Isaac Asimov - Un guijarro en el cielo

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Joseph Schwartz paseaba ensimismado por las calles de Chicago. Levantó un pie en el siglo XX y se encontró con que lo había plantado en el año 827 de la Era Galáctica. Todavía estaba en la Tierra, pero en una época en que la Humanidad había colonizado la Galaxia y en la que los terrestres eran considerados parias condenados a la superficie de un mundo radiactivo. Joseph descubre los planes de los extremistas que amenazan la supervivencia de todo el Imperio Galáctico, y sólo él puede prevenir el desastre.

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—¿Entonces eso significa que la enseña imperial no volvió a ser izada? —preguntó Flora en un tono de voz impregnado de incredulidad.

—Significa exactamente eso. ¡Por las estrellas, pero si la Tierra es el único entre los millones y millones de planetas del Imperio que no tiene la enseña imperial izada en su Cámara del Consejo! Sí, la Tierra, el planeta miserable en el que nos hallamos ahora… Te aseguro que si volviéramos a intentarlo los terrestres lucharían hasta la muerte para impedirlo. ¿Y tú me preguntas si son quisquillosos? Te digo que están locos, Flora…

Se hizo el silencio, y la aurora empezó a iluminar lentamente el cielo. El silencio acabó siendo roto por la voz de Flora.

—Ennius… —murmuró la esposa del Procurador.

—¿Sí?

—En realidad tú no estás preocupado por el daño que esa rebelión que esperas se produzca de un momento a otro pueda causar a tu reputación, ¿verdad? No sería tu esposa si no fuese capaz de adivinar una parte de los pensamientos que pasan por tu cabeza, y me parece que estás esperando que ocurra algo muy peligroso para el Imperio. No deberías ocultarme nada, Ennius. Temes que los terrestres acaben triunfando, ¿no?

—No puedo hablar de eso, Flora. —Un brillo atormentado iluminó los ojos del Procurador—. Es algo tan débil que no llega a ser ni una intuición, ¿comprendes? Puede que cuatro años de residencia en este planeta sean demasiados años para un hombre cuerdo. ¿Pero por qué están tan confiados esos terrestres?

—¿Cómo sabes que lo están?

—Oh, te aseguro que así es. Yo también tengo mis fuentes de información, ¿sabes? Después de todo ya han sido diezmados tres veces, ¿no? No pueden quedarles ilusiones de ninguna clase… Y sin embargo están dispuestos a enfrentarse con doscientos millones de mundos, cada uno de los cuales es más poderoso que el suyo, y confían ciegamente en sí mismos. ¿Acaso su fe en algún destino o fuerza sobrenatural que sólo tiene significado para ellos puede llegar a ser tan obstinada? Quizá…, quizá…

—¿Quizá qué, Ennius?

—Quizá cuentan con armas secretas.

—¿Armas secretas tan potentes que permitirán que un solo mundo derrote a doscientos millones de planetas? Vamos, Ennius… Estás delirando. Ningún arma es capaz de hacer algo semejante.

—Ya te he hablado del sinapsificador.

—Y yo te he explicado cómo puedes controlar los posibles efectos de ese aparato. ¿Sabes de alguna otra arma que puedan utilizar?

—No —replicó el Procurador de mala gana.

—Claro, porque no es posible que existan armas semejantes. Y ahora te diré lo que debes hacer, querido. ¿Por qué no hablas con el Primer Ministro y le informas de cuáles son los planes de Arvardan? Invítale oficiosamente a no concederle el permiso. Eso eliminará toda sospecha de que el gobierno imperial tiene alguna participación en esta estúpida violación de las Costumbres terrestres…, o por lo menos debería eliminarla. AL mismo tiempo, habrás conseguido detener a Arvardan sin verte involucrado. Después solicitarás al Departamento que te envíe dos buenos psicólogos…, o quizá sería mejor que solicitaras a cuatro para que por lo menos te envíen dos, y cuando lleguen harás que investiguen las posibilidades de uso del sinapsificador. Nuestros soldados podrán ocuparse del resto, y mientras lo hacen dejaremos que la posteridad se cuide sola. ¿Y ahora por qué no duermes un rato aquí? Podemos desplegar el sillón, usarás mi manto de pieles para abrigarte, y haré que te envíen la bandeja con el desayuno apenas te hayas despertado. La luz del sol hará que todo resulte distinto.

