Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Los desposeídos: краткое содержание, описание и аннотация

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Tomó el tren subterráneo para llegar a los jardines del Palacio Viejo, y al estanque de los botes, donde niños graciosamente vestidos hacían navegar embarcaciones de juguete, barquichuelos maravillosos con cordaje de seda y arboladura de bronce que parecían piezas de orfebrería. Vio a Vea del otro lado del ancho y brillante círculo del agua y fue hacia ella bordeando al estanque, consciente de la luz del sol, del viento primaveral, del verde tierno de las primeras hojas en los árboles oscuros del parque.

Almorzaron en un restaurante del parque, en una terraza protegida por una alta cúpula de vidrio. En el interior de la cúpula, a la luz del sol, los árboles estaban cubiertos de hojas, sauces encorvados sobre un estanque en el que flotaban unas aves gordas y blancas, observando con indolente voracidad a Tos comensales, esperando las sobras. Vea no se encargó de ordenar la comida, poniendo en claro que era Shevek quien estaba a cargo de ella, pero unos camareros hábiles le aconsejaron con tanta delicadeza que él quedó convencido de que lo había resuelto todo; y por fortuna tenía dinero de sobra en los bolsillos.

La comida era excelente. Nunca había paladeado sabores tan sutiles. Acostumbrado a dos comidas diarias, solía pasar por alto el almuerzo de los urrasti, pero hoy comía de todo, mientras Vea picoteaba delicadamente, como un pajarito. Al fin no pudo más, y ella se rió del aire afligido de Shevek.

—Comí demasiado.

—Una pequeña caminata le sentará bien.

Fue una pequeñísima caminata: un lento paseo de diez minutos por el césped, y de pronto Vea se dejó caer con naturalidad a la sombra de un barranco de arbustos, brillantes de flores doradas. Shevek se sentó junto a ella. Recordó una frase de Takver mientras miraba los gráciles pies de Vea, decorados con zapatitos blancos de tacones muy altos. «Una aprovechada del cuerpo», llamaba Takver a las mujeres que utilizaban la sexualidad como un arma contra los hombres, en una lucha competitiva. Vea era, por su aspecto, la aprovechada del cuerpo más consumada. Los zapatos, el vestido, los cosméticos, las joyas, los gestos, todo en ella era provocación. Toda ella era tan elaborada y ostentosamente un cuerpo femenino que casi no parecía un ser humano. Encarnaba toda la reprimida sexualidad que los ioti sólo expresaban en sueños, en novelas y poemas, en infinitas pinturas de desnudos femeninos, en la música, las curvas y cúpulas arquitectónicas, las golosinas, los baños, los colchones. Era la mujer que se insinuaba en la tersura curvilínea de las mesas.

Se había espolvoreado la cabeza, enteramente afeitada, con un talco que contenía diminutos copos de mica, de manera que un ligero centelleo atenuaba la desnudez de los contornos. Vestía un chal o estola de una tela transparente, bajo la cual las formas y la textura de los brazos desnudos parecían suavizadas y protegidas. Tenía los pechos cubiertos: las mujeres ioti no salían a la calle con los pechos desnudos, reservaban la desnudez para sus propietarios. Unos pesados brazaletes de oro le adornaban las muñecas, y en el hueco de la garganta, contra la piel tersa, brillaba, solitaria, una gema azul.

—¿Cómo se sostiene ahí?

—¿Qué? —Como ella no veía la gema podía fingir que no sabía de qué hablaba Shevek, obligándolo a señalarla, quizá a pasar la mano por encima de los pechos para tocar la gema. Shevek sonrió, y la tocó.

—¿Está pegada?

—Ah, eso. No. Tengo un imán diminuto incrustado ahí adentro, y la gema tiene detrás un trocito de metal ¿o es al revés? De cualquier modo estamos unidas.

—¿Tiene un imán debajo de la piel? —inquirió Shevek con espontánea repugnancia.

Vea sonrió y retiró el zafiro para que él pudiera ver que no había allí nada más que el minúsculo hoyuelo plateado de una cicatriz.

—Usted me reprueba tan totalmente… es estimulante. Tengo la sensación de que por mucho que diga o haga, no puedo caer más bajo en la opinión de usted, ¡porque ya he tocado fondo!

