Transcurrió medio minuto. Marta soltó una breve y amarga risa.
—Demasiadas enemistades. Las Korolevs odian a los Robinson, los de NM odian a los Pacistas, casi todo el mundo odia a las Korolevs.
—Y Mónica Raines odia a toda la humanidad.
En esta ocasión su risa fue más ligera.
—Sí. Pobre Mónica.
Marta se inclinó y entonces sí apoyó su cabeza sobre el hombro de él. Wil, automáticamente, deslizó su brazo por detrás de la espalda de ella, que suspiró.
—No somos más de doscientos, más o menos la mitad de los que han quedado. Y juro que tenemos más envidia y maquinaciones que en todo el Asia del siglo veintiuno.
Se quedaron sentados y en silencio, la cabeza de ella apoyada en él, y la mano de él descansando suavemente en la espalda de ella. Wil notó que la tensión del cuerpo de ella iba cediendo, pero para Wil era lo contrario. ¡Oh, Virginia! ¿Qué tengo que hacer? Marta se sentía bien. Sería muy fácil acariciar aquella espalda, deslizar la mano hasta su cintura. Lo más probable era que tras un momento de azoramiento se echara hacia atrás. Pero si ella correspondía… Si ella correspondía no haría más que añadir un nuevo juego de envidias a los ya existentes.
La mano de Wil no se deslizó. Algún tiempo después se preguntaría muchas veces si los acontecimientos hubieran seguido un curso diferente si él no hubiera elegido el camino de la cordura y de la cautela. Sus pensamientos se desbocaron durante unos instantes, pero por fin halló un tópico que estaba seguro iba a romper el encantamiento.
—Ya debes saber que yo fui secuestrado, Marta.
—Mm-hmm.
—Se trata de un crimen poco frecuente. Emburbujar a alguien hasta el futuro lejano. Podría haber sido juzgado como asesinato, pero el tribunal no podía estar seguro. En mis días, casi todas las jurisprudencias tenían un castigo específico para este crimen. Silencio.
—El castigo consistía en emburbujar equipo de supervivencia y una copia de las actas del tribunal al lado de la víctima. Después cogían al bastardo que había originado el problema y lo emburbujaban también, de manera que regresara de su estasis un poco después que su víctima…
El hechizo se había roto. Marta se fue separando lentamente. Podía adivinar lo que iba a decir a continuación.
—En algunos casos, los tribunales no podían saber la duración.
Wil asintió.
—En mi caso, puedo apostar que la duración era conocida. Y todavía puedo apostar más sobre seguro que hubo una convicción. Sólo había tres sospechosos. Estaba acercándome al estafador. Por eso el pánico se apoderó de él.
Hizo una pausa.
—¿Marta, le salvaste también a él? ¿Salvaste a… la persona que me hizo esto?
Ella movió la cabeza. Su franqueza le abandonaba cuando tenía que mentir.
—Tienes que decírmelo, Marta. No necesito vengarme —(esto tal vez era mentira)—. Pero necesito saberlo.
Ella volvió a negar con la cabeza, pero ahora contestó:
—No podemos, Wil. Os necesitamos a todos. ¿No te das cuenta de que estos crímenes ya no significan nada?
—Por mi propia protección…
Ella se levantó y, después de un segundo, Wil la imitó.
—No. Le hemos dado una nueva cara y un nuevo nombre, y le hemos advertido de lo que vamos a hacer con él si intenta algo.
Brierson se encogió de hombros.
—Oye, Wil. ¿Acabo de ganarme otro enemigo?
—No. Jamás podría ser enemigo tuyo. Y deseo tanto como tú y Yelén que la colonia sea un éxito.
—Lo sé —levantó su mano describiendo una semi-onda—. Buenas noches, Wil.
Se introdujo en la oscuridad, con su robot protector flotando muy cerca de sus hombros.
Las cosas habían cambiado a la mañana «siguiente». Al principio los cambios eran los que Brierson había esperado.
