Arthur Clarke - Voces de un mundo distante

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«Arthur Clarke — dice The New York Times— rompe todas las reglas. Escribe best sellers que no tienen sexo ni violencia, ni tensiones familiares, ni héroes convencionales.» Su popularidad es enorme, sin embargo. Baste recordar el éxito de Cita con Rama y 2010 Odisea dos. En esta nueva gran novela de ciencia ficción, Voces de un mundo distante, Clarke aborda uno de sus temas favoritos: el choque entre dos culturas. Thalassa es un verdadero paraíso. Un puñado de islas, en medio de un vasto y cálido océano planetario, donde se ha instalado una pequeña colonia humana que había emigrado de la Tierra antes de la destrucción del sistema solar, ocurrida doscientos años atrás. Los habitantes de Thalassa son felices. Viven en un mundo idílico, con abundantes recursos naturales. Pero su tranquilidad se rompe con la aparición del Magallanes, enorme nave espacial que conserva un millón de seres humanos hibernados, sobrevivientes de los últimos días de la tierra. Voces de un mundo distante es una novela inteligente e imaginativa, que explora los límites del conocimiento y el destino del hombre y del universo. Otra obra maestra del gran Arthur Clarke.

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«Bien, volvamos al tema de Alfa. Hacia mediados del milenio había dejado de ser objeto de los desvelos humanos. La abrumadora mayoría de los hombres inteligentes aceptaba el fallo lapidario del gran filósofo Lucrecio: todas las religiones eran esencialmente inmorales, porque las supercherías que propagaban eran más dañinas que benéficas.

«Con todo, algunas de las antiguas religiones sobrevivieron hasta el final, aunque, en forma sumamente modificada. Los Mormones de los Últimos Días y las Hijas del Profeta construyeron sus propias naves de inseminación. A veces me pregunto qué habrá sido de ellas.

«Así desapareció Alfa, pero quedaba Omega, el Creador de todo. No es tan fácil deshacerse de Omega: el universo requiere alguna explicación. O tal vez no. Existe un viejo chiste filosófico, que es mucho más sutil de lo que parece. Pregunta: ¿por qué existe el universo? Respuesta: ¿qué sería de él si no existiera? Y con esto terminamos por hoy.

— Gracias, Moses — dijo Mirissa; parecía levemente mareada —. Todo esto lo has repetido muchas veces, ¿verdad?

— Por supuesto, muchísimas veces. Quiero que me prometas algo.

— ¿Qué?

— Que no creerás en nada de lo que digo sólo porque lo digo yo. Ningún problema filosófico profundo admite una respuesta definitiva. Omega sigue vivo, y a veces me pregunto si Alfa…

VII — ASÍ COMO VUELAN LAS CHISPAS

47 — Ascenso

Se llamaba Carina, tenía dieciocho años y aunque era la primera vez que salía a navegar de noche en el bote de Kumar, no era la primera vez que yacía en sus brazos. En realidad, era la única que podía reclamar el disputado título de novia de Kumar.

El sol se había puesto dos horas antes, pero la luna interior, mucho más brillante y cercana que la Luna perdida de la Tierra, estaba en fase llena e iluminaba la playa con su fría luz azulada. Entre las palmeras ardía una pequeña fogata, la fiesta estaba en su apogeo y de vez en cuando llegaban al bote algunas notas musicales sobre el suave murmullo del motor, que funcionaba en potencia mínima. Kumar había logrado su principal objetivo y no tenía el menor apuro. Pero era un buen marinero: de tanto en tanto se levantaba, daba instrucciones orales al piloto automático y echaba un rápido vistazo al horizonte.

Es cierto lo que dijo Kumar, pensó Carina, adormecida por el placer. El balanceo suave y regular del bote era muy erótico, sobre todo cuando lo amplificaba el colchón de aire sobre el cual yacían. Se preguntó si después de semejante experiencia volvería a sentir placer al hacer el amor en tierra firme.

A eso se sumaba que Kumar, a diferencia de otros jóvenes de Tarna, era un amante tierno y atento. No era de esos hombres que sólo buscan su propio placer: no se sentía satisfecho si su compañera no lo compartía. Cuando me penetra, siento que soy la única chica en su mundo, pensó Carina, aunque sé muy bien que no es cierto.

Carina se daba cuenta de que se alejaban de la aldea, pero no le importaba. Quería prolongar el momento hasta la eternidad; aunque el bote se dirigiera a toda velocidad hacia alta mar, sabiendo que no volvería a encontrar tierra firme hasta dar la vuelta al mundo. Kumar era muy hábil, en más de un sentido. La confianza que le inspiraba aumentaba la sensación de placer; en sus brazos se desvanecían los problemas, no existía el miedo. Desaparecía el futuro y sólo quedaba el presente intemporal.

Pero el tiempo pasaba, y la luna interior se acercaba al cenit. En el epilogo de la pasión, mientras sus labios aún exploraban el territorio del amor, se detuvo el motor y el bote quedó a la deriva.

— Llegamos — dijo Kumar con cierta emoción.

¿Adónde habremos llegado? se preguntó Carina con displicencia, al separarse los cuerpos. Tenía la sensación de que habían pasado varias horas desde la última vez que vio la costa… ni siquiera sabía si estaba a la vista.

Se paró lentamente, tratando de contrarrestar el suave balanceo del bote… y contempló boquiabierta el paisaje encantado de lo que hasta poco antes había sido el triste pantano mal llamado Bahía Manglares.

Desde luego, no desconocía la alta tecnología; la planta de fusión y del duplicador principal de Isla Norte eran mucho más impresionantes. Pero la vista de ese laberinto de conductos y depósitos y grúas y mecanismos de manipulación, esa combinación dinámica de astillero con fábrica química que funcionaba en silencio y con total eficiencia a la luz de las estrellas, sin un ser humano que lo manejara le provocó una pequeña conmoción visual y psicológica.

Se sobresaltó al escuchar, en medio del silencio de la noche, el ruido del anda al caer al agua.

— Ven, quiero mostrarte algo — dijo con una sonrisa maliciosa.

— ¿No hay peligro?

— Por supuesto que no; vengo muy a menudo.

Y nunca vienes solo, pensó Carina. Pero no tuvo tiempo de responder porque él ya bajaba del bote.

El agua les llegaba apenas a la cintura y retenía el calor del sol hasta el punto de resultar desagradable. Carina y Kumar salieron del agua, tomados de la mano, y la fresca brisa nocturna les refrescó la piel. Caminando entre las olas de la orilla, parecían Adán y Eva en el momento de tomar posesión de un Edén mecánico.

— No te preocupes — dijo Kumar —. Conozco el lugar, el doctor Lorenson me ha explicado todo. Pero he descubierto algo que ni él conoce.

Recorrían un camino bordeado por caños cubiertos de una gruesa capa de material aislante, alzados a un metro del suelo. Por primera vez Carina escuchó un ruido que pudo identificar: un ruido sordo de bombas que enviaban líquido refrigerante al laberinto de cañerías y permutadores térmicos que los rodeaban.

Llegaron al tanque donde había aparecido el primer escorpio. No había mucha agua a la vista, ya que la cubría una maraña de algas. En Thalassa no existían los reptiles, pero al ver los tallos gruesos y flexibles, Carina pensó en un nido de víboras.

Pasaron una serie de alcantarillas y pequeñas compuertas, todas cerradas, hasta llegar a un gran campo abierto, alejado de la planta principal. Al salir del complejo central, Kumar sonrió y saludó con la mano al lente de una cámara. (jamás se descubrió por qué se encontraba desconectada en ese momento crucial.)

— Son los tanques de congelamiento. Seiscientas toneladas en cada uno. Noventa y cinco por ciento de agua, cinco por ciento de algas. ¿De qué te ríes?

— No me río, pero me parece muy… extraño — dijo Carina sin dejar de sonreír —. Pensaba que se llevan una parte del bosque marino a las estrellas. ¡Quién lo diría! Pero no es por eso que me trajiste aquí.

— Así es — susurró Kumar —. Mira…

Al principio no vio nada. De pronto su mente captó el significado de la imagen en el borde de su campo visual, y entonces comprendió.

Era un milagro antiguo. Los hombres lo habían repetido en muchos planetas, durante más de mil años. Pero era la primera vez que tenía la oportunidad de ver ese espectáculo sobrecogedor.

Se acercaron al último tanque y lo vio con mayor claridad. El delgado hilo de luz, de apenas un par de centímetros de diámetro, subía hacia las estrellas, recto y preciso como un rayo láser. A medida que se alejaba se iba estrechando hasta volverse invisible, y parecía desafiarla a determinar el lugar exacto donde desaparecía. Su mirada se alzó hasta el cenit, a la estrella solitaria que permanecía inmóvil, mientras sus compañeras naturales, más tenues, se desplazaban hacia el oeste. El Magallanes, como una araña cósmica, había lanzado un hilo de seda hacia el mundo a sus pies y no tardaría en alzar su presa.

Al llegar al borde del bloque de hielo Carina recibió otra sorpresa. La superficie estaba cubierta por una brillante lámina dorada, parecida al papel con que envolvían los regalos de cumpleaños y del Festival del Descenso anual.

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