—No es así —protestó él. Se daba cuenta de que ella estaba jugando, pero sabía poco acerca de las reglas del juego.

—No, no; sé reconocer el horror moral cuando lo veo. Como ahora. —Vea hizo un mohín de desesperación; los dos se echaron a reír—. ¿Tan distinta soy, realmente, de las mujeres anarresti?

—Oh, sí, realmente.

—¿Son todas tremendamente fuertes y musculosas? ¿Llevan botas, y tienen pies grandes y planos, y ropas sensatas, y se afeitan una vez por mes?

—No se afeitan.

—¿Nunca? ¿En ninguna parte? ¡Oh, Dios! Hablemos de otra cosa.

—De usted. —Shevek se recostó sobre la barranca herbosa, bastante cerca de Vea como para quedar envuelto en los perfumes naturales y artificiales que ella exhalaba—. Quiero saber si una mujer urrasti se contenta con ser siempre inferior.

—¿Inferior a quién?

—A los hombres.

—¡Oh, eso! ¿Qué le hace pensar que soy inferior?

—Al parecer, en la sociedad de ustedes los hombres se ocupan de todo. La industria, las artes, la administración, el gobierno, las decisiones. Y durante toda la vida ustedes llevan el apellido del padre y el apellido del esposo. Los hombres van a la escuela y ustedes no; ellos son siempre los maestros, los jueces, la policía, el gobierno, ¿no es así? ¿Por qué permiten que lo dominen todo? ¿Por qué no hacen lo que se les antoja?

—Es que lo hacemos. Las mujeres hacen exactamente lo que se les antoja. Y no tienen que ensuciarse las manos, ni usar cascos de bronce, o pasarse las horas gritando en el Directorio.

—¿Pero qué es lo que hacen ustedes?

—¿Qué hacemos? Gobernar a los hombres, naturalmente. Y sabe una cosa, no corremos peligro diciéndolo, porque ellos no lo creen. Dicen: ¡Jua, jua, qué mujercita tan graciosa!, y te dan una palmadita en la cabeza, y se van con un tintineo de medallas, muy satisfechos.

—¿Y también ustedes se sienten satisfechas?

—En verdad yo sí.

—No lo creo.

—Porque no está de acuerdo con los principios de usted. Los hombres siempre tienen teorías, y las cosas han de acomodarse a esas teorías.

—No se trata de ninguna teoría; es porque veo que usted no está contenta. Que es una mujer inquieta, insatisfecha, peligrosa.

—¡Peligrosa! —Vea rió, radiante—. ¡Qué cumplido tan maravilloso! ¿Por qué soy peligrosa, Shev?

—Bueno, porque sabe que a los ojos de los hombres usted es una cosa, un objeto que se posee, que se compra y se vende. Y sólo piensa en engañar al propietario, en vengarse…

Ella le puso la manita sobre la boca.

—Calle —dijo—. Sé que no quiere ser grosero. Le perdono. Pero ya basta y sobra.

Esta hipocresía enfureció a Shevek, y también la idea de que quizá la había ofendido de veras. Aún sentía en los labios el roce fugaz de la mano de Vea.

—¡Lo siento! —dijo.

—No, no. ¿Cómo va a comprender, viniendo de la Luna? Y además, usted no es más que un hombre. Le diré una cosa, sin embargo. Si a una de esas «hermanas», allá en la Luna, le da usted la oportunidad de sacarse las botas, de tomar un baño de aceite y depilarse, de ponerse un par de sandalias bonitas, y una gema en el ombligo, y perfume, se sentirá encantada. ¡Y a usted también le encantaría! ¡Claro que le encantaría! Pero no lo harán, pobrecitos, con esas teorías que tienen. ¡Todos hermanos y hermanas y nada de diversión!

—Tiene razón —le dijo Shevek—. Nada de diversión. Nunca. En Anarres nos pasamos el día cavando para extraer el plomo de las entrañas de las minas, y cuando llega la noche, después de nuestra ración de tres granos de holum cocido en una cucharada de agua salobre, recitamos a coro las Máximas de Odo, hasta la hora de irnos a la cama. Lo que hacemos todos por separado y con las botas puestas.

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