Robert Silverberg - La Faz de las Aguas

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil.
es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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—No.

—Bien, ¿y qué estás dispuesto a hacer para cambiar las cosas?

—¿Es que hay algo que podamos hacer?

—Te he hecho una pregunta; no esperaba que me respondieras con otra.

—Estáis planeando un motín, ¿verdad?

—¿He dicho yo eso? No recuerdo haberlo dicho, doctor.

—Un sordo podría haberte oído decirlo.

—Un motín —dijo Henders—. Bien, entonces, ¿qué ocurriría si algunos de nosotros intentaran jugar un papel activo en la decisión de qué camino debe seguir el barco? ¿Qué dirías tú si eso ocurriera? ¿Qué harías?

—Es una idea malísima, Dann.

—¿Lo crees así, doctor?

—Hubo un momento en el que yo estaba tan ansioso como vosotros por conseguir que Delagard hiciera volver el barco. Dag lo sabe; hablé con él al respecto. «Tenemos que detener a Delagard», le dije. ¿Lo recuerdas, Dag? Pero eso fue antes de que la Ola nos trajera en volandas hasta aquí. Desde entonces he tenido mucho tiempo para pensar en el asunto, y he cambiado de opinión.

—¿Porqué?

—Por tres razones. Una es que éste es el barco de Delagard, para bien o mal, y no me gusta mucho la idea de quitárselo. Es una cuestión moral, podría decirse. Podrías justificarlo sobre la base de que está arriesgando nuestras vidas sin nuestro consentimiento, supongo; pero incluso así, no creo que sea una idea inteligente. Delagard es muy taimado. Demasiado peligroso. Demasiado fuerte. Está constantemente en guardia. Y muchos de los otros que están a bordo le son leales o le tienen miedo, lo cual viene a ser lo mismo a nivel práctico. Ellos no nos ayudarían; lo más probable es que lo ayudaran a él. Intenta hacerle alguna jugada rara y lo más probable es que acabes lamentándolo.

La expresión de Henders era glacial.

—Dijiste que tenías tres razones. Nos has dado dos.

—La tercera es el asunto del que Onyos hablaba el otro día —dijo Lawler—. Incluso en el caso de que nos apoderáramos del barco, ¿cómo harías que nos llevara de vuelta al mar Natal? Seamos realistas: no hay viento, y nos estamos quedando sin comida y sin agua a una velocidad mayor de la que quiero pensar. A menos que podamos captar un viento oeste, lo mejor que podemos hacer en este momento es continuar hacia la Faz con la esperanza de poder aprovisionarnos cuando lleguemos allí.

Henders le dirigió al cartógrafo una mirada interrogativa.

—¿Sigues pensando de la misma forma, Onyos?

—Estamos bastante adentrados ya, es cierto; y actualmente parece que estamos en calma la mayor parte del tiempo. Así que supongo que no tenemos realmente más alternativa que la de continuar nuestro rumbo actual.

—¿Es ésa tu opinión? —preguntó Henders.

—Supongo que sí —respondió Felk.

—¿Continuar siguiendo a un lunático que nos lleva hacia un sitio del que no sabemos absolutamente nada? ¿Un sitio que muy probablemente está lleno de toda clase de peligros que no podemos imaginar?

—A mí no me gusta eso más que a ti; pero, como dice el doctor, es necesario ser realista. Por supuesto, si cambiara el viento…

—Exacto, Onyos. O si bajaran ángeles de los cielos y nos trajeran un poco de agua fresca…

En la pequeña cabina atestada se hizo un largo y espinoso silencio. Al final, Henders levantó la vista.

—Muy bien, doctor. No estamos logrando nada, y no quiero ocuparte más tiempo. Queríamos invitarte a tomar una copa entre amigos, pero me doy cuenta de que estás muy cansado. Buenas noches, doctor. Que duermas bien.

—¿Vas a intentarlo, Dann?

—No veo que eso te importe ni en un sentido ni en otro, doctor.

—Muy bien —dijo Lawler—. Buenas noches.

—Onyos, ¿te importaría quedarte conmigo un rato más? —preguntó Henders.

—Como tú quieras, Dann —respondió Felk; parecía dispuesto a dejarse convencer.

