—¡Es suficiente!
Después llegó el asombro. ¿Cómo había podido saber la respuesta a aquella pregunta? Schwartz estaba seguro de que nunca había oído hablar de los logaritmos con anterioridad, y sin embargo la respuesta había surgido en su mente apenas le había sido formulada la pregunta. Schwartz no tenía ni idea del proceso mediante el que había sido calculada. Era como si su mente fuera una entidad independiente que se limitaba a usarle en calidad de portavoz.
¿O quizá había sido matemático antes de su amnesia?
Cada vez le resultaba más difícil esperar a que fuesen transcurriendo los días. Sentía una necesidad creciente de enfrentarse con el mundo y arrancarle una respuesta. Mientras siguiera metido en aquella habitación que le servía de cárcel, donde no era más que un espécimen biológico altamente curioso (la idea se presentó repentinamente en su cerebro), nunca podría averiguar nada.
La oportunidad se presentó al sexto día. Estaban empezando a confiar demasiado en él, y en una ocasión Shekt no cerró la puerta con llave al salir. Allí donde la puerta siempre se cerraba con tanta precisión que incluso el punto en el que se encontraba con la pared resultaba invisible, en esta ocasión quedó una ranura de medio centímetro.
Schwartz esperó para asegurarse de que Shekt no volvería al instante, y después extendió lentamente el brazo hasta poner la mano sobre la lucecita brillante tal y como había visto que hacían frecuentemente quienes salían de la habitación. La puerta se abrió despacio y sin hacer ningún ruido. El pasillo estaba desierto.
Y así fue como Schwartz «huyó».
¿Cómo hubiese podido llegar a imaginarse que la Sociedad de Ancianos había hecho que sus agentes vigilaran el hospital, la habitación y a él mismo durante los seis días que había durado su estancia allí?
El palacio del Procurador sólo perdía una parte muy pequeña de su encanto durante la noche. Las flores nocturnas —ninguna variedad era nativa de la Tierra— abrían sus carnosas corolas blancas en festones que extendían su delicada fragancia hasta las paredes mismas del palacio. Las hebras artificiales de silicatos hábilmente entrelazadas en la aleación de aluminio inoxidable que formaba la estructura del palacio emitían un tenue centelleo violeta al sentir el impacto de la luz polarizada de la luna, y éste destacaba contra el brillo metálico que las rodeaba.
Ennius contemplaba las estrellas. Para él eran la belleza más auténtica que se podía llegar a imaginar, porque las estrellas constituían el Imperio.
El cielo de la Tierra era de un tipo intermedio. No poseía el encanto subyugador de los cielos de los mundos centrales, donde las estrellas rivalizaban las unas con las otras en una competencia cegadora que casi hacía desaparecer el negro de la noche convirtiéndolo en un fulgurante estallido de luz. Tampoco poseía la grandeza solitaria de los cielos de la periferia, donde la oscuridad casi absoluta sólo era interrumpida de vez en cuando por el titilar de una estrella solitaria, con la lente lechosa de la Galaxia que se extendía por el cielo haciendo desaparecer el brillo individual de las estrellas entre su polvareda diamantina.
Desde la Tierra era posible ver unas dos mil estrellas al mismo tiempo.
Ennius podía ver Sirio, a cuyo alrededor giraba uno de los diez planetas más poblados del Imperio. Allá estaba Arturo, capital del Sector en el que había nacido. El sol de Trántor, el planeta capital del Imperio, se hallaba perdido en algún lugar de la Galaxia; y ni tan siquiera un telescopio hubiese permitido distinguirlo del brillo general.
Ennius sintió que una mano se posaba suavemente sobre su hombro, y sus dedos subieron a su encuentro.
—¿Flora?
—Sí, por suerte —respondió su esposa en un tono de ligera diversión—. ¿Sabes que no has dormido desde que regresaste de Chica, y sabes también que no falta mucho para que amanezca? Quieres que te haga traer el desayuno aquí?
