Los ojos de Henders, desmesuradamente abiertos y fuera de las órbitas, brillaban como lunas llenas en el cielo gris del alba. Dejó escapar un sonido gorgoteante y escupió un oscuro chorro de sangre. La lengua le asomó por la boca, hinchada y cubierta de venas. Delagard lo mantenía erguido y apretaba fuertemente.
Lawler encontró finalmente su voz.
—Nid… Dios mío, Nid, qué has hecho…
—¿Quieres ser el siguiente, doctor? —preguntó tranquilamente Delagard.
Retiró la hoja, imprimiéndole un giro salvaje al sacarla, y retrocedió un paso. El rostro de Henders se había vuelto negro. De la herida manó un torrente de sangre. Dio un paso tembloroso, y otro más, como un sonámbulo; en sus ojos aún brillaba la expresión de asombro. Luego se tambaleó y se desplomó. Lawler sabía que estaba muerto antes de tocar la cubierta.
Pilya bajó de la arboladura. Delagard le arrojó el cuchillo, que cayó a los pies de la muchacha.
—Gracias —dijo despreocupadamente—. Te debo una.
Delagard recogió el cuerpo muerto de Henders, pasando un brazo por debajo de sus hombros y el otro por debajo de las piernas, caminó rápidamente hasta la barandilla, levantó el cuerpo por encima de su cabeza como si no pesara nada y lo arrojó por la borda. Tharp no se había movido durante todo aquel tiempo. Delagard se acercó a él y lo abofeteó con la fuerza suficiente como para arrancarle el rostro.
—Eres un cobarde hijo de puta, Dag —le dijo Delagard—. No has tenido ni siquiera las agallas suficientes corno para continuar con tu propio complot. Debería arrojarte también a ti por la borda, pero no vale la pena que me tome ese trabajo.
—Nid… por el amor de Dios, Nid…
—Cierra la boca. Quítate de mi vista —Delagard se volvió en redondo y miró a Felk con ferocidad—. ¿Y tú qué, Onyos? ¿Eres también parte de esto?
—¡Yo no, Nid! ¡Yo sería incapaz! ¡Tú lo sabes!
—¡Yo no, Nid! —lo imitó salvajemente Delagard—. ¡Chupapollas! Hubieras tomado parte si hubieras tenido las agallas. Cobarde desde el principio. ¿Y tú qué, Lawler? ¿Vas a coserme, o también eres parte de esta jodida conspiración? Ni siquiera estabas aquí. ¿Qué hiciste, quedarte dormido en el día de tu motín?
—Yo no formaba parte de esto —dijo Lawler con calma—. Era una idea estúpida y eso fue lo que les dije.
—¿Tú lo sabías y no me avisaste?
—Así es, Nid.
—Si no eres parte del motín, tu obligación es notificarle al capitán lo que está ocurriendo. Es la ley del mar. Tú no lo hiciste.
—Así es, Nid —repitió Lawler—. No lo hice.
Delagard lo meditó durante un momento. Luego se encogió de hombros y asintió.
—Muy bien, doctor. Creo que te comprendo —miró a su alrededor—. Que alguien limpie la cubierta; odio los barcos sucios —le hizo un gesto a Felk, que parecía aturdido—. Onyos, coge el timón, ya que pareces estar despierto. Yo tengo que hacerme curar este corte. Vamos, doctor; creo que puedo confiar en ti para que me cosas la herida.
A mediodía se levantó viento de un momento para otro, como si la muerte de Henders hubiese sido un sacrificio a los dioses que regían Hydros. En la vasta quietud de la larga calma aparecieron abruptamente los profundos rugidos de las ráfagas. Habían viajado a través de una larga distancia —desde el polo, en realidad—; un fuerte soplo del sur, frío y seco.
El mar se picó. El barco, inmóvil durante tanto tiempo, cayó en el seno de una ola, se inclinó hacia atrás y volvió a caer en el de otra. Luego el cielo se oscureció de una forma tan repentina que era casi alarmante. El viento traía lluvia.
—¡Cubos! —aulló Delagard—. ¡Barriles!
Nadie necesitaba que se lo pidieran. La guardia que estaba descansando se despertó al instante y el barco se llenó de manos activas. Todo aquello que podía recoger agua fue sacado a cubierta, no simplemente los habituales barriles, jarras y potes, sino además telas y mantas, cualquier cosa que fuese absorbente y pudiera ser exprimida después de la tormenta. Habían pasado semanas desde la última precipitación; podían pasar semanas hasta la siguiente.