Habían desaparecido la monótona ceniza y el cielo sucio. La aurora llenaba su cama de luz solar: podía ver una cuña de azul por entre las hojas verdes de los árboles. Wil se despertó lentamente, aunque algo dentro de él seguía diciéndole que todo era un sueño. Cerró los ojos, volvió a abrirlos y miró fijamente hacia la luz.
—Lo consiguieron. Por Dios, realmente lo consiguieron.
Saltó de la cama y se vistió. En realidad, no debía estar sorprendido. Las Korolevs habían anunciado su plan. En algún momento de las primeras horas del día, después de que la fiesta de los Robinson hubiera concluido y cuando hubieron comprobado que todo el mundo estaba seguro en su casa, habían emburbujado todos y cada uno de los edificios de la colonia. A lo largo de siglos sin cuento se habían emburbujado hacia adelante, saliendo del estasis sólo unos pocos segundos cada vez, lo suficiente para comprobar si la burbuja de los Pacistas había explotado.
Wil bajó corriendo las escaleras, más allá de la cocina. El desayuno podía saltárselo. Sólo con ver el verde y el azul, y la luz límpida del sol ya se sentía como un muchacho en Navidad. Ya estaba fuera, de pie a la luz del sol. La calle había desaparecido casi por completo. Las pseudojacarandas habían brotado a través de su superficie. Sus flores más bajas crecían un metro por encima de su cabeza Familias de arañas huían sobre las hojas. El enorme montón de ceniza que habían formado él, los Dasguptas y lo demás, había desaparecido, lavado por cien (¿o serían mil?) estaciones lluviosas. La única señal de la antigua con laminación estaba alrededor de la casa de Wil. Un arco circular marcaba la intersección entre el campo de estasis y el terreno. Más allá del arco todo era verdor y crecimiento; en el interior todo estaba cubierto de ceniza gris, y los árboles y las plantas se estaban muriendo.
A medida que Wil deambulaba por el bosque joven en que se había convertido la calle, la irrealidad de la escena fue penetrando gradualmente en él. Todo estaba vivo pero allí no había ningún otro humano, ni siquiera un robot. ¿Acaso todos se habían levantado antes, en el mismo momento en que la burbuja explotó?
Anduvo hasta la casa de los Dasguptas. Escondido a medias por la maleza, vio alguna cosa negra y grande que iba hacia él: su propio reflejo. Los Dasguptas todavía estaban en estasis. Los árboles habían nacido hasta el borde de su burbuja. Telas de araña irisadas flotaban a su alrededor, pero la superficie estaba incólume. Ni las enredaderas ni las arañas podían hacer nada contra aquella lisura especular.
Wil echó a correr por el bosque mientras el pánico hacía presa en él. Entonces ya sabía lo que debía buscar, resultaban fáciles de descubrir: la imagen del sol brillaba en dos, tres, media docena de burbujas. Sólo había explotado la suya. Miraba los árboles, los pájaros y las arañas. La escena ya no era tan placentera como antes. ¿Cuánto tiempo podría vivir sin civilización? Los demás podían salir de sus estasis al cabo de unos momentos o de centenares de años, o de millares: no había modo de saberlo. Entretanto Wil estaba solo, tal vez era el único hombre vivo sobre la Tierra.
Abandonó la calle y ascendió por una cuesta entre los árboles más viejos. Desde la parte alta debería poder ver algunas de las fincas de los viajeros avanzados. El miedo le agarrotaba la garganta. El sol y el cielo se vislumbraban por entre el verdor de las colinas; había burbujas donde deberían estar los palacios de Juan Chanson y de Phil Genet. Miró hacia el sur, hacia el Castillo Korolev.
¡Había espirales, doradas y verdes! ¡Allí no había ninguna burbuja!
Y en el aire, por encima del castillo, vio tres puntos: eran voladores, que se desplazaban rauda y directamente hacia él, como los antiguos cazas en una pasada de ataque. Al cabo de unos segundos el tercero estuvo sobre él. El volador del centro descendió y le invitó a entrar en la cabina de pasajeros.
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