Isaac Asimov - Un guijarro en el cielo

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Joseph Schwartz paseaba ensimismado por las calles de Chicago. Levantó un pie en el siglo XX y se encontró con que lo había plantado en el año 827 de la Era Galáctica. Todavía estaba en la Tierra, pero en una época en que la Humanidad había colonizado la Galaxia y en la que los terrestres eran considerados parias condenados a la superficie de un mundo radiactivo. Joseph descubre los planes de los extremistas que amenazan la supervivencia de todo el Imperio Galáctico, y sólo él puede prevenir el desastre.

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Estar atrapado en el vacío estéril del Himalaya y verse involucrado en las disputas igualmente estériles de un pueblo que odiaba a Ennius y al Imperio que representaba hacía que incluso un viaje a Chica fuese un gran acontecimiento.

Además, sus escapadas eran breves. Tenían que serlo, pues en Chica era necesario usar continuamente ropas impregnadas de plomo incluso para dormir y, lo que resultaba todavía peor, era preciso tomar constantemente metabolina.

Ennius habló con bastante amargura de todo aquello a Shekt.

—La metabolina quizá sea el símbolo más exacto de todo lo que su planeta significa para mí, amigo mío —dijo el Procurador alzando la píldora rojiza delante de sus ojos—. Su función consiste en aumentar la velocidad de todos los procesos metabólicos mientras estoy sumergido en la nube radiactiva que me rodea, esa nube que usted ni tan siquiera percibe. —Ennius tragó la píldora—.¡Listo! Ahora mi corazón latirá más deprisa, mi respiración ir ciará una carrera por voluntad propia y mi hígado hervirá en e, síntesis químicas que, según afirman los médicos, lo convierten el laboratorio más importante de mi cuerpo; y a cambio de todo esto después tendré que pagar un tributo en forma de jaqueca y cansancio.

El doctor Shekt le estaba escuchando con visible diversión. Shekt daba la impresión de ser miope, no porque usara gafa sufriera de alguna afección visual, sino simplemente porque su ti bajo le había hecho adquirir la costumbre inconsciente de observar las cosas con fijeza y de sopesar meticulosamente todas las circunstancias antes de emitir una opinión. Era alto y bastante mayor y su delgada silueta siempre estaba un poco encorvada.

Pero poseía amplios conocimientos sobre la cultura galáctica estaba relativamente libre de la expresión de hostilidad y desconfianza universal que hacían tan repulsivo al terrestre medio incluso a los ojos de un habitante del Imperio tan cosmopolita como Ennius.

—Estoy seguro de que en realidad no necesita la píldora para nada —comentó Shekt—. La metabolina no es más que otra de las supersticiones, Procurador, y usted lo sabe. Si yo sustituyese sus píldoras de metabolina por comprimidos de glucosa sin que enterase no se sentiría peor, y además esas jaquecas que le afligen después de haber ingerido la metabolina son provocadas por usted mismo y tienen un origen totalmente psicosomático.

—Dice eso porque vive en su propio ambiente, Shekt. ¿Acaso niega que su metabolismo basal tiene un ritmo de actividad superior al mío?

—Pues claro que no lo niego, ¿pero qué importancia tiene es Ennius, sé que en el Imperio hay una superstición muy extendí, que afirma que los habitantes de la Tierra somos distintos de los otros seres humanos, pero no existe ninguna diferencia esencial ¿O ha venido aquí en calidad de embajador de los antiterrestres?

—¡Oh, por la vida del Emperador! —gruñó Ennius—. Sus camaradas de la Tierra son los mejores misioneros de esa causa… Mientras sigan viviendo como lo han hecho hasta ahora y continúen encerrados en su planeta letal alimentándose con su odio, los terrestres sólo serán una úlcera en el costado de la Galaxia. Sí, Shekt, hablo en serio… ¿Qué otro planeta tiene tal cantidad de rituales presente en su vida diaria y los cumple con la furia masoquista con que lo hacen ustedes? No pasa un solo día sin que reciba la visita de delegaciones de alguno de sus Consejos de Gobierno que vienen a pedir la pena de muerte para algún pobre desgraciado cuyo único delito ha sido entrar en una Zona Vedada, tratar de escapar a la Costumbre de los Sesenta, o quizá simplemente comer una ración mayor que la asignada.

—Ah, pero usted siempre concede la pena de muerte, Procurador… Me parece que su disgusto idealista no es lo bastante fuerte como para impulsarle a rechazar la petición.

