Quizá esto no tenga ninguna relación con esa psicología andrógina. No son tantos, al fin y al cabo, y no olvidemos el clima. El clima de Invierno es tan desapacible, tan cerca del límite de lo tolerable aun para ellos que se han adaptado de tantos modos al frío, que quizá el espíritu de lucha se agota en la lucha contra el frío. Los pueblos marginales, los pueblos que pasan sin dejar muchas huellas, no son casi nunca guerreros. Y en última instancia, quizá el factor dominante de la vida guedeniana no sea el sexo o cualquier otra actividad humana, sino el ambiente, ese mundo helado. Aquí el hombre ha tropezado con un enemigo más cruel que él mismo.
Soy una mujer del pacifico Chiffevar, y de ningún modo una experta en los atractivos de la violencia o la naturaleza de la guerra. Algún otro tendrá que investigar aquí más a fondo. Sin embargo, no sé en ver dad cómo alguien podría dar valor a la victoria o a la gloria luego de pasar un invierno en Invierno, y de haberle visto la cara al Hielo.
8. Otro camino a Orgoreyn
Pasé el verano más como investigador que como móvil, yendo por las tierras de Karhide de pueblo en pueblo, de dominio en dominio, mirando y escuchando, cosas que un móvil no puede hacer al principio, cuando todavía es una monstruosidad y una maravilla, y ha de estar siempre en el escenario, preparado para actuar. Cuando llegaba a esos hogares y aldeas rurales yo acostumbraba decir quién era; la mayoría algo había oído en la radio y alguna idea tenía de mi. Eran gente curiosa, unos más, otros menos. Pocos se asustaban, o mostraban alguna repulsión xenófoba. El enemigo en Karhide no es un extraño, un invasor. El extraño que llega anónimamente es un huésped. El enemigo es el prójimo.
Durante el mes de kus viví en la costa occidental en un clan—hogar llamado Gorinherin, una ciudadela granja construida sobre una loma, por encima de las nieblas eternas del océano Hodomin.
Viven allí unas quinientas personas. Cuatro mil años atrás yo hubiese encontrado a los antepasados de estas gentes viviendo en el mismo sitio, en el mismo tipo de casa. A lo largo de esos cuatro milenios había aparecido el motor eléctrico; y la máquina de tejer, los vehículos de motor, la maquinaria agrícola pasaron a ser de uso común; la Edad de la Máquina continuó desarrollándose, gradualmente, sin revolución industrial, sin revolución alguna. Invierno había llegado así en treinta siglos a lo que Terra había hecho en treinta décadas. Aunque Invierno no había pagado el precio que había pagado Terra.
Invierno es un mundo inamistoso. Las cosas mal hechas tienen un castigo rápido, seguro: muerte de frío o muerte de hambre. No hay alternativa, no hay postergación. Un hombre puede confiar en su propia suerte, pero no una sociedad, y los cambios culturales, como las mutaciones espontáneas, favorecen a veces las intervenciones del azar. De modo que los guedenianos marcharon muy despacio. Observando un momento cualquiera de la historia de Invierno un testigo no demasiado apresurado hubiese podido decir que la expansión y el progreso tecnológicos habían cesado del todo. Sin embargo, no es así. Compárese el torrente con el glaciar. Los dos llegan a donde tienen que ir.
Hablé mucho con la gente vieja de Gorinherin, y también con los niños. Era mi primera posibilidad de ver de cerca a niños guedenianos, pues en Erhenrang están todos en las escuelas y hogares privados y públicos. De un cuarto a un tercio de la población está dedicada casi exclusivamente a la crianza y educación de los niños. Aquí el clan entero cuidaba de la progenie; nadie y todos eran responsables. Los niños corrían por esas playas y montes nublados. Cuando conseguí al fin hablar una vez con ellos, descubrí que eran tímidos, orgullosos, e inmensamente confiados.
Los instintos paternos son tan variados en Gueden como en cualquier otra parte. No es posible generalizar. Nunca vi a un karhíder que golpeara a un niño. Vi una vez a uno que le hablaba a un niño muy airadamente. La ternura que muestran con los niños me sorprendió como algo profundo, efectivo, y casi libre de toda posesividad, y quizá sólo por esto —la falta de posesividad —distinto de lo que llamaríamos «instinto materno». Pienso que no vale la pena tratar de distinguir aquí entre el instinto materno y el paterno; el paterno, el deseo de cuidar, de proteger, no es una característica de índole sexual.
En los primeros días de hakanna, encontrándome en Gorinherin, oímos en el boletín de Palacio, entre susurros de estática, la noticia de que el rey Argaven estaba esperando un heredero. No otro hijo del kémmer, de los que ya tenía siete, sino un heredero en la carne, un hijo del rey. El rey estaba embarazado.
