Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Oh, las ciudades lunares y los satélites habitados eran agradables y allí había diversiones singulares. Svoboda se encontraba más cómoda en esos lugares que en la Tierra. Al menos, no se sentía como una exiliada. Su gente, como estos camaradas, a veces pensaba y sentía como la gente de otros tiempos. Aunque eso también estaba cambiando. Por elfo ya nadie hablaba de terraformar Marte y Venus. Ahora que se podía hacer, nadie tenía interés.

Bien, ella y sus siete hermanos siempre habían conocido el cambio. Los príncipes mercaderes y los ruidosos guerreros eran extraños para la pequeña burguesía y los esclavizados labriegos bajo los zares, quienes a la vez eran extraños para los ingenieros y cosmonautas del siglo veinte… Sin embargo todos compartían lo que eran, entre sí y con ella. ¿Cuántos seguían haciéndolo?

Tersten la arrancó de sus recuerdos.

—Estoy despierto —jadeó y trató de erguirse. Ella se arrodilló, le aconsejó cautela, le dio ayuda y respaldo—. Agua — pidió él. El traje le acercó un tubo a la boca y él bebió ávidamente—. Ah bien.

La preocupación arrugó el semblante color chocolate de Mswati.

—¿ Cómo estás ? —preguntó—. ¿ Qué ha pasado ?

—¿Cómo voy a saberlo? —La voz de Tersten recobró la claridad y el vigor—. Dolor en el vientre, aguijonazos en el lado izquierdo del pecho, especialmente cuando me agacho o inhalo profundamente. También dolor de oídos.

—Parece que te has roto o fisurado una costilla, tal vez dos —dijo Svoboda con alivio. Se podía haber matado o sufrido lesiones cerebrales que volvieran inútil una revivificación—. Sospecho que una roca cayó sobre ti con más fuerza de la que el traje pudo aguantar. Sí, aquí esta. —Palpó algo similar a una cicatriz. La tela se había desgarrado y se había cerrado deprisa. En una hora estaría completamente reparada—. Todo conspira contra nosotros, ¿eh? No escalaremos esta montaña. No importa. Era sólo un capricho. Regresemos al campamento. Tersten insistió en que podía caminar, y logró avanzar dando tumbos.

—Pediremos un vehículo —dijo Mswati. Como para confirmarlo, un satélite de relé surcó las constelaciones—. Los demás podemos terminar. Será mas fácil avanzar desde aquí que en el lado oscuro.

Tersten se enfadó.

—¡No, no iréis! No permitiré que se me excluya!

Svoboda sonrió.

—No te preocupes —lo tranquilizó—. Sólo necesitarás un par de inyecciones reparadoras y te devolverán a nosotros dentro de cincuenta horas. Esperaremos donde estemos. Con franqueza, no me importaría descansar todo ese tiempo. —Un fulgor interior. Mi clase de humano aún no está del todo extinguida.

Consternación: ¿Cuántos años podrás ser como eres, Tersten? No tendrás razones para ello.

¿Sigo siendo joven de espíritu, o sólo inmadura? ¿Nuestra historia ha condenado a los supervivientes a permanecer retardados mientras nuestros descendientes evolucionan alejándose de nuestra comprensión?

Avistaron la meseta y el campamento. Genia salió al encuentro del grupo. Alguien debía quedarse por si había problemas. Había desplegado el refugio. Más un organismo maternal que una tienda, éste se extendía bajo los escudos antirradiación que se curvaban como alas desde el techo del transporte.

—¡Tersten, Tersten! —exclamó—. Me asusté al escuchar. Si te hubiéramos perdido…

Se les acercó, y los cuatro se abrazaron. Por un instante, bajo las estrellas, Svoboda estuvo nuevamente entre amigos amados.

7

—Verás —procuró explicar Patulcio—, hice Un bien mi trabajo que me quedé sin ocupación.

La conservadora de Oxford, quien por razones que él desconocía ahora usaba el nombre Theta-Ennea, enarcó las cejas. Era esbelta y atractiva, pero bajo los penachos que brotaban de la cabeza calva debía de haber un magnífico cerebro.

—Los registros indican que eras eficiente —dijo o canturreó—. Pero ¿por qué crees que podrías hallar una ocupación aquí?

