Isaac Asimov - Un guijarro en el cielo

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Joseph Schwartz paseaba ensimismado por las calles de Chicago. Levantó un pie en el siglo XX y se encontró con que lo había plantado en el año 827 de la Era Galáctica. Todavía estaba en la Tierra, pero en una época en que la Humanidad había colonizado la Galaxia y en la que los terrestres eran considerados parias condenados a la superficie de un mundo radiactivo. Joseph descubre los planes de los extremistas que amenazan la supervivencia de todo el Imperio Galáctico, y sólo él puede prevenir el desastre.

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—Exacto. Bien, ¿qué ocurre con Shekt?

—Oh, nada. Verá, en agosto la revista Estudios de física publicó un artículo suyo… Me fijé en él porque estaba recogiendo toda clase de material que tuviera relación con la Tierra, y en las revistas de circulación galáctica aparecen muy pocos artículos escritos por terrestres… Bien, quería llegar a lo siguiente: ese hombre afirma haber creado un aparato, al que llama sinapsificador, que se supone mejora la capacidad de aprendizaje del sistema nervioso de los mamíferos.

—¿De veras? —preguntó Ennius en un tono de voz excesivamente trío—. Nunca he oído hablar de ese aparato.

—Si lo desea le daré la referencia exacta… Es un artículo muy interesante, aunque naturalmente no pretendo haber entendido todos sus cálculos matemáticos. Lo que ha hecho Shekt es tratar con el sinapsificador a un animal nativo de la Tierra que creo se llama rata, y después hizo que la rata «resolviera» un laberinto. Supongo que ya saben a qué me refiero, ¿no? «Resolver» un laberinto significa averiguar el trayecto correcto que lleva hasta una provisión de alimentos. Utilizó ratas no tratadas como controles del experimento, y descubrió que las ratas sinapsificadas siempre resolvían el problema en menos de un tercio del tiempo que necesitaban las otras ratas. ¿Comprende el significado de todo esto, coronel?

—No, doctor Arvardan, me temo que no —respondió con voz indiferente el militar que había iniciado la discusión.

—Pues entonces se lo explicaré: estoy convencido de que por muy terrestre que sea, un hombre de ciencia capaz de inventar semejante aparato es innegablemente mi igual intelectual, por lo menos…, y si me perdona la suposición, también el suyo. Además…

—Discúlpeme, doctor Arvardan, pero me gustaría volver al sinapsificador —le interrumpió Ennius—. ¿Sabe si Shekt llegó a probar su aparato con seres humanos?

—Dudo mucho que lo hiciera, Procurador Ennius —dijo Arvardan, y se rió—. Nueve de cada diez ratas sinapsificadas murieron durante el tratamiento. Shekt no se atreverá a emplear cobayas humanos hasta que no haya hecho más progresos.

El Procurador Ennius se recostó contra el respaldo de la silla con el ceño ligeramente fruncido, y a partir de aquel momento no habló ni comió durante el resto del banquete.

Y antes de que llegara la medianoche se separó en silencio de los comensales, y partió en su nave particular para hacer el trayecto de dos horas a Chica después de haberse despedido lacónicamente de su esposa. Seguía teniendo el ceño fruncido, y la preocupación hacía que su corazón latiera más deprisa de lo normal.

Ésa fue la cadena de circunstancias que dio como resultado el que la misma tarde en la que Arbin Maren llegó a Chica con Joseph Schwartz para que éste fuese tratado con el sinapsificador, Shekt hubiera pasado más de una hora encerrado en una habitación nada menos que con el Procurador Imperial de la Tierra.

4. EL CAMINO REAL

Estar en Chica hacía que Arbin se sintiera muy nervioso. Tenía la impresión de hallarse rodeado. En algún lugar de Chica —una de las mayores ciudades de la Tierra, de la que se decía que contaba con una población de cincuenta mil seres humanos— había funcionarios del gran Imperio Galáctico.

Arbin nunca había visto a un habitante de la Galaxia, naturalmente, pero desde que estaba en Chica no paraba de volver el cuello de un lado a otro temiendo ver uno. Si le hubieran interrogado al respecto no habría podido explicar cómo pensaba diferenciar a un espacial de un terrestre, aun suponiendo que viera uno, pero Arbin tenía el vago presentimiento de que debía existir alguna diferencia fácilmente reconocible.

