Y Shekt quería vivir, aunque fuese en aquella miserable bola de barro calcinado que era la Tierra.
Volvió a acostarse, y antes de que acabara logrando conciliar el sueño se preguntó distraídamente si los Ancianos podían haber interferido su llamada a Ennius. En aquel momento no sabía que los Ancianos contaban con otras fuentes de información.
El joven técnico que había colaborado con Shekt tomó la decisión cuando ya era de madrugada.
Admiraba al doctor Shekt, pero era consciente de que tratar en secreto con el sinapsificador a un voluntario no autorizado suponía violar la orden de la Hermandad; y la orden había sido elevada al rango de Costumbre, por lo que la desobediencia equivalía a cometer un delito castigado con la pena de muerte.
Intentó razonar el problema al que se enfrentaba. Después de todo, ¿quién era el hombre que había sido tratado con el sinapsificador? La campaña para solicitar voluntarios había sido meticulosamente estudiada. Tenía por objeto dar la suficiente información sobre el sinapsificador para disipar las sospechas de los posibles espías imperiales, y el de hacerlo sin estimular ninguna afluencia real de voluntarios. La Sociedad de Ancianos enviaba a sus hombres para que fuesen sometidos al tratamiento, y bastaba con ellos.
¿Y entonces quién había enviado a aquel hombre? ¿Habría sido la Sociedad de Ancianos para poner a prueba la lealtad de Shekt?
¿O sería que Shekt era un traidor? Antes había estado mucho rato encerrado en una habitación hablando con alguien, una persona vestida con prendas muy voluminosas…, como las que usaban los espaciales por temor al envenenamiento radiactivo.
En cualquiera de los dos casos cabía la posibilidad de que Shekt cayese en desgracia, ¿y por qué tenía que sufrir él la misma suerte? El técnico era joven, y aún le quedaban casi cuatro décadas de vida. ¿Por qué tenía que adelantar la llegada de los sesenta?
Además, aquello significaría un ascenso para él, y Shekt ya era bastante viejo. Era muy probable que fuese eliminado en el próximo Censo, así que lo que hiciera el técnico no le afectaría demasiado…, prácticamente nada, de hecho.
El técnico ya había tomado una decisión. Cogió el comunicador tecleó la combinación que le pondría en contacto directo con los aposentos privados del Primer Ministro de toda la Tierra, el hombre situado por debajo del Emperador y el Procurador que tenía poder de vida y muerte sobre todos los terrestres.
La noche volvió a llegar antes de que las confusas impresiones encerradas en el cerebro de Schwartz empezaran a adquirir nitidez definiéndose por entre la bruma rojiza del dolor. Recordó el viaje hasta aquellos edificios no muy altos situados en la orilla del lago, y la larga espera agazapado en la parte trasera del vehículo.
Y después… ¿Qué? Su mente forcejeó torpemente con los pensamientos. Sí, habían ido a buscarle. Una habitación llena de diales e instrumentos, y dos píldoras… Sí, eso. Le habían dado las píldoras, y Schwartz las había aceptado sin sentir ninguna inquietud. ¿Qué podía perder? De haberle envenenado le hubiesen estado haciendo un favor, ¿no?
Y después…, después nada.
¡No, un momento! Había experimentado fugaces chispazos de consciencia… Personas inclinadas sobre él… De repente recordó el ir y venir de un estetoscopio que estaba muy frío desplazándose sobre su pecho. Una muchacha le había dado de comer.
Se le pasó por la cabeza la idea de que quizá hubiera sido sometido a una operación. El terror hizo que echara las sábanas a un lado de un manotazo y se sentara en la cama.
La muchacha se colocó a su lado y le puso las manos sobre los hombros para empujarle nuevamente sobre las almohadas. Le habló con dulzura, pero Schwartz no entendió ni una palabra. Forcejeó intentando resistirse a la presión de aquellos esbeltos brazos, pero fue inútil. Estaba muy débil.
