Robert Silverberg - La Faz de las Aguas

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil.
es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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—Creo que vas a necesitar algunos puntos —le dijo él—. ¿Te duele mucho?

—Escuece un poco. Arde. Arde mucho, en realidad. Pero no creo que sea nada serio.

La muchacha sonrió. Lawler aún podía ver el afecto hacia él, el deseo o lo que fuese, resplandeciendo en sus ojos. La joven sabía que él dormía con Sundria Thane, pero aparentemente nada había cambiado para ella. Quizá incluso se alegraba de haber sido cortada por aquellos peces bruja de esa manera: eso conseguiría atraer su atención, le tocaría la piel. Lawler sintió pena por ella. La devoción de Pilya lo entristecía.

Delagard, sangrando todavía, volvió a aparecer en la cubierta cuando Neyana y Gharkid se disponían a arrojar por la borda la pila de peces bruja.

—Esperad un momento —dijo con brusquedad—. Hace días que no comemos pescado fresco.

Gharkid le dirigió una mirada de completo asombro.

—¿Comería pez bruja, capitán, señor?

—Podemos intentarlo, ¿no? —respondió Delagard.

Los peces bruja al horno resultaron saber igual que trapos sumergidos en orines durante un par de semanas. Lawler consiguió comerse tres bocados antes de renunciar con náuseas. Kinverson y Gharkid se negaron a probarlo siquiera; Dag Tharp, Henders y Pilya también declinaron comerse su parte. Leo Martello se comió valientemente medio pescado. El padre Quillan ingirió el suyo escogiendo los trozos cuidadosamente, con obvio desagrado pero férrea determinación, como si le hubiera hecho a la Virgen voto de comerse cualquier cosa que le pusieran delante sin importar lo asquerosa que fuese.

Delagard acabó con la totalidad de su ración y pidió más.

—¿Te gusta? —preguntó Lawler.

—Un hombre tiene que comer, ¿no? Un hombre tiene que conservar sus fuerzas, doctor. ¿No estás de acuerdo? Las proteínas son proteínas, ¿eh, doctor? ¿Qué dices a eso? Toma, come tú también un poco más.

—Gracias —dijo Lawler—. Creo que intentaré conservar mis fuerzas sin eso.

Advirtió que se había operado un cambio en Sundria. El verdadero propósito del viaje pareció haberla liberado de todas las restricciones de intimidad con las que se había limitado a sí misma, y los momentos de amor entre ellos ya no estaban marcados por un frágil silencio o la charla intrascendente. Ahora, cuando yacían juntos en el rincón mohoso de la bodega que se había convertido en el sitio favorito de ambos, ella fue descubriéndose ante él en largas e inesperadas ráfagas de monólogo autobiográfico.

—Yo siempre fui una niña curiosa. Supongo que demasiado curiosa como para que eso redundara en mi beneficio. Vagaba por la bahía, recogía cosas en las aguas someras, me ganaba mordiscos y picotazos. Cuando tenía alrededor de cuatro años me metí un cangrejo en la vagina —Lawler hizo muecas de susto y dolor; ella se echó a reír—. No sé si estaba intentando averiguar qué le pasaría al cangrejo, o a mi vagina. Aparentemente, al cangrejo no le importó demasiado. Pero a mis padres sí.

El padre había sido el alcalde de la isla de Jamsilaine. «Alcalde» era, aparentemente, un término que significaba jefe de gobierno entre los isleños del mar de Azur. El asentamiento humano de Jamsilaine era grande, con cerca de quinientos miembros. Para las costumbres de Lawler, aquello era una multitud enorme, una suma inimaginablemente compleja. La información de Sundria con respecto a su madre fue vaga: una erudita de algún tipo, quizá una historiadora que estudiaba la migración galáctica humana, pero había muerto muy joven y Sundria apenas la recordaba. Era evidente que Sundria había heredado una parte del intelecto investigador de su madre.

