Es una metáfora especiosa, ubicua, durable, esta del barniz o la pintura, o la película, o lo que sea, que oculta la realidad más noble de abajo. La imagen oculta a la vez una serie de falacias; una de las más peligrosas es la idea de que la civilización, siendo artificial, se opone a la naturaleza, la vida primitiva… Por supuesto, no hay tal barniz sino un proceso de crecimiento, y la vida primitiva y la civilización son distintos grados de lo mismo. Si la civilización tiene un opuesto, este es la guerra. La guerra y la civilización no son coincidentes. Se tiene tina o la otra, no las dos. Escuchando esos fieros y alienados discursos creí descubrir los propósitos de Tibe: obtener mediante la persuasión y el miedo que la gente de Karhide cambiara los términos de una elección que ya estaba decidida antes que empezara la historia del país: la elección entre estos opuestos.
El tiempo estaba maduro. Es cierto que el desarrollo material y tecnológico había sido allí muy lento, y que los guedenianos no eran entusiastas del «progreso» por sí mismo. Habían logrado al fin, en los últimos cinco o diez o quince siglos, adelantarse un poco a la naturaleza. Ya no estaban del todo a merced de aquel clima implacable; una mala cosecha no mataba ya de hambre a toda una provincia, ni ningún duro invierno aislaba todas las ciudades. Apoyándose en esta estabilidad material Orgoreyn había levantado poco a poco un estado centralizado, unificado, y cada día más eficiente. Ahora Karhide tenía que tomar aliento y hacer lo mismo; y el modo de hacerlo no era acicatearle el orgullo, o desarrollando el comercio, o mejorando los caminos, las granjas, los colegios, y cosas así; todo esto era civilización, barniz, y Tibe lo rechazaba con desprecio. Lo que él pretendía era algo más seguro: el camino cierto, rápido y duradero para transformar un pueblo en una nación: la guerra. Las ideas que tenía a propósito de la guerra no eran quizá muy claras, pero sí sólidas. No hay otra manera rápida de movilizar a la gente, excepto una nueva religión. No había ninguna nueva religión a mano, y Tibe recurría a la guerra.
Le envié al regente una nota en la que le hablaba de mi pregunta a los profetas de Oderhord, y de la respuesta que me habían dado. Tibe no me contestó. Fui entonces a la embajada de Orgoreyn y pedí permiso para entrar en Orgoreyn.
En las oficinas de los Estables del Ecumen en Hain no vi nunca en verdad tantos funcionarios como en aquella embajada de un pequeño país en otro pequeño país, y todos ellos estaban armados con cientos de metros de cintas y registros sonoros. Eran lentos, prolijos, ninguno mostraba la arrogancia y los repentinos cambios de humor que caracterizan la burocracia de Karhide. Esperé, mientras ellos llenaban formularios.
La espera se hizo al fin bastante molesta. Los guardias de palacio y los policías de la ciudad parecían multiplicarse día a día en las calles de Erhenrang; iban todos armados, y era posible advertir la aparición de algo semejante a un uniforme. Había en la ciudad un aire de decaimiento, aunque los negocios marchaban bien, la prosperidad era general, y el tiempo bueno. Nadie quería tener muchas relaciones conmigo. Mi «ama de llaves» ya no mostraba mi cuarto a los curiosos y más bien se quejaba de las molestias que le traían las «gentes del Palacio», y me trataba menos como un honorable espectáculo que como un sospechoso político. Tibe hizo un discurso a propósito de un saqueo en el valle de Sinod: unos «valientes granjeros karhideros, verdaderos patriotas» habían atravesado la frontera sur de Sassinod, habían atacado una aldea orgota, incendiándola y luego de matar a siete aldeanos habían arrastrado los cadáveres arrojándolos al río Ey. «Una tumba semejante», dijo el regente «espera a todos los enemigos de la nación.» Escuché esta transmisión en el comedor de mi isla. Algunas gentes escuchaban poniendo mala cara, otros parecían desinteresados, y otros satisfechos, pero en todas estas expresiones, descubrí, había un elemento común, un pequeño tic o espasmo facial que antes no se veía a menudo: una mueca de ansiedad.
