—Ah. Aquí. Aquí.
—¿Puedes ver lo que está señalando? —preguntó Sundria, detrás de Lawler.
—Estamos en el corazón del mar Vacío. Estamos tan cerca de la Faz de las Aguas como lo estamos de cualquiera de las islas que hemos dejado atrás. Es el centro de la nada, sin duda, y estamos solos en él.
Muerta estaba ahora toda esperanza de convocar a los barcos, de oponer la voluntad de toda la comunidad de Sorve contra Delagard. La totalidad de ella había sido reducida a sólo trece personas. En aquel momento, todos los que estaban a bordo de la nave sobreviviente sabían cuál era el auténtico destino del viaje. A algunos, como Kinverson, como Gharkid, parecía no importarles: un destino era tan bueno como cualquier otro para hombres como ellos. Otros —Neyana, Pilya, Lis— era muy improbable que fueran a oponerse a Delagard respecto a cualquier cosa que quisiera hacer, sin importar cuan extraña fuese; y al menos uno, el padre Quillan, era el aliado confeso de Delagard en su búsqueda de la Faz.
Eso dejaba a Dag Tharp, Dann Henders, Leo Martello, Sundria y Onyos Felk.
Felk aborrecía a Delagard. Bien; uno para mi bando, se dijo Lawler. En cuando a Tharp y Henders, ya habían tenido una desavenencia con Delagard acerca de la dirección del viaje: no se encogerían ante la posibilidad de otra. Martello, sin embargo, era hombre de Delagard, y Lawler no estaba seguro de hacia dónde se decantarían sus simpatías en caso de un enfrentamiento decisivo. Incluso Sundria era una incógnita. Lawler no tenía ningún derecho de dar por supuesto que se pondría de su lado, independientemente de la intimidad que estuviera tejiéndose entre ellos. Podía perfectamente sentir curiosidad hacia la Faz, anhelar descubrir su verdadera naturaleza. Después de todo, su vocación era el estudio de la vida de los gillies.
Así que eran cuatro contra todos los demás, o seis en el mejor de los casos. Ni siquiera la mitad de la tripulación. No eran suficientes, pensó Lawler.
Comenzaba a pensar que la idea de controlar a Delagard era fútil. Delagard era una fuerza demasiado poderosa como para poder controlarla. Era como la Ola: a uno podía no gustarle el sitio al que lo llevaba, pero no había mucho que se pudiera hacer al respecto. Realmente no.
Al día siguiente de la catástrofe Delagard bullía con energía inagotable, mientras preparaba el barco para continuar el viaje. Los mástiles fueron reparados y las velas izadas. Si Delagard había sido antes un hombre impulsivo y decidido, ahora parecía completamente demoníaco, una implacable fuerza de la naturaleza. La analogía con la Ola parecía la más adecuada, pensaba Lawler. La pérdida de sus preciosos barcos parecía haber empujado a Delagard a cruzar algún umbral de la voluntad al interior de un nuevo territorio de la determinación. Furioso, rápido, sobrecargado de energía, Delagard era el centro de un torbellino de fuerza cinética que hacía que resultara imposible acercársele. «¡Haz esto! ¡Haz aquello! ¡Asegura eso! ¡Mueve aquello!» No dejaba espacio en torno de sí como para que alguien como Lawler se le acercara y dijese: «No vamos a permitir que lleves este barco al lugar que te dé la gana, Nid».
Lis Niklaus tenía nuevos cortes y moretones en la cara.
—Yo no le dije absolutamente nada —le aseguró a Lawler, mientras él la curaba—. Simplemente se volvió loco y comenzó a golpearme en cuanto entramos en el camarote.
—¿Ha ocurrido esto antes?
—No de esa manera, no. Se ha vuelto loco. Quizá pensó que yo iba a decir algo que no le gustaría. La Faz, la Faz, la Faz, es lo único en lo que puede pensar. Habla de ella en sueños. Negocia tratos, amenaza a competidores, promete maravillas… Yo qué sé.
A pesar de que era una mujer grande y sólida, parecía de pronto encogida y frágil como si Delagard estuviera absorbiéndole la vida para su propio provecho.