La fascinaban los gillies en particular, los Moradores; siempre tenía buen cuidado de llamarlos por su nombre más formal, que a Lawler le resultaba tonto y pesado. Cuando tenía catorce años, Sundria y un chico algo mayor que ella habían comenzado a espiar las ceremonias secretas de los Moradores de la isla de Jamsilaine. Ella y el chico también se habían dedicado a la experimentación sexual, la primera para ella; la muchacha se lo mencionó a Lawler en un tono flemático, y él se sorprendió al darse cuenta de que envidiaba a aquel muchacho. ¿Haber tenido por amante a una muchacha tan deslumbrante cuando era tan joven? ¡Qué privilegio tuvo que haber sido aquél! En la adolescencia de Lawler había habido suficientes chicas; y luego sólo algunas, cuando conseguía escapar a las interminables horas de estudios de medicina que lo mantenían encerrado en la vaargh de su padre durante la mayor parte del tiempo. Pero no habían sido las mentes inquisidoras de aquellas chicas lo que lo había atraído hacia ellas.

Se preguntó por un momento cómo hubiera sido la vida si en la isla de Sorve hubiese habido una Sundria en la época en la que él estaba creciendo. ¿Qué hubiese ocurrido si se hubiera casado con ella en lugar de con Mireyl? Era una suposición que lo dejaba pasmado: décadas de estrecha relación de pareja con aquella mujer extraordinaria, en lugar de la vida solitaria y marginal que había escogido llevar. Una familia. Una continuidad profunda.

Apartó aquellos pensamientos que lo distraían. Fantasías inútiles, eso eran; él y Sundria habían crecido a miles de kilómetros y muchos años de distancia. E incluso en el caso de que las cosas hubieran sido diferentes, cualquier continuidad que hubiesen conseguido crear en Sorve se habría hecho añicos de todas formas con la expulsión. Todos los caminos conducían a aquel punto de exilio flotante que se balanceaba en un diminuto barco en medio del mar Vacío.

La mente inquisitiva de Sundria la había llevado finalmente a un gran escándalo. Tenía poco más de veinte años; su padre era aún el alcalde y ella vivía sola en los suburbios de la comunidad humana de Jamsilaine, pasando entre los Moradores todo el tiempo que éstos le permitían.

—Se trataba de un reto intelectual. Yo quería aprender del mundo todo lo que pudiera; comprender este mundo implicaba comprender a los Moradores. Aquí estaba ocurriendo algo; yo estaba segura de eso. Algo que ninguno de nosotros veía.

Adquirió fluidez en su idioma, lo que aparentemente no era una habilidad común en Jamsilaine. Su padre la nombró embajadora de la isla ante los Moradores: todos los contactos con ellos eran hechos a través de la muchacha. Pasaba tanto tiempo en el poblado de los gillies, en el extremo sur de la isla, como en su propia comunidad. La mayoría de la gente sólo toleraba su presencia, como solían hacer los Moradores; otros eran hostiles de manera franca, como a menudo eran los Moradores; pero había unos pocos que parecían casi cordiales. Sundria sentía que estaba comenzando a conocer a algunos Moradores como individuos reales, no meramente como las criaturas alienígenas indiferenciadas, ominosas, grandes y pesadas que a la mayoría de los humanos les parecía que eran.

—Ése fue mi error, y el de ellos: el hacernos demasiado íntimos. Yo presumía de esa intimidad. Recordé algunas cosas que había visto cuando era niña, cuando Thomas y yo nos deslizábamos hasta sitios a los que no deberíamos haber ido. Hice preguntas y obtuve respuestas evasivas. Respuestas atormentadoras. Decidí que tenía que volver a acercarme a hurtadillas.

Fuera lo que fuese lo que Sundria había visto en las cámaras secretas de los gillies, parecía ser incapaz de comunicarle su naturaleza a Lawler. Quizá era reservada para con él, o quizá simplemente no había visto lo bastante como para comprender nada. Se refirió vagamente a ceremonias, comuniones, rituales, misterios; pero la vaguedad de sus descripciones parecía estar centrada en sus propias percepciones, no en su falta de voluntad de compartir con él lo que sabía.

—Regresé al mismo lugar por el que me había deslizado años antes con Thomas, pero esta vez me descubrieron. Pensé que iban a matarme; en cambio me llevaron ante mi padre y le pidieron a él que me matara. Él les prometió que me ahogaría, y ellos parecieron aceptar su palabra. Salimos en el bote de pesca y yo salté por la borda; pero él había arreglado las cosas para que un bote de Simbalimak me recogiera en la parte trasera de la isla. Tuve que nadar durante tres horas para llegar hasta allí. No regresé nunca a Jamsilaine, y nunca volví a ver a mi padre ni a hablar con él.

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