—Las estrellas son testigos de que hago cuanto puedo para negar la condena que me piden. ¿Pero qué puedo hacer yo? El Emperador exige que todas las subdivisiones del Imperio conserven sus costumbres locales…, y es una medida muy acertada, porque quita toda posibilidad de obtener apoyo popular a los imbéciles que de ¡o contrario provocarían una rebelión cada día. Además, si me mantuviese inflexible cuando sus Consejos, Senados y Cámaras exigen la pena de muerte, estallaría tal tempestad de protestas, gritos y denuncias contra el Imperio y todas sus dependencias administrativas que preferiría dormir veinte años rodeado por una legión de demonios antes que enfrentarme a la Tierra en ese estado aunque sólo fuera durante diez minutos.

Shekt suspiró y se alisó los escasos cabellos que le quedaban en el cráneo.

—Suponiendo que se nos tenga en cuenta, para el resto de la Galaxia la Tierra no es más que un guijarro en el cielo; pero para nosotros es la patria…, la única patria que conocemos. Sin embargo, no somos distintos de ustedes, sino únicamente más desgraciados. Estamos hacinados en un mundo casi muerto, envueltos por un muro de radiaciones que nos aprisiona, rodeados por una Galaxia inmensa que nos rechaza. ¿Qué podemos hacer para luchar contra el sentimiento de frustración que nos consume? ¿Estaría dispuesto a enviar al espacio nuestro exceso de población, procurador Ennius?

—¿Cree que me importaría hacerlo? —replicó Ennius encogiéndose de hombros—. Pero los habitantes de los otros mundos jamás lo aceptarían. No quieren ser víctimas de las enfermedades terrestres.

—¡Las enfermedades terrestres! —repitió Shekt con voz malhumorada—. Eso no es más que una idea absurda que debe ser eliminada… Los terrestres no somos portadores de la muerte. Usted Vive entre nosotros, Procurador. ¿Acaso ha muerto?

—Bueno, si quiere que le sea sincero debo decir que hago todo lo posible por evitar el contacto con los terrestres —respondió Ennius, y sonrió.

—Eso se debe a que incluso usted siente el temor fomentado por la propaganda, que después de todo ha sido creada por la estupidez de sus fanáticos.

—Vamos, Shekt… ¿Pretende decirme que la teoría de que los terrestres son radiactivos carece de todo fundamento teórico?

—Oh, pues claro que los terrestres son radiactivos. ¿Cómo iban a poder evitarlo? Usted también lo es, Procurador. Todos y cada uno de los habitantes de los cien millones de planetas del Imperio son radiactivos. Confieso que nosotros lo somos en mayor grado, pero no tanto como para dañar a ningún ser humano.

—Pero me temo que el ciudadano medio de la Galaxia cree lo contrario, y yo no quiero descubrir la verdad por experiencia propia. Además…

—Va a decir que además somos distintos, ¿eh? No somos seres humanos porque entre nosotros las mutaciones se producen más deprisa debido a las radiaciones atómicas, y por eso hemos cambiado en muchos aspectos, ¿verdad? Eso tampoco está probado.

—Pero es lo que se cree.

—Y mientras se crea, Procurador, y mientras los terrestres seamos tratados como parias, usted encontrará en nosotros todas las características que desaprueba. Si se nos oprime de una forma intolerable, ¿acaso es tan extraño que nos resistamos? No, no… Somos ofendidos en un grado mucho mayor que ofensores.

Ennius se sintió un poco disgustado por la cólera que había provocado, y pensó que incluso los mejores terrestres tenían el mismo punto débil, el mismo sentimiento de antagonismo que enfrentaba a la Tierra contra todo el resto del universo.

—Le pido que disculpe mi torpeza, Shekt —dijo con todo el tacto de que era capaz—. Que mi juventud y mi aburrimiento le sirvan de excusa, ¿de acuerdo? Tiene ante usted a un pobre muchacho de sólo cuarenta años de edad —y le recuerdo que en el funcionariado profesional cuarenta años es casi la edad de un niño que está haciendo su aprendizaje en la Tierra. Quizá pasarán bastantes años antes de que mi nombre quede suficientemente grabado en la memoria de los idiotas del Departamento de Provincias Exteriores como para ascenderme a un cargo menos peligroso. Bien, los dos somos prisioneros de la Tierra y, al mismo tiempo, también somos ciudadanos de ese gran mundo del cerebro en el que no existe distinción alguna por los planetas ni por las características físicas. Venga, deme su mano y seamos amigos.

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