Son un hato de estúpidos, pensó Lawler mientras se dirigía a su camarote. Estaban jugando a los motines, pero dudaba mucho que de todo aquello saliera algo concreto. Felk y Tharp eran cobardes, y Henders no podía enfrentarse solo con Delagard. Al final no harían nada y el barco continuaría su rumbo hacia la Faz. Ése parecía el resultado más probable de todos aquellos planes y esquemas.

En algún momento de la noche, Lawler oyó ruidos que provenían de arriba, gritos, golpes muy fuertes, el sonido de pies que corrían por la cubierta. Le llegó un alarido iracundo amortiguado por las tablas de la cubierta que estaban encima de él, pero que, sin embargo, era un claro grito de furia, y supo que se había equivocado. Lo estaban haciendo, a pesar de todo. Se sentó, parpadeando. Sin tomarse la molestia de vestirse, se levantó, recorrió el pasillo y subió la escalerilla.

Ya casi estaba amaneciendo. El cielo era de un color negro grisáceo; la Cruz estaba baja sobre el horizonte, suspendida de aquella forma extrañamente torcida característica de las latitudes en las que se hallaban. En la cubierta se estaba desarrollando un extraño drama, cerca de la escotilla delantera. ¿O se trataba de una farsa?

Dos figuras frenéticas se perseguían en torno a la escotilla abierta, chillando y gesticulando mientras corrían. Pasado un momento, Lawler consiguió enfocar los ojos borrosos por el sueño y vio que se trataba de Henders y Delagard. Henders era el perseguidor y Delagard el que huía.

Henders usaba uno de los arpones de Kinverson a modo de lanza. Mientras perseguía a Delagard en torno al perímetro de la escotilla, pinchaba el aire con el arma una y otra vez, con la clara intención de clavarla en la espalda del dueño del barco. Ya le había asestado al menos una estocada: Delagard tenía la camisa rasgada, y Lawler vio que una línea de sangre atravesaba la tela cerca del hombro derecho, como una hebra roja cosida en la trama. Se ensanchaba a cada minuto que pasaba.

Pero Henders lo estaba haciendo todo él solo. Dag Tharp estaba cerca de la barandilla, con los ojos fuera de las órbitas y tan inmóvil como una estatua. Onyos Felk estaba cerca de él. En la arboladura se hallaban Leo Martello y Pilya Braun, también congelados y con expresión de asombro y horror en sus rostros.

—¡Dag! —gritó Henders—. Por el amor de Dios, Dag, ¿dónde estás? Échame una mano con él, ¿quieres?

—Estoy aquí… aquí… —susurró el operador de radio con un tono bajo y ronco, que apenas podía ser oído a cinco metros de distancia. Permaneció donde estaba.

—Por el amor de Dios —repitió Henders, asqueado.

Blandió un puño en dirección a Tharp y saltó salvajemente hacia Delagard en un frenético intento de asestarle una estocada. Pero Delagard consiguió, aunque por muy poco, esquivar la afilada punta del arpón. Miró por encima de su hombro, maldiciendo. La cara le brillaba de sudor; tenía los ojos llameantes y brillantes de furia.

Al pasar cerca del trinquete en aquella frenética lucha circular, Delagard levantó la vista y le gritó con tono de urgencia a Pilya, que estaba en la verga por encima de él:

—¡Ayúdame! ¡Rápido! ¡Tu cuchillo!

Rápidamente, Pilya se quitó el afilado cuchillo de hueso que llevaba siempre en torno a la cintura y se lo arrojó a Delagard, con funda y todo, cuando éste pasó por debajo. El lo cogió al vuelo con un violento golpe de mano, sacó el cuchillo y lo empuñó con todas sus fuerzas. Entonces se volvió en redondo y caminó a zancadas directamente hacia el asombrado Henders, que corría tras él a paso demasiado vivo como para detenerse. Henders chocó de lleno con él. Delagard apartó el largo arpón con un movimiento fuerte y brusco del antebrazo y se metió por debajo de él, mientras subía el otro brazo y hundía la hoja hasta la empuñadura en la garganta de Henders.

Henders gruñó y levantó los brazos. Parecía asombrado. El arpón salió despedido hacia un lado. Delagard, abrazando ahora a Henders como si fueran amantes, apoyó firmemente su otra mano sobre la nuca del ingeniero y con horrible ternura lo mantuvo erguido contra sí con la hoja del cuchillo firmemente clavada.

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