Si llevaba exactamente la cuenta, había hecho 777 viajes en el Exprés de los Suicidios.
Algunas veces, Burton pensaba en sí mismo como en un saltamontes planetario, zambulléndose en la oscuridad de la muerte, aterrizando, mordisqueando un poco de hierba, con un ojo avizor para divisar la sombra que delatase el picado de la urraca: los Éticos. En aquel vasto valle de la humanidad, había catado muchas hojas, saboreándolas brevemente, y luego había proseguido su camino.
Otras veces pensaba en sí mismo como en una red tomando especimenes aquí y allá en el gran mar de la humanidad. Obtenía unos pocos peces grandes, y muchas sardinas, aunque se podía aprender mucho de los peces pequeños, tal vez más que de los grandes.
No obstante, no le gustaba demasiado la metáfora de la red, pues le recordaba que había otra red, mucho más grande, buscándole a él.
Pero cualesquiera que fuesen las metáforas o símiles que usase, era un hombre que veía mucho mundo, para usar una expresión del Siglo XX. Tanto, que varias veces se encontró con la leyenda de Burton el Vagabundo, o, en un área de habla inglesa, de Richard el Viajero, y, en otra, del Lázaro Saltarín. Esto le preocupaba un poco, puesto que los Éticos podían llegar a tener una clave de su método de evasión y tomar medidas para atraparle. O quizá llegasen a comprender cuál era el objetivo básico y montasen guardia cerca de las Fuentes del Río.
Al cabo de siete años, mediante muchas observaciones de las estrellas y a través de gran cantidad de conversaciones, se había formado una imagen del curso del Río.
No era una anfisbena, una serpiente con dos cabezas: la Fuente en el polo norte, y la desembocadura en el polo sur. Era la Serpiente de Midgard, con la cola en el polo norte, el cuerpo enroscado una y otra vez alrededor del planeta, y la boca mordiendo la cola. La Fuente del Río surgía del mar polar del norte, zigzagueaba a través de un hemisferio, circundaba el polo sur, y luego zigzagueaba a través de la superficie del otro hemisferio, de un lado para otro, siempre caminando hacia la Fuente que se abría en el hipotético mar polar.
Pero quizá esa gran extensión de agua no fuera tan hipotética. Si la historia del titántropo, el subhumano que afirmaba haber visto la Torre de las Nieblas, era cierta, dicha Torre se alzaba de un mar cubierto de niebla.
Burton había oído el relato pasado de boca en boca. Pero había visto a los titántropos cerca del inicio del Río, en su primer salto, y le parecía razonable que uno pudiera haber cruzado las montañas y llegado lo bastante cerca del mar polar como para darle una ojeada. Y adonde había ido alguien se podía llegar por segunda vez.
¿Y cómo fluía el Río durante todo su curso?
Su velocidad parecía ser constante, aún cuando debiera haber disminuido e incluso cesado. A partir de esa consideración, supuso que existirían campos gravitacionales localizados que urgirían hacia adelante a la poderosa corriente hasta llegar a un área en la que la gravedad natural se hiciese cargo de ella. Quizá en algún lugar, tal vez debajo del mismo Río, hubiera artefactos que llevasen a cabo esta operación. Sus campos debían de ser muy restringidos, dado que la atracción que sentían en aquellas áreas los seres humanos no variaban en forma perceptible.
Había demasiadas preguntas. Debía proseguir hasta llegar al lugar o a los seres que pudieran darle las respuestas.
Y siete años después de su primera muerte, llegó al área deseada.
Era su 777 «salto». Estaba convencido de que el siete era un número afortunado para él. Burton, a pesar de las burlas de sus amigos del Siglo XX, seguía creyendo en la mayor parte de supersticiones que había aceptado en la Tierra. A menudo se reía de las supersticiones de los otros, pero sabía que algunos números le daban buena fortuna, que la plata colocada sobre sus ojos fortalecía su cuerpo cuando estaba cansado y le ayudaba en su segunda visión, la percepción que le advertía por anticipado de las situaciones desagradables. Ciertamente, en aquel mundo pobre en minerales no parecía haber plata, pero, si la hubiese, podría utilizarla en su ventaja.