Aquella noche yo estaba en mi cuarto cuando alguien vino a verme, la primera visita desde mi regreso a Erhenrang. Era un hombre menudo, lampiño, tímido y llevaba del cuello la cadena dorada de un profeta, un celibatario. —Soy amigo de alguien que le dio su amistad —me dijo, con la brusquedad de los tímidos —. He venido a pedirle a usted un favor, en beneficio de ese amigo.
—¿Habla usted de Faxe?
—No. De Estraven.
Mi expresión animosa debió de haber cambiado. Hubo una breve pausa, y luego el extraño dijo: —Estraven, el traidor, usted quizá lo recuerda.
La cólera había desplazado a la timidez, y el hombre iba a transformar el diálogo en un conflicto de shifgredor. Si yo deseaba entrar en el juego mi próxima movida tenía que ser algo así como: «No estoy seguro, cuénteme algo de él.» Pero esto no me interesaba, y ya estaba acostumbrado al temperamento volcánico de los karhíderos. Enfrenté la cólera del hombre, desaprobándola, y dije: —Por supuesto que lo recuerdo.
—Pero no con amistad. —Los ojos oscuros, oblicuos y ladinos me miraban directamente.
—Bueno, quizá con gratitud y decepción. ¿Lo envió él?
—No.
Esperé a que el hombre se explicara.
—Perdón —dijo —. Fue una presunción mía. Permítame aceptar las consecuencias de esa presunción.
Detuve al tieso hombrecito, que ya iba hacia la puerta. —Por favor, no sé quién es usted, o lo que usted quiere. No me he rehusado. Tampoco he aceptado. Ha de concederme usted el derecho a mostrarme prudente. Estraven fue desterrado por apoyar aquí mi misión…
—¿Se considera usted en deuda por ese motivo?
—Bueno, de algún modo. Sin embargo, mi misión está por encima de deudas y lealtades personales.
—Entonces —dijo el extraño en un tono de áspera seguridad —es una misión inmoral.
Callé. El hombre me recordaba ahora a los abogados del Ecumen, y yo no tenía respuesta.
—No lo creo así —dije al fin —; las debilidades han de cargarse al mensajero y no al mensaje. Pero dígame por favor qué desea de mí.
—Tengo un poco de dinero, rentas y deudas, que he podido salvar del naufragio económico de mi amigo. Enterado de que partía usted hacia Orgoreyn, pensé en pedirle que le llevara este dinero, si lo encuentra allá. Como usted sabe le estoy pidiendo que cometa una falta punible. Quizá además sea inútil. Es posible que esté en Mishori en una de esas condenadas granjas, o muerto. No encuentro modo de saberlo. No tengo amigos en Orgoreyn y aquí no hay nadie a quien me atreva a preguntárselo. Pensé en usted como alguien que está por encima de la política, libre de ir y venir. No se me ocurrió que usted tendría también, por supuesto, ideas políticas propias. Le pido disculpas por mi torpeza.
—Bueno, le llevaré el dinero. Pero, ¿a quién se lo devolveré si él está muerto o no es posible encontrarlo?
El hombre me miró. Torció la cara, y sofocó un sollozo. La mayoría de los karhíderos tienen el llanto fácil, pues no se avergüenzan de las lágrimas más que de la risa. —Gracias —dijo —. Mi nombre es Fored. Soy un recluso de la fortaleza de Orgni.
—¿Pertenece al clan de Estraven?
—No. Fored rem ir Osbod. Yo fui su kemmerante.
Estraven no había tenido compañero de kémmer en el tiempo que yo lo conocí, pero me era imposible sospechar de este hombre. Quizá estaba sirviendo involuntariamente a los propósitos de alguien, pero decía la verdad. Y acababa de darme una lección: que el shifgredor puede plantearse en un nivel ético, y que el jugador experto ganará así fácilmente. El hombre me había acorralado con sólo dos jugadas. Llevaba consigo el dinero y me lo dio, una suma considerable en notas mercantiles de crédito del reino de Karhide, nada que pudiera incriminarme, y nada por lo tanto que me impidiese gastármelas.
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