre las cabezas de sus discípulos. Grandes yacimientos de uranio…, las cenizas del fuego que ha formado el planeta — murmuró, en voz baja —. Así..
El profesor se interrumpió, como si hubiese visto un fantasma, y salió precipitadamente de la habitación.
— ¿Qué le habrá pasado a Ilya Andreevich? — exclamó Tamara, rompiendo el silencio. ¡Juraría que estaba a punto de soltar un taco!
— ¡Qué cosas tienes, Tamara! — replicó Zhenia, molesta —. Sencillamente, le han interrumpido con ese maldito teléfono. Lo han estropeado todo… Era tan interesante…
— Te aseguro que le ha pasado algo. No lo viste bien. Cambió por completo de expresión…
— Es verdad, Tam — insistió Michail —. También lo he notado. ¿Se le habrá ocurrido alguna idea interesante?
Michail había dado en el blanco. Davydov, en efecto, recorría el corredor completamente concentrado en la conjetura que de improviso deslumbró su cerebro. Recordó cómo, dos años antes, bajo la reciente impresión de las gigantescas olas que habían asolado la isla hawaiana, miraba desde la barandilla del barco el agua del océano, mientras en su mente tomaba forma una aún vaga idea de las fuerzas que conmovían la corteza terrestre. Desde entonces había recogido datos constantemente, meditando, pasando gradualmente desde estos fenómenos modernos a los más antiguos procesos de formación de las montañas, mucho más alejados en el tiempo y en el espacio. ¿No era el destino quien ponía ahora en sus manos una prueba de la exactitud de sus suposiciones?
Davydov tomó el teléfono. Nadie contestaba, pero mantuvo mecánicamente el auricular contra su oreja, mientras seguía absorto en su idea. Durante veinte años, el misterio de los «campos de la muerte» de los dinosaurios encontrados en el Asia central le había torturado. A los pies del Tian-shan se acumulaban enormes cantidades de huesos de los grandes monstruos. Huesos de millones de individuos de las edades más dispares. Y en el pasado debió haber muchos más; en efecto, los yacimientos encontrados eran sólo restos escapados de la obra de destrucción de las fuerzas naturales. ¿Cuál fue la causa de aquella muerte en masa, justamente en aquellas localidades? ¿Causas desconocidas, imprevistas? ¡No! ¡La matanza de los dinosaurios se remontaba al inicio de la gran época alpina, a la época de formación de las cadenas de Tian-shan, del Himalaya, del Cáucaso y de los Alpes. Y había una coincidencia territorial. Hace setenta millones de años, al final del periodo cretáceo, la corteza terrestre se arrugó lentamente en aquellas localidades, formando una serie de pliegues, tal como sucede hoy en el océano Pacífico. La diferencia estriba únicamente en el hecho de que en el Tian-san no se formaron en el mar, sino en tierra firme, en una región poblada por animales terrestres. Además, el arrugamiento de la corteza terrestre en la época cretácea tuvo proporciones mucho mayores que hoy. Y los procesos de formación de las montañas, entonces como hoy, son debidos a la fuerza liberada por la escisión de elementos superpesados yacentes en el seno de la corteza terrestre. Si esta suposición es justa, no es improbable que en algunas regiones y en ciertos momentos la energía de las reacciones atómicas se haya liberado en la superficie, aunque haya sido sólo en forma de una fuerte radiación. Esta radiación habría podido difundirse en una vasta zona, matando a todo ser viviente, incluyendo a los anímales allí emigrados de otras regiones. ¡Había que controlar la radiactividad de los huesos de los dinosaurios!
Nada pudo advertir a los monstruos sin cerebro su inevitable fin. Los restos más pequeños no se han salvado de la erosión y los otros, los grandes huesos de los dinosaurios, nos maravillan aun hoy por su gran abundancia. No era una coincidencia casual…
¿Y si tampoco fuese casual la otra coincidencia? ¿Por qué hemos encontrado huellas de seres extraterrestres precisamente en la zona de los levantamientos montañosos de aquella época? Las fuertes radiaciones, fatales para los monstruos, pero sin duda detectadles por un instrumento, se habían iniciado miles de años antes. Entonces, si «ellos» se encontraban en los lugares en los que más tarde perecieron masivamente los dinosaurios, quiere decir que «ellos» buscaban las fuentes de la energía atómica… Y si era así, se deducen dos importantes consecuencias: primera, que nosotros debemos buscar las huellas de los seres extraterrestres en el Tian-shan y en el Himalaya, las formaciones montañesas más jóvenes de la Tierra. Segunda, si los procesos de formación de las montañas y los procesos volcánicos son debidos a concentraciones de elementos superpesados que entran en una reacción en cadena, es de esperar que se encuentren restos de estas concentraciones en las profundidades accesibles para nosotros de la corteza terrestre y en las correspondientes zonas geográficas… Y si se encuentran nuevamente huellas de los huéspedes celestes en las zonas de formación de las montañas, entonces tendría ya la seguridad de que…
— ¿Oiga? — resonó, de improviso, una voz en el auricular —. ¡Hable con Alma-Ata!
Davydov fue sacudido por mi temblor. El curso de sus pensamientos se detuvo de golpe. Quizá desde Alma-Ata le iban a comunicar novedades importantes.
Una voz lejana pero clara, le llamó por su nombre. Davydov reconoció al secretario científico del Instituto de Geología.
— ¿Ilya Andreevich? Esta mañana me ha telefoneado Starozilov desde la cantera número cinco. Se han descubierto esqueletos de dinosaurios, ignoro si dañados o intactos; no lo he entendido bien porque la línea estaba interferida. Starozilov me ha dicho que le llame; que es necesaria su presencia allí. ¿Qué le tengo que contestar?
— Dígale que tomaré el avión de mañana contestó Davydov, sin vacilaciones.
— Tengo todavía un par de cosillas que decirle continuó el secretario, pero como mañana estará usted aquí, ya hablaremos de ellas. Hasta la vista.
— ¡Muchas gracias! — gritó Davydov, lleno de alegría —. ¡Saludos a todos! ¡Hasta la vista!
Tras encargar al conserje un billete para el avión, el profesor salió a toda prisa en busca de Kolcov.
III
La carretera se extendía a lo largo de la orilla de un estrecho riachuelo. Las altas paredes de la garganta cruzaban en lontananza sus pendientes caídas a plomo sobre el lecho del río, a derecha e izquierda. La pendiente más cercana se recortaba con su negro perfil en una faja de sombra a la izquierda; abetos apuntados como flechas se alineaban a lo largo del dentado crestón rocoso. Los más lejanos, rodeados por una bruma perlácea, parecían velos etéreos. En el fondo de una imponente serie de crestas se erguía un diente rocoso cubierto de nieve. La nieve descendía en largas cintas blancas a lo largo de las grises pendientes rocosas y, en lo alto, donde el cegador abrigo blanco nivelaba las rocas, una nube más espesa, semejante a una enorme barca blanca, se apoyaba sobre su gran quilla en la blanca cima.
La carretera bordeaba un escarpado barranco y empezaba a subir hacia el paso. El motor, recalentado, silbaba. El aire frío y puro embestía al coche, penetrando a través de los respiraderos de las ventanillas semicerradas.
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