Y así fue cómo el Procurador Ennius se durmió cinco minutos antes del amanecer, después de haber permanecido en vela durante toda la noche.

Y ocho horas más tarde, el Primer Ministro de la Tierra se enteró por boca del Procurador en persona de la presencia de Bel Arvardan en el planeta y de la naturaleza de la misión que le había llevado hasta allí.

7. ¿UNA CONVERSACIÓN CON LOCOS?

En cuanto a Arvardan, lo único que le interesaba en aquellos momentos era hacer turismo. Su nave Ofiuco, no llegaría a la Tierra hasta dentro de un mes, y en consecuencia disponía de todo aquel tiempo para invertirlo de la manera que más le gustase.

Y ése fue el motivo por el que Bel Arvardan se despidió de su anfitrión seis días después de haber llegado al Everest, y subió a bordo del mayor estratosférico a retropropulsión de que disponía la Compañía Terrestre de Transportes Aéreos para hacer el viaje entre el Everest y Washenn, la capital de la Tierra.

Desplazarse a bordo de un aparato comercial en vez de hacerlo en el veloz crucero puesto a su disposición por Ennius había sido una elección deliberada por su parte. En su calidad de extranjero y de arqueólogo, Arvardan sentía una considerable curiosidad hacia la existencia cotidiana de los seres humanos que vivían en un planeta tan extraño como era la Tierra.

Y también tenía otro motivo aparte de la curiosidad.

Arvardan provenía del Sector de Sirio, el cual se distinguía por la gran intensidad de sus prejuicios antiterrestres; pero siempre le había complacido pensar que no había sucumbido a aquellos prejuicios. Como hombre de ciencia y como arqueólogo no podía permitírselo, aunque naturalmente se había acostumbrado a pensar en los terrestres guiándose por ciertos moldes caricaturescos, hasta el extremo de que la misma palabra «terrestre» le resultaba vagamente desagradable; pero no tenía verdaderos prejuicios contra ellos.

AL menos eso era lo que creía Arvardan. Por ejemplo, siempre que un terrestre había querido tomar parte en una de sus expediciones o trabajar a su lado en cualquier tipo de actividad había sido aceptado…, si poseía la cultura y la capacidad necesarias, por supuesto; si había una vacante, naturalmente…, y si los otros miembros de la expedición no protestaban demasiado. Ése era el gran problema. Lo habitual era que los demás se opusieran enérgicamente, ¿y qué podía hacer Arvardan entonces salvo claudicar?

Empezó a pensar en el problema. Nunca se le habría pasado por la cabeza la idea de negarse a comer con un terrestre, eso estaba claro, e incluso estaba dispuesto a compartir su alojamiento con un terrestre…, siempre que éste fuera razonablemente limpio y estuviera sano. Arvardan incluso pensaba que ese hipotético terrestre sería tratado en todos los aspectos igual que hubiese tratado a un nativo de cualquier otro planeta, pero no pudo negar ante sí mismo que siempre sería consciente de que un terrestre era un terrestre. No podía evitarlo. Era el resultado de una niñez transcurrida en un entorno impregnado de fanatismo hasta tales extremos que éste resultaba casi imperceptible, y donde no te quedaba más remedio que aceptar sus axiomas igual que si fueran una segunda naturaleza. Aun así, cuando salías de él eras capaz de verlo tal y como era realmente al contemplarlo desde el exterior.

Ahora tenía una ocasión para ponerse a prueba. Viajaba a bordo de un estratosférico en el que aparte de él sólo había terrestres y, a pesar de ello, Arvardan se estaba comportando con bastante naturalidad…, aunque ésta no llegara a ser total.

Estudió los rostros vulgares y normales de sus compañeros de viaje. Se suponía que los terrestres eran distintos, pero Arvardan no estaba muy seguro de si habría podido distinguir a aquellos seres humanos de otros si se hubiese encontrado con ellos por casualidad en medio de una multitud. Acabó pensando que no. Las mujeres no eran feas, desde luego… Arvardan enarcó las cejas. La tolerancia también tenía un límite, naturalmente, y estaba claro que ni tan siquiera se podía llegar a pensar en la posibilidad de un matrimonio mixto.

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