Vio a una leona acechando a una manada de cebras junto a un abrevadero. La piel castaña de la leona era casi invisible entre los altos tallos amarillos. Había centenares de cebras, pero a la leona sólo le interesaban los animales de la orilla. El narrador hablaba en voz baja, como el comentarista de los programas de golf de su padre, como si las palabras añadidas tanto tiempo después de que aquellas escenas hubieran sido rodadas pudiera de algún modo perturbar el desarrollo.
—La leona busca una cría —dijo—. Quiere escoger un miembro débil de la manada.
Kyle se enderezó en su asiento; esto era mucho más vivido que los viejos episodios de Reino Salvaje que había visto antes.
La leona continuó acechando. Los ruidos de fondo consistían en los cascos de las cebras golpeando la tierra reseca, el rumor de la hierba, la llamada de los pájaros, y el zumbido de los insectos. Las sombras eran cortas, aferradas a las patas de los animales como bebés tímidos agarrados a sus padres.
De repente la leona se abalanzó hacia adelante, los músculos de las patas bombeando, la boca abierta de par en par. Saltó sobre la panza de una cebra, clavando en ella profundamente los dientes. Las otras cebras empezaron a huir al galope, dejando nubes de polvo en su estela, haciendo resonar sus cascos como un trueno. Los pájaros echaron a volar, piando con todas sus fuerzas.
El animal atacado tenía ahora franjas rojas entre las otras franjas blancas y negras. Cayó de rodillas, impulsado por el impacto de la leona. La sangre se mezcló con el suelo húmedo, formando lodo de color marrón. La leona estaba hambrienta, y volvió a morder con ansia la carne de la cebra, arrancando un trozo de músculo y tendones. Mientras tanto, la cabeza de la cebra seguía moviéndose, y sus párpados se abrían y se cerraban.
El pobre bicho está vivo, pensó Kyle. Se está desangrando por toda la sabana, está a punto de ser devorado, y sigue vivo.
Una cebra. Género Equus, decían en clase de ciencias. Igual que un caballo.
Kyle había cabalgado un poco en el campamento de verano. Sabía lo inteligentes que eran los caballos, lo sensibles que eran, lo comprensivos que eran. Una cebra no podía ser muy distinta. El animal tenía que estar sufriendo una verdadera agonía, tenía que sentir pánico, tenía que estar aterrorizado.
Y entonces lo comprendió. Con quince años, sintió que le caía encima como si fuera una tonelada de ladrillos.
No era sólo esta cebra, naturalmente. Eran casi todas las cebras… y las gacelas de Thomson, y los ñúes y las jirafas.
Y no era sólo África.
Eran casi todos los animales de presa del mundo.
Los animales no se morían de viejos. No expiaban tranquilamente después de haber vivido largas y agradables vidas. No morían por sí solos.
No.
Eran despedazados, a menudo miembro a miembro, con enormes hemorragias, normalmente todavía conscientes, todavía sintiendo.
La muerte era un acto vicioso y horrible, casi sin excepción.
El abuelo de Kyle había muerto el año anterior. Kyle nunca había pensado en llegar a viejo, pero de repente la letanía de términos que sus padres murmuraron durante la enfermedad del abuelo regresó.
Enfermedad cardíaca.
Osteoporosis.
Cáncer de próstata.
Cataratas.
Senilidad.
A lo largo de la historia, la mayor parte de la gente había sufrido muertes horribles también. Los humanos normalmente no vivían lo suficiente para experimentar la vejez; la evolución, que según había estudiado en el colegio había afinado tanto la fisiología humana, simplemente no había tenido oportunidad de encargarse de estos problemas porque casi nadie en las generaciones anteriores había vivido lo suficiente para experimentarlos.
La cebra devorada por la leona.
La rata tragada entera por la serpiente.
El insecto paralizado que sentía cómo era comido vivo desde dentro por las larvas implantadas.
Todos ellos seguramente conscientes de lo que les estaba sucediendo.
Todos ellos torturados.
Ninguna muerte rápida.
Ninguna muerte piadosa.