Alzó las manos delante de su rostro. Parecían estar normales. Volvió las piernas, y oyó el ruido que hacían al rozar las sábanas. No podían estar amputadas.
Se volvió hacia la muchacha.
—¿Me entiende? —preguntó sin hacerse muchas ilusiones sobre sus probabilidades de obtener una respuesta—. ¿Sabe dónde estoy?
Schwartz apenas pudo reconocer su propia voz.
La muchacha sonrió, y sus labios se movieron dejando escapar una rápida sucesión de sonidos altamente fluidos. Después entró un hombre ya bastante mayor, el mismo que le había dado las píldoras. El hombre y la muchacha conversaron entre ellos. Después la muchacha se volvió hacia él, y se señaló los labios e hizo gestos que parecían una invitación a hablar.
—¿Cómo? —preguntó Schwartz.
La muchacha asintió ansiosamente con el rostro encendido por la satisfacción. Su alegría era tan visible que Schwartz acabó sonriendo casi sin querer.
—¿Quiere que hable? —preguntó.
El hombre se sentó en el borde de la cama e indicó por señas a Schwartz que abriese la boca.
—A-h-h-h-h —dijo.
Schwartz repitió el sonido mientras los dedos del hombre se movían dándole masaje en la nuez de Adán.
—¿Qué ocurre? —preguntó Schwartz con voz encolerizada cuando cesó la suave presión—. ¿Le sorprende que sepa hablar? ¿Qué se cree que soy?
Los días fueron pasando, y Schwartz aprendió algunas cosas. Aquel hombre era el doctor Shekt, el primer ser humano que había conocido por su nombre desde que pasó por encima de la muñeca de trapo. La muchacha era su hija Pola. Schwartz descubrió que ya no necesitaba afeitarse. El vello de su cara nunca crecía, y eso le asustó. ¿Habría crecido alguna vez?
Recuperó las fuerzas bastante deprisa. Ya le dejaban vestirse y caminar por su cuenta, y habían empezado a alimentarle con algo más consistente que aquella especie de gachas.
¿Estaría afectado de amnesia? ¿Le estaban sometiendo a tratamiento por eso? ¿Sería posible que todo aquel mundo fuese normal y natural, en tanto que el mundo que Schwartz creía recordar sólo era la fantasía creada por un cerebro amnésico?
Y nunca dejaban que saliera de la habitación, ni tan siquiera para asomarse al pasillo. ¿Estaría prisionero? ¿Había cometido algún delito?
No existe ningún hombre tan terriblemente perdido como el que se extravía en los inmensos y complejos laberintos de su propia mente, ese lugar al que nadie puede llegar y donde nadie puede salvarle. Nunca ha habido un hombre tan impotente como aquel que es incapaz de recordar.
Pola se divertía enseñándole palabras. Schwartz no se sorprendía lo más mínimo de la facilidad con que las aprendía y podía recordarlas. Sabía que en el pasado siempre había tenido una memoria excelente, y por lo menos esa capacidad permanecía intacta. En sólo dos días Schwartz fue capaz de comprender frases sencillas, y en tres consiguió hacerse entender.
Pero al tercer día se llevó una sorpresa. Shekt le enseñó los números y le planteó unos cuantos problemas. Schwartz daba las respuestas, y Shekt consultaba un cronómetro e iba tomando anotaciones con rápidos trazos de su pluma. De repente Shekt le explicó el significado de la palabra «logaritmo», y después le preguntó cuál era el logaritmo de dos.
Schwartz escogió cuidadosamente sus palabras. Su vocabulario aún era bastante reducido, y tenía que ayudarse con gestos.
—No… poder… decir. Respuesta… no… número.
Shekt asintió nerviosamente con la cabeza.
—No es un número —dijo—. No es esto ni aquello…, es en parte esto, y en parte aquello.
Schwartz enseguida comprendió que Shekt había confirmado su explicación de que la respuesta no era un número redondo, sino una fracción.
—Cero coma tres cero uno cero tres…, y más números —dijo por lo tanto.
Читать дальше