Isaac Asimov - Un guijarro en el cielo

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Un guijarro en el cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Joseph Schwartz paseaba ensimismado por las calles de Chicago. Levantó un pie en el siglo XX y se encontró con que lo había plantado en el año 827 de la Era Galáctica. Todavía estaba en la Tierra, pero en una época en que la Humanidad había colonizado la Galaxia y en la que los terrestres eran considerados parias condenados a la superficie de un mundo radiactivo. Joseph descubre los planes de los extremistas que amenazan la supervivencia de todo el Imperio Galáctico, y sólo él puede prevenir el desastre.

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En cuanto al estratosférico, le parecía un aparato pequeño y de construcción bastante imperfecta. Se desplazaba gracias a la propulsión atómica, pero la aplicación del principio estaba muy lejos de ser realmente eficiente. En primer lugar la turbina no se encontraba muy bien aislada; pero Arvardan pensó que la presencia de rayos gamma errantes y la elevada densidad de neutrones de la atmósfera quizá pudiera resultar menos importante para los terrestres que para los seres humanos de otros planetas.

De repente el paisaje atrajo su mirada. Vista desde la capa púrpura oscuro de los confines de la estratosfera, la Tierra ofrecía un aspecto realmente fabuloso. Las inmensas áreas brumosas que estaban a la vista debajo de Arvardan (oscurecidas a intervalos por manchones de nubes iluminadas por el sol) tenían el color anaranjado típico de los desiertos. Detrás de ellas se veía el tenue y confuso límite de la noche que se iba alejando lentamente de la estratonave, y en el interior de aquellas sombras oscuras se podía distinguir el chisporroteo de las zonas radiactivas.

Las risas de algunos de sus acompañantes hicieron que Arvardan apartara su atención de la ventanilla. Miró a su alrededor, y vio que las risas parecían centrarse alrededor de una pareja de edad madura, regordeta y muy sonriente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Arvardan a su vecino tocándole con el codo.

—Se casaron hace cuarenta años y están haciendo la Gran Gira —le informó el hombre.

—¿La Gran Gira?

—Ya sabe…, un viaje alrededor de la Tierra.

El hombre maduro estaba relatando de un modo global sus experiencias e impresiones con el rostro sonrojado por la satisfacción. Su esposa intervenía periódicamente en la conversación corrigiendo escrupulosamente hasta los detalles más insignificantes, lo cual era recibido y aceptado con el máximo buen humor imaginable. Los pasajeros del estratosférico escuchaban todo aquello con la mayor atención, y Arvardan tuvo la impresión de que los terrestres podían llegar a ser tan cordiales y humanos como cualquier otro pueblo de la Galaxia.

—¿Y para cuándo tienen fijados los sesenta? —preguntó alguien de repente.

—Para dentro de un mes, más o menos —fue la inmediata y satisfecha respuesta que obtuvo—. El dieciséis de noviembre, para ser exactos.

—Bueno, espero que tengan la suerte de que haga un día bonito —dijo el hombre que había hecho la pregunta—. Mi padre llegó a sus sesenta en un día de lluvias torrenciales…, nunca he vuelto a ver otro igual desde entonces. Yo iba con él, porque como ustedes saben a una persona siempre le gusta más estar acompañad en esas circunstancias, y no paró de quejarse de la lluvia ni un momento. Además, íbamos en un vehículo birrueda abierto, y quedamos calados hasta los huesos. «Eh, papá, ¿por qué te quejas tanto: —acabé diciéndole—. Después de todo, el que tendrá que volver soy yo, ¿no?»

Hubo una carcajada general a la que se sumó la pareja que estaba celebrando el aniversario de boda, pero una desagradable y molesta sospecha empezó a cobrar forma en la mente de Arvardan, y el horror le erizó el vello.

—Esos sesenta de los que están hablando —dijo volviéndose hacia su compañero de asiento—. Bueno, verá… He tenido la impresión de que se referían a la eutanasia, ¿no? Quiero decir que…, que ustedes son eliminados cuando cumplen los sesenta años, ¿verdad?

La voz de Arvardan se debilitó un poco cuando su compañero de asiento ahogó repentinamente sus últimas risas para volverse hacia él y escrutarle con una prolongada mirada impregnada de desconfianza.