Kyle soltó el mando a distancia después de eso, desaparecido su interés en pillar algún pecho desnudo. Se fue a la cama, pero permaneció despierto durante horas.
A partir de esa noche, cada vez que intentaba pensar en Dios, se encontraba pensando en la cebra, en su sangre manchando el abrevadero.
Y hasta hoy mismo, por mucho que lo intentara, había sido incapaz de reprimir ese recuerdo.
Heather seguía sin poder dormir. Se levantó del sofá, se dirigió al armario del dormitorio y encontró unos viejos álbumes de fotos. Desde hacía unos diez años, sólo sacaba fotos electrónicas, sin película, pero todos sus primeros recuerdos estaban almacenados en papel.
Se sentó de nuevo en el sofá, dejando una pierna debajo de su trasero. Abrió uno de los álbumes, lo extendió sobre su regazo.
Las fotos eran de hacía unos quince años, el cambio de siglo. La vieja casa de Merton. Dios, cómo echaba de menos aquel lugar.
Pasó una página. Las fotos estaban guardadas bajo acetato, sujetas por un poco de adhesivo en el dorso.
La fiesta del quinto cumpleaños de Becky, la última que celebraron en la casa de Merton. Globos pegados a la pared por la electricidad estática. Jasmine y Brandi, las amigas de Becky (¡qué nombres tan sofisticados para unas niñas tan pequeñas!), jugando a colgar la cola del burro.
Naturalmente, esa fue la fiesta a la que la hermana de Heather, Doreen, no pudo asistir: Becky estaba descorazonada porque su tía no había venido. Heather seguía enfadada por eso; se partía la espalda en las fiestas de cumpleaños de los hijos de Doreen, horneando pasteles, recogiendo regalos, y más. Pero Doreen estaba demasiado ocupada, y se descolgó porque le había salido una oferta mejor…
Pasó de nuevo la página y… Vaya, qué casualidad. Más fotos de la fiesta.
Y allí estaba Doreen. Había aparecido después de todo. Heather retiró la hojilla de acetato, que hizo un sonido de succión mientras la retiraba del dorso adhesivo. Cogió entonces la foto y leyó el texto escrito detrás: “5º Cumple de Becky”. Y por si hubiera alguna duda, estaba la foto impresa en el revelado, dos días después del auténtico cumpleaños de Rebecca.
Había estado enfadada con Doreen durante más de una década y media por esto. Doreen debió decir al principio que no iba a venir, pero acabó apareciendo en el último minuto. Heather había recordado la primera parte, pero se había olvidado por completo de la segunda.
Pero allí estaba la fotografía: Doreen agachada junto a Becky.
Las fotos no mienten.
Heather suspiró.
La memoria era un proceso imperfecto. Naturalmente, las fotos la ayudaban a recordar cosas. Pero también le decían cosas que nunca había sabido, o había olvidado por completo.
Y sin embargo, ¿cuántos carretes de película había disparado en su vida? Tal vez unos doscientos… lo que significaba que repartidas en álbumes de fotos y cajas de zapatos había unos cuantos miles de instantáneas de su vida. Naturalmente habría algunos videos caseros también, y las fotos electrónicas que había guardado en disquette.
Y había diarios, y copias de antigua correspondencia.
Y pequeños recuerdos y souvenirs que traían a la memoria acontecimientos pasados.
Pero eso era todo. El resto estaba almacenado en ninguna parte más que en su cerebro falible.
Cerró el álbum. La palabra “Recuerdos” estaba estampada en oro sobre su cubierta de vinilo beige, pero el oro se estaba gastando.
Contempló la habitación, pasillo abajo.
Su ordenador estaba allí; cuando todavía vivía aquí, el de Kyle estaba en el sótano.
Practicaban informática segura. Todas las mañanas, cuando ella iba al trabajo, llevaba en el bolso un disco de memoria que contenía una copia de la unidad óptica de Kyle de la noche anterior. La unidad era en sí misma casi a prueba de choques, pero almacenar las cosas en otro lugar era la única seguridad real contra la pérdida por incendio o robo. Kyle, igualmente, siempre se llevaba un disco de memoria con las copias de seguridad del trabajo de Heather a su laboratorio.
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