Robert Silverberg - La Faz de las Aguas

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil.
es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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Delagard gritó órdenes para cambiar de rumbo; el Reina se apartó tan rápidamente como pudo del enemigo que tenía a su lado. Todos los que no eran necesarios para hacer girar las velas fueron enviados arriba para defenderlas. Lawler andaba por la arboladura junto con los demás, golpeando a las pequeñas chispas a medida que se acercaban hacia las velas, arrancando a las que ya habían conseguido adherirse a ellas. El calor era poco, pero persistente: la constante calidez que desprendían mientras estaban pegadas a la tela era lo que provocaba la ignición. Lawler vio zonas chamuscadas de las que habían sido arrancadas a tiempo, otras en las que la luz de las estrellas brillaba a través de pequeños agujeros que había en la vela, y en lo más alto de la gavia del trinquete… una lengua de llamas escarlata coronada por una negra columna de humo, donde la tela estaba ardiendo.

Kinverson subía rápidamente hacia la zona en llamas; llegó al sitio y comenzó a apretar las manos contra la zona encendida para sofocar el fuego. Las brillantes llamitas desaparecieron una a una en sus manos como por arte de magia. En cuestión de minutos no se vieron más que brasas; y luego también ellas fueron apagadas. La luciérnaga que había comenzado el incendio ya se había marchado: cuando se había quemado toda la tela que la rodeaba había caído sobre la cubierta, pero dejando detrás de sí un agujero del tamaño de una cabeza.

El barco embolsó el viento en las velas y se desplazó rápidamente hacia el suroeste. Su desgarbado enemigo —incapaz de viajar a la misma velocidad— fue dejado atrás muy pronto, pero sus bonitos retoños, sus delicadas luciérnagas voladoras, continuaron cabalgando en el viento. Aunque su cantidad mermaba progresivamente, amaneció antes de que Delagard supusiera que estaban lo suficientemente a salvo como para que los defensores descendieran de la arboladura.

Sundria pasó los tres días siguientes remendando las velas, con la ayuda ocasional de Kinverson, Pilya y Neyana. El barco no avanzó en absoluto mientras los mástiles estuvieron desnudos. El aire estaba quieto; el sol era desagradablemente fuerte; el mar calmo. A veces una aleta asomaba destellante en la distancia, fuera del agua.

Lawler tenía ahora la sensación de que estaban bajo constante vigilancia. Calculó que le quedaba suficiente alga insensibilizadora para una semana, en el mejor de los casos. Otra criatura a la deriva, no tan gigantesca, ni tan repelente, ni tan hostil como la anterior, pasó junto a ellos: se trataba de una cosa ovoide y sin rasgos, perfectamente lisa, de un precioso color esmeralda y que brillaba con una radiante luminosidad. Sólo la mitad de su cuerpo sobresalía de la superficie, pero el mar estaba tan transparente que podía verse fácilmente la brillante mitad sumergida. Aquella cosa tenía quizá unos veinte metros de diámetro, y unos quince metros de largo desde el extremo sumergido hasta la redondeada cima.

Delagard, nervioso y preparado para cualquier cosa, alineó a toda la tripulación en el flanco del barco y los armó con arpones, pero el ovoide pasó flotando de largo, tan inofensivo como una fruta. Quizá no fuese más que eso. Otros dos pasaron junto al barco en diferentes momentos del mismo día. La primera era más esférica y la segunda más alargada, pero por lo demás parecían pertenecer a la misma especie. No parecieron fijarse en el Reina. Lo que aquellos ovoides necesitaban, supuso Lawler, eran grandes ojos brillantes para mirar mejor al barco al pasar; pero sus rostros eran ciegos, lisos, misteriosos, enloquecedoramente suaves. Tenían un curioso aire de solemnidad, una gravedad calma y sólida. El padre Quillan dijo que le recordaban a un obispo que había conocido una vez; y luego tuvo que explicar lo que era un obispo.