Antes de entrar en el Instituto miró por encima de su hombro. Su vehículo estaba aparcado en un área abierta, con un cupón dándole derecho a ocupar la plaza de estacionamiento durante seis horas. ¿Y si esa extravagancia resultaba sospechosa? Todo le asustaba. El aire parecía estar lleno de ojos y oídos.

Esperaba que aquel hombre tan extraño se acordara de que debía mantenerse escondido en el fondo del compartimento trasero. Había asentido enfáticamente, ¿pero le había entendido? Arbin se sintió súbitamente encolerizado consigo mismo. ¿Por qué había permitido que Grew le convenciera de hacer algo tan absurdo?

Y entonces la puerta se abrió delante de él, y una voz interrumpió el hilo de sus pensamientos.

—¿Qué desea? —preguntó la voz.

Parecía un poco impaciente. Quizá ya le había hecho esa misma pregunta varias veces y Arbin no la había oído.

—¿Es aquí donde hay que ofrecerse para el sinapsificador? —preguntó con voz enronquecida, sintiendo que las palabras se le atascaban en la garganta como si fuesen partículas de polvo.

—Firme aquí —dijo la recepcionista mirándole fijamente.

Arbin cruzó las manos detrás de la espalda.

—¿A quién he de ver para lo del sinapsificador? —preguntó.

Grew le había dicho cómo se llamaba el aparato, pero al salir de sus labios la palabra le sonó extraña y ridícula, como si fuese un balbuceo carente de significado.

—Oiga, si no firma en el registro de visitantes no podré atenderle —dijo la recepcionista con voz firme y seca—. Lo exige el reglamento, ¿entiende?

Arbin giró sobre sí mismo sin abrir la boca y se dispuso a marcharse. La muchacha sentada detrás del escritorio tensó los labios, y su pie hizo bajar el pedal de señales que había al lado de la silla.

Arbin luchaba desesperadamente por pasar inadvertido, y sabía que estaba fracasando. La muchacha le miraba fijamente, y Arbin pensó que mil años después aún se acordaría de él. Sintió un deseo casi incontenible de echar a correr hacia su vehículo y volver a la granja.

Una persona vestida con una bata blanca de laboratorio salió con paso apresurado de la otra habitación, y la recepcionista alzó una mano.

—Un voluntario para el sinapsificador, señorita Shekt —dijo—. No ha querido decir cómo se llama.

Arbin levantó la mirada. La persona de la bata blanca era una mujer, y el que fuese bastante joven aumentó la ya considerable confusión de Arbin.

—¿Es usted la encargada de la máquina, señorita?

—No —respondió ella sonriendo con cordialidad, y Arbin sintió que se relajaba un poco—. Pero puedo llevarle hasta el encargado —añadió—. ¿Es verdad que ha venido para ofrecerse como voluntario a ser tratado con el sinapsificador?

—Quiero ver al encargado —insistió tercamente Arbin.

—De acuerdo —dijo la joven.

La brusquedad de Arbin no pareció molestarla en lo más mínimo, y volvió a entrar en la habitación de la que había salido. Hubo una breve espera, y por fin un dedo le hizo señas de que Arbin siguió a la joven hasta una pequeña antesala. El corazón le palpitaba con gran violencia.

—Si puede esperar, el doctor Shekt le atenderá dentro de media hora —dijo la joven con afabilidad—. Ahora está muy ocupado. Si desea algunos libros-película y un visor para distraerse, me encargaré de traérselos.

Pero Arbin meneó la cabeza. Las cuatro paredes de la pequeña habitación parecían estarse acercando para encerrarle en una trampa. ¿Estaría atrapado? ¿Y si los Ancianos estaban viniendo a por él en aquel mismo instante?

Fue la espera más larga de toda la existencia de Arbin.

El Procurador Ennius no había tenido ninguna de las dificultades experimentadas por Arbin a la hora de hablar con Shekt, aunque estaba casi tan nervioso como él. Era su cuarto año en el cargo de Procurador Imperial, pero una visita a Chica seguía siendo un gran acontecimiento. Teóricamente ser el representante legal del lejano Emperador de la Galaxia colocaba a Ennius al mismo nivel que los Virreyes Imperiales que gobernaban inmensos sectores galácticos que extendían sus volúmenes iridiscentes a través de centenares de parsecs cúbicos de espacio, pero su posición real apenas estaba un poco por encima del exilio.

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