—La civilización de ustedes, tal vez. La nuestra no oculta nada. Todo está a la luz. Allí, la Reina Teaea no se pone la piel de otro. Hay una sola ley que respetamos, sólo una, la ley de la evolución humana.
—¡La ley de la evolución es la supervivencia del más fuerte!
—Sí, y los más fuertes, en cualquier especie social, son más sociales. En términos humanos, más éticos. Ya ve, nosotros no tenemos en Anarres ni víctimas ni enemigos, Sólo nos tenemos los unos a los otros. No es fuerza lo que se gana haciendo daño. Sólo debilidad.
—A mí no me importa herir y no herir. No me importa la otra gente, que a nadie le importa, por lo demás. Los que dicen lo contrario fingen. Yo no quiero fingir. ¡Yo quiero ser libre!
—Pero Vea —empezó a decir Shevek, con ternura porque el vehemente alegato lo había conmovido, pero en ese momento sonó la campanilla de la puerta. Vea se levantó, se alisó la falda, y avanzó sonriendo a recibir a los invitados.
En el transcurso de la hora siguiente llegaron treinta o cuarenta personas. Al principio Shevek se sentía malhumorado, descontento y aburrido. Era otra de aquellas reuniones en las que todo el mundo iba y venía con copas en las manos, sonriendo y hablando en alta voz. Pero al rato le pareció más entretenida. Se iniciaron discusiones y polémicas, la gente se sentaba para conversar, empezaba a recordarle una reunión en Anarres. Se pasaban fuentes de delicados pasteles, y trozos de carne y de pescado, un camarero atento llenaba incesantemente las copas. Shevek aceptó un trago. Hacía meses ya que veía cómo los urrasti engullían alcohol sin que nadie pareciera enfermarse. El brebaje sabía a medicamento, pero alguien le explicó que en su mayor parte era agua carbonatada, que a Shevek le gustaba. Tenía sed, y lo bebió de un sorbo.
Un par de hombres estaban decididos a hablar de física con él. Uno de ellos era bien educado, y Shevek logró esquivarlo durante un tiempo, pues le molestaba hablar de física con un lego. El otro era prepotente, y Shevek no pudo eludirlo; pero descubrió, irritado, que le era mucho más fácil conversar con él. El hombre lo sabía todo, aparentemente porque tenía montones de dinero.
—Tal como yo la veo —informó a Shevek— esa Teoría de la Simultaneidad de usted niega el hecho más obvio, el hecho de que el tiempo pasa.
—Bueno, en física somos cautelosos con lo que llamamos «hechos». No es lo mismo que en los negocios —dijo Shevek con mucha afabilidad y mansedumbre, pero había algo en aquella mansedumbre que hizo que Vea, que se encontraba cerca conversando con otro grupo, se volviera a escuchar—. Dentro de los términos estrictos de la Teoría de la Simultaneidad, la sucesión no sería un fenómeno físicamente objetivo, sino un fenómeno subjetivo.
—Deje de asustar a Dearri, y explíquenos en media lengua lo que eso significa —dijo Vea. La perspicacia de ella hizo sonreír a Shevek.
—Bien, nosotros pensamos que el tiempo «pasa», fluye y nos deja atrás, pero ¿y si somos nosotros los que nos adelantamos, del pasado al futuro, siempre descubriendo lo nuevo? Sería como leer un libro, se da cuenta. El libro está todo ahí, todo al mismo tiempo, entre la tapa y la contratapa. Pero si usted quiere leer la historia y comprenderla, ha de comenzar por la primera página, y seguir adelante, siempre en orden. El universo sería pues un libro inmenso, y nosotros lectores muy pequeños.
—Pero el hecho muestra —replicó Dearri— que experimentamos el universo como una sucesión, un transcurso. En cuyo caso, ¿para qué sirve esa teoría de que en un plano más alto todo puede ser eternamente coexistente? Divertido para ustedes los teóricos, tal vez, pero no tiene ninguna aplicación práctica, ninguna relación con la vida real. ¡A menos que haga posible construir una máquina del tiempo! —agregó con una suerte de tensa, fingida jovialidad.
