—Eres muy amable.
—Oh, obtendré mis beneficios, y también Martha, y… —El hotel estaba delante, una inmensa estructura cuya anticuada veranda daba a la bahía y al mar. Davison anduvo más despacio y bajó la voz—. Escucha, no sólo queremos oír las historias. Queremos pedirte… detalles, los que no llegan a las noticias ni al banco de datos, los que nosotros mismos no vemos cuando salimos, porque no sabemos qué buscar.
Peregrino sintió un cosquilleo de inquietud.
—¿Quieres que explique cómo es esa vida para mí… para una persona que no se crió en esas costumbres?
—Sí, eso es, por favor. Sé que pido demasiado, pero…
—Lo intentaré —dijo Peregrino.
Tácitamente: Estás pensando seriamente en irte, Charlie, en renunciar a esta existencia, su credo y su propósito.
Sabía que el enclave se estaba reduciendo, que los hijos se marchaban al llegar a la mayoría de edad, que los reclutas eran cada vez más escasos. Sabía que la comunidad está tan condenada como la secta de los Shakers en su época. Pero los hombres maduros también se marchan, tan sigilosamente que el dato no figura en lo que estudié sobre vosotros. Esperaba un par de vidas mortales de paz, de pertenencia. Olvídalo, Peregrino.
Los huéspedes se apiñaban en el porche. Señalaban y charlaban. Peregrino se volvió para mirar. Apenas visibles en la bruma, tres siluetas gigantes se deslizaron por la entrada de la bahía.
—Ballenas —dijo Davison—. Se están multiplicando bien. Cada año localizamos más.
—Lo sé —dijo Peregrino—. Buenas ballenas. Recuerdo cuando las declararon extinguidas. Lloré.
Las recrearon en los laboratorios, las reintrodujeron en una naturaleza totalmente dominada. Este sitio no es agreste salvo por el nombre. Es una reserva de control, una pauta de comparación para uso del Servicio Ecológico. No quedan sitios agrestes en la Tierra, salvo en el corazón humano, y también allí el intelecto sabe cómo gobernar.
No debí haber venido aquí. Ahora tendré que quedarme un par de semanas, por cortesía, por este hombre y su familia; pero no debí cometer la tontería de venir.
Debí ser más fuerte y no exponerme a esta herida.
Yukiko nunca estaba a solas con las estrellas.
Sí, podía tener soledad. Los poderes y la gente eran gráciles con los Supervivientes. Yukiko, pensaba a menudo que la gracilidad se había convertido en la principal virtud de la humanidad. Creaba una suerte de afecto impersonal. La abundancia de espacio era el único bien que era más escaso en el mundo. No obstante, cuando ella manifestó su deseo, le concedieron ese atolón. Por minúsculo que fuera, era un don caído del cielo.
Pero le negaban las estrellas. Algunas parpadeaban pálidamente en el anochecer, Sirio, Canopo, Alfa del Centauro, a veces otras, junto a Venus, Marte, Júpiter, Saturno. Como las constelaciones se perdían en la nacarada luminiscencia, Yukiko nunca sabía bien qué veía. Los satélites surcaban rápidamente el cielo. La luna brillaba brumosamente, y en su lado oscuro se distinguían chispas estables, la luz de los tecnocomplejos y Ciudad Triple. Los aviones formaban enjambres de luciérnagas. En ocasiones pasaba una nave espacial, un meteoro majestuoso, y se oían truenos de un horizonte al otro; pero eso era infrecuente, pues la mayoría de las operaciones eran realizadas por robots lejos de la Tierra.
Se había resignado a la pérdida. El control meteorológico, el mantenimiento de la atmósfera y las transferencias masivas de energía eran necesarios, pero causaban fluorescencia. Yukiko podía cubrir las paredes y el techo raso de su casa con un paisaje estelar tan imponente como si estuviera en el desierto de Arizona antes de Colon, o podía visitar un sensorio y conocer el espacio desnudo. Aun así, con ingratitud, cuando salía de su refugio lamentaba tener que evocar el cielo nocturno a partir de sus recuerdos.
El océano murmuraba, cubierto por una pátina de reflejos allí donde la acuacultura no tapaba las olas. Más allá brillaban luces botes, naves, una ciudad-barcaza. El oleaje blanco se encrespaba más allá de la laguna, que era un pozo de fulgor celestial. El ruido era sofocado, menos audible que el coral que le crujía bajo los pies. Inhaló esa fresca pureza. Cada día agradecía sin palabras a gigabillones de microorganismos por mantener limpio el planeta. No importaba que los hubieran diseñado y producido los seres humanos, o sus ordenadores, esos microorganismos tenían un karma maravilloso. Pasó junto al jardín, los árboles enanos, el bambú, las piedras, los senderos entrelazados. Una máquina trabajaba en silencio. Recién llegada de Australia, donde se había liado en otro amorío fugaz, no había retomado esa labor.
Bien, no tenía gran talento para eso. Si tan sólo Tu Shan…, pero a él no le agradaba este sitio.
La casa era una pequeña y sutil combinación de curvas en la oscuridad. Su pequeño mundo, pensaba Yukiko. Le brindaba todo lo que necesitaba y más. Se autorreparaba, y podría hacerlo mientras recibiera energía. En ocasiones Yukiko lamentaba no tener que usar un paño de limpieza.
Y una vez fui dama de la corte, pensó, frunciendo los labios con amargura.
Olvidó esos sentimientos. Había ido a sentarse junto al mar para vaciar la mente, abrir el alma y prepararse para usar la inteligencia. La escasa armonía que había obtenido era frágil.
Una pared se abrió. Dentro floreció la luz. La habitación estaba amueblada en un estilo ascético y antiguo. Yukiko se arrodilló en una estera de paja ante la terminal del ordenador e invocó al espíritu electrónico.
Una parte de esa inmensa racionalidad la identificó y habló con frases musicales y apropiadas.
—¿Cuál es tu deseo, señora?
No, no del todo apropiadas. «Deseo» era la trampa. