Carl Sagan - Contacto

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Contacto: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela trata sobre lo que podría ser el contacto con una cultura extraterrestre inteligente, sobre cómo se vería afectada la especie humana al conocer que no estamos solos en el universo, lo que sería un gran cambio en la historia de la humanidad. La protagonista, Eleanor
Arrowayw, dirige el proyecto Argus del SETI, dedicado a captar emisiones de radio provenientes del espacio.
Un día, sus radiotelescopios captan una señal compuesta por una serie de números primos, lo que se considera evidencia de una inteligencia extraterrestre. La señal, además, contiene instrucciones para construir una compleja máquina. Una vez construida, cinco tripulantes, incluida la propia Ellie, son transportados a través de varios agujeros de gusano (ellos creen que es por medio de agujeros negros) a un punto en el centro de la Vía Láctea, específicamente en la constelación de Lyra y en Vega donde se reúnen con extraterrestres que adoptan la forma de un ser querido para cada uno de ellos.
Al volver a la Tierra, descubren que su viaje apenas ha durado veinte minutos de tiempo real, y que no quedan pruebas grabadas, por lo que son acusados de fraude y sometidos a frecuentes interrogatorios.
En una especie de epílogo, Ellie actuando según una sugerencia de los emisores de la señal, trabaja en un programa para encontrar patrones ocultos en los decimales del número pi. Finalmente encuentra oculto en la representacion en base 11 un patrón especial en el que los números dejan de variar de forma aleatoria y comienzan a aparecer unos y ceros en una secuencia. La única forma de ocultar semejante mensaje en pi es que el propio creador del universo lo hubiera hecho. Por lo que Ellie empieza una nueva búsqueda análoga al SETI en el aparente ruido de los números irracionales. Esta parte de la trama fue completamente omitida en el film realizado sobre la novela.

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— Sigue en pie la idea de enviar a los mejores — acotó Der Heer.

— Claro — respondió Kitz —. Pero, ¿qué significa «los mejores»? ¿Los científicos?

¿Personas que hayan trabajado en organismos militares de inteligencia? ¿Hablamos de resistencia física, de patriotismo? (Ésta no es una mala palabra, dicho sea de paso.) Además — miró fijamente a Ellie —, está el tema del sexo. De los sexos, quiero decir.

¿Mandamos sólo a hombres? Si incluyéramos a hombres y mujeres, tendría que haber más de un sexo que del otro puesto que los lugares son cinco, un número impar. ¿Todos los miembros de la tripulación serán capaces de trabajar en armonía? Si seguimos adelante con este proyecto, habrá arduas negociaciones.

— A mí no me parece bien — intervino Ellie —. Esto no es como comprar un cargo de embajador contribuyendo para una campaña política. Esto es un asunto serio. ¿Pretende acaso enviar a cualquier idiota, a un veinteañero que desconoce cómo funciona el mundo y lo único que sabe es obedecer órdenes, a un político viejo?

— No. Es verdad — admitió Kitz con una sonrisa —. Pienso que vamos a encontrar candidatos que nos satisfagan.

Der Heer, con ojeras que le daban un aspecto demacrado, concluyó la reunión. En su rostro se insinuó una sonrisita dirigida a Ellie, pero sin demasiada emoción. Las limusinas de la embajada los aguardaban para llevarlos de regreso al Palacio de l'Élysée.

— Te digo por qué sería mejor enviar rusos — explicaba en ese momento Vaygay —.

Cuando ustedes, los norteamericanos, conquistaban sus territorios — pioneros, cazadores de pieles, exploradores indios y todo eso — nadie les opuso resistencia en el mismo plano tecnológico. Fue así como atravesaron el continente, desde el Atlántico hasta el Pacífico.

Posteriormente dieron por sentado que todo les sería fácil. Nuestro caso fue distinto. A nosotros nos conquistaron los mongoles, con una tecnología ecuestre muy superior a la nuestra. Cuando nos expandimos hacia el este, tuvimos que ser muy cautos. Nunca cruzamos desiertos ni supusimos que las cosas serían sencillas. Nos hemos habituado a la adversidad más que ustedes. Aparte, los norteamericanos están más acostumbrados a llevar la delantera en el plano tecnológico, y nosotros, forzosamente tenemos que ponernos a la par. En estos momentos, todos los habitantes del planeta se hallan en las mismas condiciones históricas que los rusos, es decir, que este proyecto requiere la participación de más soviéticos que norteamericanos.

El solo hecho de reunirse a solas con ella implicaba un riesgo para Vaygay, tanto como para Ellie, como Kitz se había empeñado en advertirle. A veces, en ocasión de alguna reunión científica en los Estados Unidos o Europa, le permitían a Vaygay salir una tarde con ella. Lo más frecuente era que lo acompañara algún colega o un custodio de la KGB, quien se hacía pasar por traductor, pese a que su dominio del inglés era obviamente inferior al de Vaygay; también solía presentarse con un científico del secretariado de tal o cual comisión académica, salvo que el conocimiento que esa persona demostraba sobre cuestiones profesionales a menudo era superficial. Cuando a Vaygay le preguntaban por esas personas, se limitaba a menear la cabeza, pero en general, tomaba a sus «carabinas» como una regla del juego: el precio a pagar para que le permitieran viajar a Occidente, aunque más de una vez a Ellie le pareció advertir en Vaygay cierto afecto cuando hablaba con su «niñero». No debía de ser fácil ir a un país extranjero y fingir ser un experto en un tema que uno no conoce en profundidad. Quizás, en el fondo de su corazón, los «niñeros» detestaban su tarea tanto como Vaygay.

Estaban situados en la mesa de siempre, junto a la ventana, en Chez Dieux. Soplaba un aire fresco, premonición del invierno. Un muchacho joven cuya única concesión al frío era una bufanda azul que llevaba anudada al cuello, pasó entre los barriles de ostras que se exhibían en la acera. Ellie pudo deducir por los cautelosos — y atípicos — comentarios de Lunacharsky, que las opiniones de los delegados soviéticos estaban divididas. Era obvio que les preocupaba la posibilidad de que la Máquina redundara en una ventaja estratégica para los Estados Unidos. Vaygay había quedado muy impresionado por la propuesta de Baruda de quemar la información y destruir los radiotelescopios puesto que no conocía de antemano su posición. Los soviéticos habían desempeñado un papel crucial en el registro de datos — era el país que cubría una mayor longitud, dijo —, y además eran los únicos que tenían buques equipados con radiotelescopios. Por lo tanto, esperaban que su actuación fuese preponderante en cualquiera que fuere el próximo paso a dar. Ellie le aseguró que, en lo que de ella dependiera, se les asignaría dicho rol.

— Mira, Vaygay, por nuestras transmisiones televisivas, ellos saben que la Tierra gira, y que existen muchas naciones. Lo deben de haber deducido con sólo mirar la propalación de las Olimpíadas, y seguramente lo confirmaron al recibir las imágenes procedentes de otros países. En consecuencia, si son tan avanzados como suponemos, podrían haber enviado la emisión de modo que la recibiera un solo país. Sin embargo, no lo hicieron porque su deseo es que el Mensaje llegue a todos los habitantes del planeta y que todos participen en la construcción de la Máquina. Esto no puede ser un proyecto enteramente norteamericano ni ruso.

No obstante, se vio en la necesidad de aclarar que no sabía qué papel jugaría ella en las decisiones respecto de la fabricación de la Máquina o la selección de los tripulantes. Al día siguiente regresaba a los Estados Unidos, más que nada para analizar la cantidad de datos recibidos en esas últimas semanas. La sesión plenaria del Consorcio parecía ser interminable y no se había fijado aún la fecha de cierre. A Vaygay los propios soviéticos le habían pedido que permaneciera unos días más puesto que acababa de arribar el ministro de Relaciones Exteriores, quien asumiría la titularidad de la delegación soviética.

— Mucho me temo que todo esto termine mal — vaticinó él —. Son tantas las cosas que pueden salir al revés. Fallas de orden tecnológico, político, humano. Y aun si superáramos todos los obstáculos, si la Máquina no nos llevara a una guerra, si la fabricáramos correctamente y no estalláramos por los aires, la situación me aflige de todas maneras.

— ¿Por qué? ¿A qué te refieres?

— En el mejor de los casos habremos quedado como unos tontos.

— ¿Quiénes?

— ¿Es que no entiendes, Arroway? — Se le hinchó una vena del cuello —. Me llama la atención que no lo percibas. La Tierra es… un gueto. Sí, un gueto donde estamos atrapados todos los seres humanos. Tenemos la vaga idea de que existen grandes ciudades fuera de nuestro gueto, con anchos bulevares por donde pasean carruajes y mujeres envueltas en pieles. Pero las ciudades están demasiado lejos y somos tan pobres que ni siquiera podemos llegar allí, ni aun los más ricos de nosotros. Además sabemos que ellos no nos quieren; por eso es que nos abandonaron en este sitio patético, en primer lugar.

«Y ahora nos llega una invitación, muy elegante, como dijera Xi. Una tarjeta con adornos y un carruaje vacío. Nosotros debemos elegir a cinco aldeanos para que el carruaje los lleve… ¿quién sabe adonde? A Varsovia, a Moscú o incluso a París. Por supuesto, a algunos los tienta la idea de ir. Siempre va a existir gente que se sienta halagada por una invitación, o que la tome como un medio para escapar de esta decrépita aldea.

«¿Y qué crees que va a ocurrir cuando lleguemos ahí? ¿Acaso supones que el gran duque nos invitará a cenar, que el presidente de la Academia nos formulará interesantes preguntas acerca de la vida cotidiana en esta inmunda comarca? ¿Crees que la Iglesia Ortodoxa rusa nos hará participar de un ilustre debate sobre temas religiosos?

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