Todo aquel primer día permaneció al borde del Río. No prestó ninguna atención a aquellos que trataban de hablar con él, dedicándoles una breve sonrisa. Al contrario de las gentes de la mayor parte de las áreas que había visitado, no eran hostiles. El sol se movía a lo largo de los picos del este, aparentemente apenas si superando sus cimas. La bola llameante se deslizaba a través del valle, más baja de lo que jamás había visto, excepto cuando había aterrizado entre los titántropos. El sol inundó el valle durante algún tiempo con su luz y calor, y luego inició su circuito justo por encima de las montañas del oeste. El valle quedó en sombras, y el aire se tornó más frío que en cualquier otro lugar en el que hubiera estado, excepto, naturalmente, en aquel primer salto. El sol continuó su círculo hasta que estuvo de nuevo en el punto en que Burton lo había visto por primera vez al abrir los ojos.
Cansado por su vigilia de veinticuatro horas, pero feliz, pasó a buscar un sitio en que albergarse. Ahora sabía que se hallaba en el área ártica, pero que no estaba en un punto situado justo debajo de la Fuente. Esta vez estaba en el otro extremo, la desembocadura.
Al volverse, escuchó una voz, familiar pero inidentificable (había oído ya demasiadas):
Alma embotada, aspira;
no eres de la Tierra. ¡Sube más alto!
El cielo dio la chispa; a él devuelve el fuego.
— ¡John Collop!
— ¡Abdul ibn Harun! ¡Y dicen que no existen los milagros! ¿Qué te ha pasado desde la última vez que te vi?
— Morí la misma noche que tú — dijo Burton —. Y varias otras veces después. Hay muchos hombres malvados en este mundo.
— Es natural. Había muchos en la Tierra. Sin embargo, me atrevería a decir que su número ha disminuido, pues mi congregación ha podido llevar a cabo un trabajo muy bueno, gracias a Dios. Especialmente en esta área. Ven conmigo, amigo. Te presentaré a mi compañera. Una mujer encantadora, fiel en un mundo que parece valorar muy poco la fidelidad matrimonial o, mejor dicho, cualquier tipo de virtud. Nació en el Siglo XX y enseñó inglés la mayor parte de su vida. En realidad, a veces pienso que no me ama tanto por mí mismo como por lo que puedo enseñarle del lenguaje de mi tiempo.
Lanzó una curiosa risa nerviosa, por lo que Burton supo que estaba bromeando.
Cruzaron las llanuras hacia los pies de las colinas, en donde ardían fuegos en pequeñas plataformas de piedra, frente a cada cabaña. La mayor parte de los hombres y mujeres habían sujetado toallas a su alrededor, formando parkas que les protegían del frío de las tinieblas.
— Este es un lugar gélido y hosco — dijo Burton —. ¿Por qué desea alguien vivir aquí?
— La mayor parte de estas gentes son finlandeses o suecos de finales del siglo XX. Están acostumbrados al sol de medianoche. No obstante, tú deberías ser feliz aquí. Recuerdo tu ardiente curiosidad acerca de las regiones polares, y tus hipótesis sobre las mismas. Ha habido otros como tú que han recorrido el Río buscando la Ultima Thule o, si me perdonas la comparación, el oro de los tontos que se halla al otro extremo del arco iris. Pero ninguno de ellos ha regresado, o lo ha dejado correr, aterrorizado por los enormes obstáculos.
— ¿Y cuales son éstos? — dijo Burton, aferrando a Collop por el brazo.
— Amigo, me haces daño. Uno: las piedras de cilindros se acaban, así que no hay dónde recargar los recipientes con comida. Dos: las llanuras del valle terminan repentinamente, y el Río prosigue su camino entre las mismas montañas, a través de un desfiladero de gélidas sombras. Tres: no sé lo que se halla más allá, pues nadie ha regresado para contármelo, pero me temo que aquellos que han tomado ese camino se hayan encontrado con el fin que espera a todos los que cometen el pecado de la curiosidad.
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