Robert Silverberg - La Faz de las Aguas

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La Faz de las Aguas: краткое содержание, описание и аннотация

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil.
es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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Kinverson ya estaba en cubierta, junto a la grúa, y Lawler vio a Delagard a popa, con las piernas separadas e inmóvil, estupefacto por la conmoción. Parecía haber echado raíces en la cubierta; era como si hubiese permanecido en aquel sitio durante todo el tiempo en que el barco fue sacudido por la zarpa de la Ola. Más allá de él, a estribor, estaba Onyos Felk, que se erguía de la misma forma pasmada e inmóvil.

Uno a uno, los demás comenzaban a abandonar sus escondites: Neyana Golghoz, Dann Henders, Leo Martello, Pilya Braun. Luego aparecieron Gharkid, que cojeaba ligeramente a causa de algún accidente sufrido durante el suceso, Lis Niklaus y el padre Quillan. Se movían con precaución, arrastrando los pies como sonámbulos, asegurándose de modo vacilante de que el barco continuaba intacto, tocando las barandillas, la fijación de los mástiles, el techo del castillo de proa. El único que faltaba era Dag Tharp. Lawler dio por supuesto que había permanecido bajo cubierta para intentar establecer contacto por radio con los otros barcos.

¿Los otros barcos? No se los veía por ninguna parte.

—Mira qué calmo está —dijo suavemente Sundria.

—Calmo, sí. Y vacío.

Tenía el aspecto que debió tener el mundo durante el primer día de la Creación. En todas direcciones se extendía un mar monótono, azul grisáceo y tranquilo, sin una sola onda, sin siquiera una ola, sin espuma, sin la más ligera ondulación: una nada plácida y horizontal. El paso de la Ola lo había despojado de toda su energía.

También el cielo estaba liso, gris y casi vacío. En el oeste distante flotaba una sola nube baja, con el sol poniéndose detrás de ella. Desde el este surgía una luz pálida. No quedaba ni rastro de la tempestad que había precedido a la Ola. Se había desvanecido tan completamente como la Ola misma.

¿Y los otros barcos?

Lawler caminó lentamente de un lado a otro y luego recorrió el camino inverso. Sus ojos recorrieron las aguas en busca de algún presagio: tablas que flotaran a la deriva, fragmentos de vela, ropas dispersas por la superficie, incluso nadadores que lucharan por su vida. No vio nada.

En ocasión de la primera tormenta, el vendaval de tres días, tampoco el mar mostraba ningún otro barco. Aquella vez, la flota había sido meramente esparcida por los vientos, y al cabo de algunas horas volvió a reunirse. Lawler temía que ahora las cosas serían diferentes.

—Allí está Dag —murmuró Sundria—. ¡Dios mío, mírale la cara!

Tharp salía en aquel momento por la escotilla trasera; estaba pálido, tenía la mirada inexpresiva, la mandíbula floja, los hombros caídos y los brazos colgándole laxamente a los lados. Delagard interrumpió su éxtasis, se volvió y preguntó con voz cortante:

—¿Y bien? ¿Qué noticias hay?

—Nada. No hay noticias —la voz de Tharp era un susurro hueco—. Ni un sonido. Lo he intentado e intentado. Adelante, Diosa, adelante, Estrella, adelante, Lunas, adelante, Cruz. Aquí el Reina. Adelante. Adelante. Adelante —parecía medio enloquecido—. Ni un sonido. Nada.

El rostro de anchas mandíbulas de Delagard estaba apesadumbrado. Se le aflojaron los músculos.

—¿Ninguno de ellos?

—Nada, Nid. No van a responder. No están allí.

—Tu radio no funciona.

—He captado islas. Hablé con Kentrup. Hablé con Kaggeram. Era una Ola muy mala, Nid, realmente mala.

—Pero mis barcos…

—Nada.

—¡Mis barcos, Dag!

Los ojos de Delagard adquirieron una expresión enloquecida. Cargó como si tuviera la intención de coger a Tharp por los hombros y sacudirlo para obtener noticias mejores. Kinverson apareció de la nada, se interpuso entre ellos, cogió a Delagard y lo sujetó mientras éste temblaba y se estremecía.

—Vuelve abajo —le ordenó Delagard al operador de radio—. Inténtalo otra vez.

—Es inútil —respondió Tharp.