—¿Por qué no? —respondió Ennius. Sonrió cariñosamente a su esposa, movió la mano a tientas en la oscuridad buscando el rizo castaño que flotaba junto a su mejilla y tiró de él—. Bien, ¿y es necesario que tú me acompañes en mi vigilia, enturbiando así los ojos más hermosos de toda la Galaxia?
—Eres tú quien intenta enturbiarlos con palabras melosas —contestó ella en voz baja y suave, y liberó el mechón de cabello de entre los dedos de Ennius—. Pero ya te he visto así antes, y no me dejaré engañar. ¿Qué te tiene tan preocupado esta noche, querido?
—Lo que me preocupa siempre. Que te he sepultado aquí inútilmente, cuando no existe ni una sola corte virreinal en toda la Galaxia que no pudieras realzar con tu presencia.
—¿Y qué más te preocupa aparte de eso? Vamos, Ennius… No me dejaré engañar tan fácilmente.
Ennius meneó la cabeza entre las sombras.
—No lo sé —dijo—. Creo que una acumulación de pequeños disgustos ha acabado por deprimirme. Tengo el problema de Shekt y su sinapsificador, y también tengo al arqueólogo Arvardan con sus teorías…, y otras cosas, otras cosas. Oh, ¿de qué sirve todo, Flora? No estoy haciendo ningún progreso.
—Ya veo que esta hora de la madrugada no es la más oportuna para hacerte preguntas sobre tu estado de ánimo.
Pero Ennius continuó hablando entre dientes como si no la hubiese oído.
—¡Estos malditos terrestres! ¿Cómo es posible que tan pocos seres humanos supongan una carga tan grande para el Imperio? ¿Te acuerdas de lo que me dijo mi antecesor, Flora? Cuando me nombraron Procurador, el viejo Faroul me advirtió de las dificultades del cargo… Tenía toda la razón, y si de algo se le puede acusar es de que no llegó lo suficientemente lejos en sus advertencias. Pero por aquel entonces me burlé de él, y en mi fuero interno me dije que Faroul era una víctima de su incapacidad senil. Yo era joven, activo y audaz. Tendría más éxito que él… —Ennius guardó silencio durante unos instantes, aparentemente absorto en sus pensamientos, y cuando volvió a hablar lo que dijo no parecía tener ninguna relación con sus palabras anteriores—. Pero existen tantas pruebas independientes las unas de las otras que parecen demostrar que los terrestres vuelven a dejarse cegar por sus sueños de rebelión… —Miró a su esposa—. ¿Sabes que la doctrina de la Sociedad de Ancianos afirma que hubo un tiempo en el que la Tierra era la única patria de la humanidad, que es el centro sagrado de la raza, la única y verdadera representación del ser humano?
—Eso es lo mismo que nos dijo Arvardan hace dos noches, ¿verdad, querido?
La esposa del Procurador sabía que en aquellas ocasiones siempre era mejor permitir que se desahogara hablando.
—Sí —asintió Ennius con voz lúgubre—, pero por lo menos él se refirió solamente al pasado. La Sociedad de Ancianos también habla del futuro… Afirman que la Tierra volverá a ser el centro de la raza, e incluso dicen que ese mítico Segundo Reinado de la Tierra se halla muy próximo. Anuncian que el Imperio será destruido por una catástrofe general que dejará a la Tierra triunfante en toda su inimitable gloria… —La voz de Ennius se estremeció—. Toda su gloria de pueblo atrasado, bárbaro y hambriento de espacio vital, supongo. Esos mismos disparates encendieron la llama de la rebelión en tres ocasiones anteriores, y parece que los desastres sufridos por la Tierra no han conseguido quebrantar ni un ápice de su estúpida fe.
—Los terrestres son unos pobres desgraciados —dijo Flora—. ¿Qué les quedaría si no tuvieran la fe? Les falta todo lo demás: un planeta en el que se pueda vivir, una existencia decente… Incluso les falta el orgullo de ser aceptados en pie de igualdad por el resto de la Galaxia, y por eso se refugian en sus sueños. ¿Puedes culparles por ello?
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