—Pero no sólo experimentamos el universo como una sucesión —dijo Shevek—. ¿Usted nunca sueña, señor Dearri? —Se sintió orgulloso de haber llamado señor a alguien, por una vez.
—¿Qué relación tiene?
—Es sólo la conciencia, nuestra conciencia, parece, lo que experimenta el transcurso del tiempo. Para un bebé el tiempo no existe: él no puede separarse del pasado y comprender cómo ese pasado se relaciona con el presente, ni imaginar cómo el presente podría relacionarse con el futuro. No sabe que el tiempo pasa; no comprende la muerte. La mente inconsciente del adulto sigue siendo una mente infantil. En un sueño tampoco hay tiempo, y la sucesión es trastocada, y la causa y el efecto se confunden. En el mito y la leyenda no existe el tiempo. ¿A qué tiempo pasado se refiere el cuento cuando dice "Había una vez"? Y así, cuando la razón se funde con el inconsciente, el místico ve que todo se transforma en una existencia única, y comprende el eterno retorno.
—Si, los místicos —dijo con vehemencia el hombre más tímido—. Tebores, en el Octavo Milenio. Escribió: La mente inconsciente coexiste con el universo.
—Pero no somos bebés —lo interrumpió Dearri—, somos hombres racionales. ¿Es esa simultaneidad de usted una especie de regresividad mística?
Hubo una pausa, mientras Shevek se servía un pastelillo que no deseaba, y lo comía. Ese día ya había perdido una vez los estribos, y se había puesto en ridículo. Con una vez bastaba.
—Tal vez podría vérsela —dijo— como el intento de establecer cierto equilibrio. Vea usted, la secuencia explica eficazmente nuestro sentido lineal del tiempo, y la evidencia de la evolución. Incluye la creación, y la mortalidad. Pero allí se detiene. Explica todos los cambios, pero no puede explicar por qué las cosas perduran. Habla sólo de la flecha del tiempo… nunca del círculo del tiempo.
—¿El círculo? —preguntó el inquisidor más educado, con un anhelo tan evidente de comprender que Shevek se olvidó por completo de Dearri, y se dejó llevar por el entusiasmo, moviendo las manos y los brazos como sí tratara de mostrar, materialmente, las flechas, los ciclos, las oscilaciones de que hablaba.
—El tiempo procede en ciclos, como también en una línea. Un planeta gira: ¿ve? Un ciclo, una órbita alrededor del sol, es un año ¿no? Y dos órbitas, dos años, y así sucesivamente. Uno puede contar las órbitas interminablemente… un observador puede hacerlo. En realidad con un sistema como ese medimos el tiempo. El contador de tiempo, el reloj. Pero dentro del sistema, del ciclo, ¿dónde está el tiempo? ¿Dónde comienza y dónde termina? La repetición infinita es un proceso atemporal. Es menester compararlo, referirlo a algún otro proceso cíclico o no cíclico, para poder verlo como temporal. Y bien, esto es muy curioso y muy interesante, ya lo ve. Los átomos, usted sabe, tienen un movimiento cíclico. Los compuestos estables están constituidos por partículas dotadas de un movimiento regular, periódico, un movimiento correlativo. En realidad, son los ciclos atómicos de tiempo reversible los que confieren a la materia la permanencia que hace posible la evolución. Las pequeñas intemporalidades sumadas constituyen el tiempo. Y luego, en la escala grande, el cosmos: bueno, usted sabe, nosotros pensamos que en el universo todo es un proceso cíclico, una oscilación de expansión y contracción, sin ningún antes, sin ningún después. Sólo dentro de cada uno de los grandes ciclos, en los que vivimos, sólo allí hay tiempo lineal, hay evolución, hay cambio. Por lo tanto el tiempo tiene dos aspectos. Está la flecha, el río eme fluye, sin lo cual no hay cambio, no hay progreso, ni dirección, ni creación. Y está el círculo o el ciclo, sin el cual todo es caos, la sucesión sin sentido de instantes, un mundo sin relojes, sin estaciones, sin promesas.
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