Recorrí un rato la ciudad, y luego devolví el coche a la oficina regional apropiada y seguí a pie hasta la residencia del primer comisionado comensal del distrito de Vías de Entrada y Puertos. Nunca había sabido bien si la invitación era un pedido o una orden cortés. Nusud. Yo había llegado a Orgoreyn para hablar en nombre de los ecúmenos, y tanto valía estar aquí como en cualquier otra parte.
Las ideas que yo tenía acerca de la flema y la ecuanimidad de los orgotas me las estropeó bastante el comisionado Shusgis, quien se me acercó sonriendo y gritando, me tomó las dos manos en un ademán que los karhíderos reservan para los momentos de intensa emoción personal, me sacudió los brazos hacia arriba y abajo como si tratara de provocar la aparición de una chispa que me encendiera el motor, y aulló una bienvenida al Embajador del Ecumen de los Mundos Conocidos al planeta Gueden.
Esto fue una sorpresa, pues ninguno de los doce o catorce inspectores que habían estudiado mis papeles mostró alguna vez señal de haber reconocido mi nombre o los términos Enviado o Ecumen, que habían sido al menos vagamente familiares para casi todos los karhíderos. Decidí que Karhide había impedido de algún modo que se me mencionara en las estaciones de radio orgotas, guardándome como un secreto nacional.
—No embajador, señor Shusgis. Sólo un enviado.
—Futuro embajador, entonces. ¡Sí, por Meshe! —Shusgis, un hombre sólido, de sonrisa perenne, me miró de arriba abajo y rió de nuevo. —¡No es usted como yo esperaba, señor Ai! Nada parecido. Alto como un farol, me dijeron, delgado como un conductor de trineos, negro como el hollín, y de ojos oblicuos. Un ogro de los hielos yo esperaba, ¡un monstruo! Nada de eso. Sólo que es usted más oscuro que la mayoría de nosotros.
—Color de tierra —dije.
—¿Y estaba usted en Siuvensin la noche del saqueo? Por los pechos de Meshe, en qué mundo vivimos. Podían haberlo matado a usted cruzando el puente del Ey, luego de haber cruzado todo el espacio hasta aquí. ¡Bueno, bueno! Ya está entre nosotros y hay mucha gente que quiere verlo, y oírlo, y darle al fin la bienvenida a Orgoreyn.
Shusgis me instaló en seguida, sin discusiones, en unos cuartos de la casa. Oficial de rango y hombre pudiente, vivía en un estilo desconocido en Karhide, aún entre los señores de los grandes dominios. La casa de Shusgis era toda una isla, que albergaba a más de cien empleados, sirvientes, domésticos, secretarios, consejeros, técnicos, etcétera, pero ningún familiar, ningún pariente. El sistema de extensos clanes de familia, de hogares y dominios, todavía vagamente discernible en la estructura comensal, había sido «nacionalizado» cientos de años atrás en Orgoreyn. Ningún niño de más de un año vive con padres o parientes: todos se crían en los hogares de la comensalía. No hay bienes por nacimiento. Las donaciones privadas son ilegales: un hombre al morir deja su fortuna al Estado. Todos comienzan igual. Pero obviamente no continúan como iguales. Shusgis era rico, y liberal con sus riquezas. Había lujos en mis habitaciones que yo no hubiese creído posibles en Invierno: por ejemplo, una ducha, y un calefactor eléctrico, además de la chimenea bien provista. Shusgis rió: —No deje que el Enviado pase frío, me dijeron; viene de un mundo caliente, un mundo de horno, y no puede tolerar el frío de aquí. Trátelo como si estuviese preñado. Póngale pieles en la cama y estufas en el cuarto, caliéntele el agua del baño, y tenga las ventanas cerradas. ¿Le parece bien? ¿Se sentirá usted cómodo? Por favor dígame qué otra cosa quiere.
¡Cómodo! Nadie en Karhide me había preguntado alguna vez, en ninguna circunstancia, si yo me sentía cómodo.
—Señor Shusgis —dije emocionado —. Me siento perfectamente en casa.
No estuvo satisfecho hasta conseguir otra piel de pesdri para la cama, y más leños para la chimenea.
—Sé cómo es —dijo —. Cuando yo esperaba un niño nunca alcanzaba a calentarme del todo: tenía los pies siempre fríos, me pasé el invierno sentado junto al fuego. Hace mucho, por supuesto, pero lo recuerdo bien. —Los guedenianos son casi siempre padres jóvenes; la mayoría, luego de los veinticuatro años, usa anticonceptivos, y deja de ser fértil, en la fase femenina, alrededor de los cuarenta. Shusgis había entrado en la cincuentena, de ahí su «hace mucho, por supuesto», y parecía difícil imaginarlo como joven madre. Era un político jovial, astuto y duro cuyos actos de bondad servían a lo que más le interesaba: él mismo.