—Cuanto más vivo con él —comentó—, más me asusta. Uno piensa que no es más que un rico dueño de astilleros interesado sólo en beber, comer, follar y hacerse aún más rico, sabe Dios para qué; y luego te encuentras con que de vez en cuando te deja echar un vistazo a su interior y ves demonios.
—¿Demonios?
—Demonios, visiones, fantasías. No lo sé. Piensa que esa gran isla lo convertirá en un emperador de este planeta, o quizá en una especie de dios, y que todo el mundo le obedecerá, no sólo la gente como nosotros, sino también los otros isleños, incluso también los gillies; y los habitantes de otros mundos. ¿Sabes que quiere construir un puerto espacial?
—Sí —respondió Lawler—. Ya me lo ha dicho.
—Y lo hará. Ese hombre consigue lo que se propone. Nunca descansa. Nunca disminuye el ritmo. Piensa en sueños. Lo digo en serio —Lis se tocó delicadamente una zona purpúrea que tenía entre el pómulo y el ojo izquierdo—. ¿Vas a intentar detenerlo? ¿Tienes la intención?
—No estoy seguro.
—Ten cuidado. Te matará si intentas ponerte en su camino. Incluso a ti, doctor; te mataría de la misma forma que a un pez.
El mar Vacío parecía merecer su nombre. Era limpio y monótono, sin islas, sin arrecifes de coral, sin tormentas, y en su cielo apenas se veía una nube. El ardiente sol arrojaba largos rayos anaranjados sobre las límpidas ondas vidriosas del agua color azul grisáceo. El horizonte parecía estar a mil millones de kilómetros de distancia. El viento era flojo y caprichoso. Las olas de marea eran raras ahora, y pequeñas cuando las había; apenas más grandes que una ondulación sobre el seno plano del mar. El barco navegaba fácilmente por encima de ellas.
Tampoco había mucha vida marina. Kinverson arrojaba sus líneas en vano; las redes de Gharkid apenas recogían alguna alga que pudiera ser de utilidad. Ocasionalmente pasaba algún brillante cardumen de peces o podían verse criaturas de gran tamaño retozando en la distancia, pero era raro que algo se acercara lo suficiente como para apresarlo.
Las reservas existentes a bordo —los surtidos de pescado seco y algas deshidratadas— estaban disminuyendo de forma alarmante; Delagard ordenó que se redujera la ración diaria. Aparentemente sería un viaje de hambre a partir de entonces… y también de sed. No había habido tiempo de sacar los recipientes durante el fantástico aguacero que los había azotado justo antes de la llegada de la Ola. Ahora, bajo aquel sereno y despejado cielo, el nivel de los barriles disminuía cada día más.
Lawler le pidió a Onyos Felk que le enseñara en la carta el punto en el que se hallaban. El cartógrafo fue vago, como siempre, respecto a la geografía; pero señaló muy adentro del mar Vacío, casi a medio camino entre el ecuador y el supuesto emplazamiento de la Faz de las Aguas.
—¿Puede ser eso cierto? —preguntó Lawler—. ¿Es posible que hayamos llegado tan lejos?
—La Ola se movía a una velocidad increíble. Nos arrastró consigo durante todo el día; el verdadero milagro es que el barco no se haya partido en dos.
Lawler estudió la carta.
—Hemos llegado ya demasiado lejos como para volver atrás, ¿no es cierto?
—¿Quién está hablando de volver? ¿Tú? ¿Yo? Delagard no, ciertamente.
—¿Y si quisiéramos hacerlo? —preguntó Lawler—. ¿Podríamos?
—Será mejor para todos que continuemos avanzando —dijo sombríamente Felk—. No tenemos alternativa, realmente. Tenemos todo este vacío detrás. Si nos volviéramos hacia aguas conocidas, probablemente moriríamos de hambre antes de llegar a cualquier parte útil. Casi la única probabilidad que tenemos ahora es la de intentar encontrar la Faz. Puede que allí encontremos comida y agua.
—¿Tú lo crees así?
—¿Y yo qué sé? —fue la respuesta de Felk.
—¿Tienes un minuto, doctor? —preguntó Leo Martello—. Quiero enseñarte algo.
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