Me pareció cómico, y lo mismo opinaron los hombres de los clanes de Gorinherin, aunque por otras razones. Pensaban que el rey era demasiado viejo para llevar la carga de un embarazo, y se reían a carcajadas y decían obscenidades. Los viejos bromearon sobre el asunto durante días. Se reían del rey, aunque por otra parte no les interesaba mucho. «Los dominios son Karhide», había dicho Estraven; estas palabras y como muchas de las dichas por Estraven, me venían una y otra vez a la cabeza cuando yo aprendía algo más. Este simulacro de nación, unificada durante siglos, era un hervidero de ciudades descoordinadas, pueblos, aldeas, seudounidades económicas feudo—tribales, un revoltijo de individualidades vigorosas, competentes, pendencieras, sobre las que se posaba la mano insegura y leve de la autoridad. Nada, pensé, uniría nunca a Karhide como nación. La difusión masiva de aparatos de comunicación rápida, cuya consecuencia casi inevitable sería el nacionalismo, no había cambiado nada. Los ecúmenos no pueden hablarles a estos pueblos como si fuesen una unidad social, una entidad movilizable; tendrían que apelar a la humanidad de las gentes de Karhide, ese fuerte sentido que ya tenían, aunque no desarrollado, de la unidad humana. Me entusiasmé de veras pensándolo. Yo me equivocaba, por supuesto; sin embargo, había aprendido algo de los guedenianos que me sería útil más tarde.
Si yo no quería pasar todo el año en Karhide tenía que volver a la Cascada del Oeste antes que cerraran los pasos de Kargav. Aun aquí en la costa, ya habían caído dos nevadas ligeras en el último mes de verano. No de buena gana partí otra vez hacia el oeste, y llegué a Erhenrang a comienzos de gor, el primer mes de otoño. Argaven estaba ahora recluido en el palacio de verano de Varrever, y había nombrado a Pemmer Harge rem ir Tibe como regente por el periodo que durara el confinamiento. Tibe ya estaba aprovechando al máximo esos meses de poder. Antes que pasaran dos horas desde mi llegada a la ciudad, descubrí que mi análisis de Karhide tenía una falla —ya era anacrónico —y al mismo tiempo empecé a sentirme incómodo, quizá inseguro, en Erhenrang.
Argaven no estaba en sus cabales; la siniestra incoherencia de este hombre oscurecía la atmósfera de la capital. Argaven se alimentaba de miedo. Todo lo que se había hecho de bueno en el reino era obra de los ministros y el kiorremi. Aunque Argaven no hacía mucho daño. La lucha que libraba contra sus propias pesadillas no había afectado al reino. El primo de Argaven, en cambio, Tibe, era otra clase de pez, pues su locura tenía lógica. Tibe sabía cuándo era el momento de actuar, y cómo actuar. El problema era que no sabía cuándo había que detenerse.
Tibe hablaba mucho por radio. Estraven, mientras estuvo en el poder, nunca había recurrido a estos medios, y era algo que no estaba en las costumbres de los karhíderos; el gobierno no era casi nunca entre ellos una representación pública, sino una actividad enmascarada. Sin embargo, Tibe peroraba. Oyéndolo por radio vi otra vez aquella sonrisa de largos dientes, y el rostro oculto detrás de una red de finas arrugas. Los discursos de Tibe eran largos y ruidosos: alabanzas de Karhide, críticas a Orgoreyn, condenaciones de los «grupos desleales», discusiones sobre la «integridad de las fronteras del reino», conferencias sobre historia y moral y economía, todo en un tono emotivo, afectado y retumbante que subía al agudo junto con las vituperaciones o adulaciones. Hablaba mucho del orgullo natal y del amor a la patria, pero poco del shifgredor, el orgullo personal o el prestigio. ¿Habría perdido Karhide tanto prestigio en el valle de Sinod que no se podía tocar el caso? No, pues Tibe hablaba a menudo del valle. Decidí que evitaba deliberadamente toda referencia al shifgredor porque deseaba despertar emociones más elementales y difíciles de dominar. Toda la estructura del shifgredor no era para los fines de Tibe sino un refinamiento y una sublimación de estas emociones. Tibe deseaba que sus oyentes se asustaran y enojaran. Los temas de las charlas no eran en realidad el orgullo y el amor; estas palabras reaparecían una y otra vez, pero tal como las empleaba Tibe significaban complacencia y odio. Hablaba mucho también de la verdad, que estaba allí, decía, «bajo el barniz de la civilización».
Читать дальше