Después de los ovoides vinieron unos peces voladores. No se trataba de los elegantes e iridiscentes jinetes aéreos del mar Natal, ni de los monstruosos peces bruja del océano profundo. Eran criaturas lustrosas de aspecto delicado que medían unos quince centímetros de largo; unas finísimas alas llenas de gracia los elevaban hasta alturas sorprendentes. Podía vérselos a lo lejos, saltando casi verticalmente fuera del agua, y volando a través de distancias increíbles antes de calar y sumergirse en el océano sin salpicar siquiera. Momentos después volvían a estar en el aire; subían y bajaban, acercándose más al barco con cada ciclo hasta que estuvieron junto a la popa del lado de estribor.

Aquellos peces voladores no parecían más peligrosos que los enormes ovoides del día anterior. Volaban a una altura tal que no habría riesgo de colisionar con ellos en cubierta, por lo que no había necesidad de agacharse y esconderse como con los peces bruja. Eran tan hermosos, destellando luminosamente contra la brillante cúpula dura del cielo, que casi la totalidad de la tripulación salió a contemplar su paso.

Sus cuerpos eran prácticamente transparentes. Se distinguía la forma de sus finísimos huesos, sus redondos y palpitantes estómagos de color violeta rojizo y sus venas como hebras azules cuando pasaban rápidamente por el aire. Sus ojos color rojo sangre estaban delicadamente facetados, y destellaban cuando se reflejaba en ellos la luz.

Hermosos, sí. Pero al pasar por encima del barco, dejaron caer una extraña lluvia, una lluvia resplandeciente de gotas oscuras, lustrosas y corrosivas que quemaban todo aquello que tocaban. Durante los primeros momentos nadie se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Los primeros escozores de las secreciones de los peces fueron una molestia apenas perceptible, pero el dolor era acumulativo: el ácido se abría camino hacia dentro, y lo que había sido un pinchazo suave se convertía rápidamente en agonía.

Lawler, de pie a la sombra del trinquete, se protegía contra lo peor del bombardeo. Una de las secreciones lo alcanzó en el antebrazo, aunque no lo suficiente como para provocar más que un entrecejo fruncido. Pero luego vio que sobre la pulida madera amarillenta de la cubierta comenzaban a aparecer unas manchas oscuras a poca distancia de él, levantó la vista y vio a sus compañeros de tripulación aullando y cabriolando, sacudiéndose los brazos, frotándose las mejillas.

—¡Id abajo! —gritó—. ¡Poneos a cubierto! ¡Proceden de esos peces voladores!

Los seres voladores ya habían acabado de pasar por encima del barco y se habían alejado, pero una segunda oleada comenzaba a salir del mar por estribor. La totalidad del asedio duró casi una hora; fueron media docena de escuadrillas en total. Posteriormente las víctimas se alinearon unas junto a otras en la enfermería de Lawler, para que les tratara las quemaduras.

Sundria, que estaba en la arboladura cuando llegaron los peces voladores, fue la última en llegar. No llevaba nada puesto excepto una tira de tela en torno a la cintura, y ahora se le estaban levantando ampollas por todo el cuerpo. En silencio, Lawler la untó con ungüento. Ella se erguía desnuda ante él, mientras sus manos se desplazaban por la piel quemada, frotando el pastiche alrededor de los pezones, a lo largo de los muslos, por la entrepierna hasta apenas un suspiro de distancia de sus genitales. No habían hecho el amor desde un tiempo antes de la noche de la lapa, pero Lawler no sintió que se agitara dentro de él deseo alguno, por más que ahora la tocaba incluso en las zonas más íntimas.

Sundria también lo advirtió. Lawler podía sentir cómo se tensaban los músculos de ella bajo sus dedos. Se estaba irguiendo, tensa, llena de enojo.

—Me estás tratando como a un trozo de carne, Val —dijo finalmente.

—Soy un médico que trata de curar a un paciente con un montón de feas quemaduras por toda la piel.

—¿Es eso lo único que soy para ti?

—En este preciso momento, sí. ¿Crees que es una buena idea que un doctor comience a jadear cada vez que toca un cuerpo hermoso?

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