La lluvia fue una distracción que suavizó el horror producido por el abortado motín de Henders y su violenta muerte. Lawler agradeció aquello. Desnudo en la lluvia fresca, corría de un lado a otro como todos los demás, para vaciar los recipientes más pequeños en los contenedores de almacenamiento. La escena de pesadilla de la cubierta lo había afectado de una forma completamente inesperada, despojándolo de algunas de las capas de sus duramente adquiridas defensas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez en la que se había sentido tan inocente e inexperto como ahora. Los vómitos de sangre, la carne desgarrada, incluso la muerte repentina eran para él cosas de cada día, parte de la rutina profesional. Estaba acostumbrado a todo eso; lo miraba con cierta indiferencia. Pero ¿matar a alguien?
Nunca antes había visto un asesinato. Nunca había imaginado siquiera la posibilidad de que ocurriera. A pesar de todo el envalentonado parloteo de Dag Tharp durante las últimas dos semanas, acerca de tirar a Delagard por la borda, Lawler no podía creer que un hombre sería realmente capaz de quitarle la vida a otro. No cabía duda de que Delagard había matado a Henders en defensa propia; pero lo había hecho fría, flemática y despiadadamente. Lawler se sentía humillantemente ingenuo al enfrentarse con aquella desagradable realidad. El inteligente y viejo doctor Lawler, el hombre que lo había visto todo, ¿temblando hasta las suelas de los zapatos por un poco de violencia arcaica? Era absurdo, y sin embargo real. Le había causado un intenso impacto. Había sido un espectáculo demoledor.
Arcaico era la palabra adecuada para aquello. La eficacia e indiferencia con que Delagard se había librado de su perseguidor era medieval, si no propiamente prehistórica: una mano se había levantado desde el pasado en sombras, un oscuro acto del primitivo amanecer de la Humanidad había vuelto a representarse en la cubierta del Reina de Hydros aquella mañana. Difícilmente Lawler se hubiera sorprendido más si la Tierra misma hubiese aparecido suspendida en el cielo, colgando justo encima de los mástiles y chorreando sangre de todos sus continentes hormigueantes de vida. Más aún cuando habían pasado todos aquellos siglos de civilización. Más aún cuando todos tenían el firme convencimiento de que todas esas pasiones antiguas se habían extinguido por completo, que la especie había evolucionado y se había alejado de ese tipo de violencia cruda y sanguinaria.
La tormenta de lluvia fue una distracción bien recibida, sí, además de una fuente de agua muy necesaria. Lavó la cubierta de las manchas del pecado. Lo que había ocurrido aquel día era algo que Lawler prefería olvidar tan rápidamente como pudiera.
Por la noche lo visitaron sueños turbadores, sueños que no estaban llenos de asesinatos sino de poderosas pasiones eróticas.
Las siluetas en sombras de unas mujeres bailaban en su torno mientras dormía: mujeres sin rostro, meros cuerpos que hacían cabriolas, receptáculos genéricos del deseo. Podrían haber sido cualquiera: anónimas, misteriosas, pura esencia femenina sin identidad específica, sólo tabletas en blanco, nada más; una procesión de pechos que se balanceaban, caderas anchas, culos rellenos, triángulos púbicos densos. A veces le parecía que la danza estaba compuesta por pechos solos, sin cuerpo, o por una sucesión interminable de muslos que se separaban, o por labios húmedos y brillantes. O por dedos que se contoneaban, o lenguas que salían y entraban rítmicamente.
Se agitaba inquieto; se elevaba a veces hacia la vigilia pero siempre volvía a caer en el sueño, que le traía nuevas agitaciones de sensualidad fervorosa. Su cama estaba rodeada por nubes de mujeres de ojos entrecerrados y mirada lasciva, fosas nasales dilatadas y cuerpos desnudos. Ahora los cuerpos tenían rostros, los rostros de las mujeres de Sorve a quienes había conocido y amado y casi olvidado. Una legión de ellas. Todas las aventuras de su atareada juventud volvían a la vida y lo rodeaban: rostros aún no formados de las adolescentes, rostros impúdicos de mujeres mayores que coqueteaban con un cuerpo que tenía la mitad de su propia edad, rostros tensos de mirada aguda, propios de mujeres poseídas por un amor que sabían fútil. Una por una pasearon al alcance de su mano, le dejaron que las tocara, le permitieron estrecharlas y luego se desvanecieron en humo para ser reemplazadas casi inmediatamente por otra. Sundria… Anya Braun… Boda Thalheim, cuando aún no era la hermana Boda… Mariam Sawtelle… Mireyl… Sundria nuevamente… Meela… Moira… Sundria… Sundria… Anya… Mireyl… Sundria…
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