Patulcio volvió los ojos hacia la ventana de vidrio de esa oficina anacrónica. En la calle Mayor el viento jugaba con la luz y las sombras de las nubes. Enfrente soñaban los bellos edificios de Magdalen College. Tres personas pasaron, mirando y tocándose. Patulcio sospechó que eran jóvenes, aunque era imposible saberlo.

—Esto no es un mero museo —replicó Patulcio—. Vive gente en la ciudad. La conservación de las cosas da un carácter especial a sus relaciones mutuas y sus relaciones contigo. Eso crea una especie de comunidad. Mi experiencia…, ellos deben tener problemas, nada serio, sino cuestiones de derechos conflictivos, deberes, necesidades. Hacen falta procedimientos mediadores. Los procedimientos son mi especialidad.

—¿Puedes ser más específico? —preguntó Theta-Ennea.

Patulcio la miró.

—Primero tendría que conocer la situación, la índole de la comunidad, las costumbres y expectativas, así como las reglas y regulaciones —admitió—. Puedo aprender pronto y bien. —Sonrió—. Lo hice durante dos mil años o más. —Ah, sí. —Theta-Ennea también sonrió—. Naturalmente cuando pediste una entrevista, consulté el banco de datos. Fascinante. Desde la Roma de los cesares hasta los imperios Bizantino y Otomano, la República Turca, los Dinastas y…, sí, una historia tan maravillosa como prolongada. Por eso te invité a venir en persona. También yo tengo una anticuada preferencia por lo concreto y lo inmediato. Por lo tanto, tengo este puesto. —Suspiró—. No es una sinecura. Confieso que no tuve tiempo para asimilar todo lo que aprendí sobre ti.

Patulcio rió entre dientes.

—Francamente, me alegra. No me agradó ese estallido de fama cuando los supervivientes nos dimos a conocer. Fue agradable volver al anonimato.

Theta-Ennea se reclinó detrás del escritorio de madera, una posible antigüedad donde no había nada más que una pequeña omniterminal.

—Si no recuerdo mal, te uniste bastante tarde a los demás.

Patulcio asintió.

—Una vez que la estructura burocrática se derrumbó irreversiblemente. Nos habíamos mantenido en contacto, por cierto, y me acogieron con gusto, pero nunca he intimado con ellos.

—¿Por eso te has esforzado más que ellos para integrarte al mundo moderno?

Patulcio se encogió de hombros.

—Quizá. No soy propenso al autoanálisis. O quizá tuve una oportunidad que ellos no tuvieron. Mi talento es para la… no, «administración» es una palabra muy presuntuosa. Supervisión de operaciones; las humildes pero esenciales tareas que mantienen en funcionamiento la maquinaria social. O mantenían.

Theta-Ennea bajó los párpados y lo examinó atentamente. —Has hecho algo más que eso en los últimos cincuenta o cien años.

—Las condiciones eran especiales. Por primera vez en mucho tiempo, tuve la oportunidad de tomar decisiones. No es mérito mío. Mera coincidencia histórica, para ser franco contigo. Pero obtuve experiencia.

Ella reflexionó de nuevo.

—¿Quieres explicarte? Dame tu interpretación de esas condiciones.

Él parpadeó sorprendido.

—Sólo puedo decir trivialidades —declaró con voz vacilante—. Bien, si insistes. Los países avanzados o, mejor dicho, las culturas de alta tecnología, han ido muy lejos, muy deprisa. Ellos y las sociedades que no habían asimilado la revolución se transformaron casi en especies diferentes. Las segundas tenían que adaptarse, pues las demás posibilidades eran horribles, pero la diferencia en modos de vida pensamientos, comprensión, era abismal. Yo estaba entre los pocos que podía hablar y funcionar con cierta eficacia a ambos lados de ese abismo. Di la asistencia que podía brindar a esa pobre gente, creando una organización adecuada para facilitar la transición… cuando vuestra gente ya no tenía una burocracia anticuada y humana dedicada al papeleo, y no sabía cómo formarla. Eso fue lo que hice. No lo hice solo —concluyó—. Mis disculpas por explayarme sobre lo obvio.

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