El tipo de Shusgis es panhumano. Lo he encontrado en la Tierra, y en Hain, y en Ollul. Espero encontrarlo también en el infierno.
—Está usted bien informado de mis gustos y mi aspecto, señor Shusgis. Me envanece usted. No pensé que mi reputación me hubiese precedido.
—No —dijo Shusgis entendiéndome perfectamente —; hasta hace poco lo tuvieron a usted escondido bajo la nieve, allí en Erhenrang, ¿eh? Pero lo dejaron ir, lo dejaron ir. Y entonces entendimos, aquí, que usted no era otro de esos karhíderos lunáticos, sino la cosa real.
—No creo seguirlo del todo.
—Bien, Argaven y los suyos le tenían miedo, señor Ai. Le tenían miedo a usted y les alegraba verle a usted la espalda. Miedo de que si no lo trataban a usted adecuadamente, o lo hacían callar, podría haber un contragolpe. ¡Saqueadores del espacio exterior! Así que no se atrevieron a tocarlo. Y trataron de que no se lo oyera a usted. Porque le tienen miedo, a usted y a lo que puede traerle a Gueden.
El hombre exageraba. Yo no había dejado de aparecer en las noticias de Karhide, por lo menos mientras Estraven estaba en el poder. Pero yo ya había tenido antes la impresión de que por algún motivo no se había hablado mucho de mí en Orgoreyn, y Shusgis confirmaba esas sospechas.
—¿Entonces no teme usted lo que traigo a Gueden?
—¡No, no nosotros, señor!
—Yo sí, a veces.
Shusgis decidió que la mejor respuesta era una carcajada jovial. No juzgo mis palabras. No soy un vendedor. No estoy vendiendo progreso a los aborígenes. Hemos de encontrarnos como iguales, con una comprensión y un candor compartidos, antes que mi misión pueda siquiera empezar.
—Señor Ai, hay mucha gente que desea conocerlo, y algunos de ellos son los que usted deseaba ver aquí, la gente que produce resultados. Solicité el honor de recibirlo porque mi casa es amplia y porque me conocen bien como una especie de personaje neutral, no un dominador ni un mercader público y sólo un simple comisionado que hace su trabajo y no dejará de decirle lo que usted quiera saber a propósito de los dueños de casa. —Rió. —Pero esto significa que tendrá que acompañarnos a comer muy a menudo, si no le importa.
—Estoy a su disposición, señor Shusgis.
—Entonces esta noche habrá una pequeña cena con Vanake Siose.
—Comensal por Kuvera, distrito tercero, ¿no es así?
—Por supuesto yo había husmeado un poco antes de venir a Orgoreyn. Shusgis hizo una alharaca a propósito de mi condescendencia, que me había permitido aprender algo sobre el país.
Las maneras eran aquí bastante distintas de las de Karhide; allí, el alboroto de Shusgis hubiese degradado su propio shifgredor, o hubiese insultado el mío. No estaba seguro, pero la alternativa habría sido casi ineludible.
Necesitaba ropas adecuadas para una cena, habiendo perdido mi buen traje de Erhenrang en el asalto a Siuvensin, de modo que esa tarde tomé un taxi al centro de la ciudad y me compré un atuendo orgota. Abrigo y camisa eran parecidos a los de Karhide, pero en vez de pantalones ajustados para el verano llevaban el año entero unas polainas altas hasta los muslos, abultadas e incómodas; los colores eran azules y rojos chillones, y la tela y el corte y confección un poco burdos. Un trabajo producido en serie. Estas ropas me ayudaron a descubrir lo que faltaba en esta maciza e imponente ciudad: elegancia. La elegancia es un precio bajo si hay que pagarlo en favor de la ilustración, y yo estaba dispuesto a pagarlo. Regresé a la casa de Shusgis y me pasé un buen rato en el baño de ducha caliente, que brotaba a la vez de todos lados como una niebla de agujas. Recordé las frías bañeras de latón de Karhide del Este en las que yo había dado diente con diente en el verano último, y la palangana de bordes escarchados de mi habitación en Erhenrang. ¿Era eso elegancia? Que viva la comodidad. Me puse los llamativos atavíos rojos, y fui con Shusgis a la cena en un coche privado con chofer. Hay más sirvientes, más servicios en Orgoreyn que en Karhide. Esto se explica porque todos los orgotas son empleados del Estado; el Estado tiene la obligación de proporcionar empleo a todos los ciudadanos y así lo hace. Esta, al menos, es la explicación aceptada, aunque como la mayoría de las explicaciones económicas parece, a veces, a cierta luz, que omitiera el punto principal.
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