—¿Y de qué pensó que estaban hablando? —preguntó por fin.

Arvardan hizo un vago gesto con la mano y sonrió estúpidamente. Conocía la Costumbre de los Sesenta, pero sólo de una manera teórica…, como algo acerca de lo que había leído varios pasajes en un libro o que se comentaba en una publicación científica. Pero ahora se acababa de convencer de que la Costumbre se aplicaba a seres vivos, de que los hombres y mujeres que había a su alrededor sólo podían vivir hasta los sesenta años porque así lo exigía la Costumbre de los Sesenta.

Su compañero de asiento seguía mirándole fijamente.

—Oiga, ¿de dónde viene usted? —preguntó de repente—. ¿Es que no conocen los Sesenta en su ciudad?

—Allí los llamamos «La Hora» —respondió Arvardan con un hilo de voz—. Soy de allá…

Movió un pulgar señalando por encima del hombro, y pasados unos segundos el rostro de su compañero de asiento fue perdiendo poco a poco su expresión dura e inquisitiva.

Arvardan frunció los labios. Los terrestres eran muy desconfiados, desde luego. Por lo menos aquella faceta de la caricatura correspondía a la realidad.

El hombre maduro estaba volviendo a hablar.

—Ella me acompañará —explicó señalando a su risueña esposa—. No le corresponde hasta tres meses más tarde, pero cree que no hay por qué esperar y que será mejor que nos vayamos juntos. ¿Verdad que sí, gordita?

—Oh, sí —respondió ella con una risita jovial—. Todos nuestros hijos están casados y ya tienen sus hogares, así que sería una carga para ellos. De todas maneras, no podría vivir sin mi viejo…, así que nos iremos juntos.

Después todos los pasajeros parecieron enfrascarse en un cálculo aritmético para averiguar cuánto tiempo le quedaba a cada uno, para lo que tuvieron que transformar los meses en días. El proceso ocasionó varias discusiones entre los matrimonios.

—Me quedan exactamente doce años, tres meses y cuatro días —manifestó rotundamente un hombrecillo de expresión decidida al que la ropa le quedaba bastante apretada—. Doce años, tres meses y cuatro días, ni uno más ni uno menos…

—Siempre que no se muera antes, naturalmente —fue la muy razonable respuesta de alguien.

—Tonterías —contestó inmediatamente el hombrecillo—. ¡No tengo la más mínima intención de morirme antes! ¿Acaso tengo el aspecto de ser uno de esos hombres que se mueren antes? Viviré doce años, tres meses y cuatro días, y no hay aquí un solo hombre con las agallas suficientes para negarlo.

Su expresión al decir aquello era verdaderamente amenazadora.

Un joven esbelto y elegante se quitó de los labios un cigarrillo muy largo.

—Tienen mucha suerte al poder calcularlo con tanta exactitud —comentó en tono sombrío—. Hay muchos hombres que viven más tiempo del que les corresponde.

—Ya lo creo que sí —respondió el otro.

Hubo un coro general de asentimientos que fue acompañado por un murmullo de indignación.

—No es que tenga ninguna objeción al hecho de que un hombre o una mujer deseen seguir viviendo después de haber cumplido los sesenta hasta el próximo día de reunión del Consejo, sobre todo si tienen que terminar de resolver algún asunto pendiente —siguió diciendo el joven mientras alternaba las caladas al cigarrillo con una complicada maniobra destinada a desprender la ceniza—. Pero esos granujas y parásitos que intentan llegar al próximo Censo consumiendo los alimentos que deberían destinarse a la nueva generación…

Hablaba como si sintiese un resentimiento personal hacia aquellos casos.

—Pero las edades de todo el mundo están registradas en los archivos, ¿no? —intervino Arvardan en voz baja y suave—. Nadie puede seguir viviendo después de haber cumplido los sesenta, ¿verdad?

Se produjo un silencio general en el que había una buena dosis de desprecio hacia aquella estúpida manifestación de idealismo. El silencio se prolongó hasta que un pasajero empezó a hablar en tono mesurado y diplomático, como si quisiera poner punto final al tema.

—Bueno, supongo que vivir más allá de los sesenta no sirve de mucho —dijo.

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