—¡Mis barcos! ¡Mis barcos! —Delagard se volvió en redondo y corrió hasta la barandilla. Durante un momento sobrecogedor, Lawler pensó que iba a arrojarse por la borda. Pero lo que quería era simplemente golpear algo. Convirtió sus puños en cachiporras y aporreó la barandilla una y otra vez, asestando los golpes con una fuerza tan pasmosa que medio metro de la barandilla se abolló, dobló y desplomó bajo los impactos—. ¡Mis barcos! —aulló de nuevo Delagard.

Lawler sintió que él mismo comenzaba a estremecerse. Los barcos, sí, y todos los que estaban a bordo de ellos. Se volvió hacia Sundria y vio compasión en sus ojos. Ella sabía qué clase de dolor sentía él, pero ¿cómo era realmente posible que lo entendiera?

Para aquella mujer, habían sido todos extraños. Para él, en cambio, representaban todo su pasado: la substancia de su vida, para mejor o peor. Nicko Thalheim; Sandor, el anciano padre de Nicko; Bamber Cadrell, los Sweyner, los Tanamind, Brondo, las pobres y locas hermanas, Volkin, Yáñez, Stayvol, todos ellos, todos aquellos a los que había conocido en su vida; todo, su infancia, su juventud, su historia de hombre adulto, los custodios de los recuerdos compartidos durante una vida, todos ellos barridos con un solo gesto. ¿Cómo podía ella comprenderlo? ¿Había formado alguna vez parte de una comunidad establecida desde hacía mucho tiempo? ¿Alguna vez? Se había marchado de su isla natal sin pensárselo dos veces, y había vagado de un sitio a otro sin mirar nunca atrás. Uno no podía saber cómo era perder lo que uno nunca había tenido.

—Val… —dijo ella, suavemente.

—Estoy bien, ¿de acuerdo?

—Si al menos pudiera ayudarte de alguna manera…

—Pero no puedes —respondió Lawler.

Descendía la oscuridad. La Cruz comenzaba a remontarse en el cielo y colgaba en un ángulo curioso, extrañamente ladeado, inclinada de suroeste a noreste. No había viento. El Reina de Hydros se deslizaba lánguidamente por el mar calmo. Todos continuaban en el puente. Nadie se había molestado en volver a aparejar las velas, aunque ya hacía horas que había pasado la Ola; pero apenas importaba en aquella quietud, en aquellas aguas completamente quietas.

Delagard se volvió hacia Onyos Felk.

—¿Dónde crees que estamos? —le preguntó con voz exánime.

—¿Quieres que te lo diga sólo por medio de la barquilla y la corredera o quieres que lo calcule con mis instrumentos de observación celeste?

—Haz sólo una jodida conjetura, Onyos.

—En el mar Vacío.

—Eso puedo calcularlo por mí mismo. Dame la longitud.

—¿Crees que soy un mago, Nid?

—Creo que eres un idiota picajoso. Pero al menos puedes darme la longitud. Mira la jodida Cruz.

—Ya la veo, la jodida Cruz —dijo Felk, cáusticamente—. Me dice que estamos al sur del ecuador y mucho más al oeste de lo que estábamos cuando nos cogió la Ola. Si quieres algo más preciso, déjame bajar a ver si encuentro mis instrumentos.

—¿Mucho más al oeste? —preguntó Delagard.

—Mucho. Muchísimo más. Realmente hemos recorrido una larga distancia.

Lawler observó el cielo —aunque comprendía muy poco— mientras Felk, después de rebuscar durante largo rato entre el caos que había bajo cubierta, salió con los instrumentos de su oficio; los toscos, los rústicos instrumentos que probablemente hubieran hecho reír entre dientes con condescendencia a un marinero de la Tierra del siglo XVI. Trabajaba silenciosamente, murmurando para sí de vez en cuando mientras fijaba la posición de la Cruz, meditaba y volvía a fijarla. Pasado un rato, Felk miró a Delagard.

—Estamos mucho más al norte de lo que quiero creer —dijo.

—¿Cuál es nuestra posición?

Felk se lo dijo. Delagard pareció sorprendido. Bajó por la escalerilla y permaneció ausente un largo rato, tras el cual regresó con la carta de navegación. Lawler se aproximó más mientras Delagard descendía con un dedo por la línea de longitud.

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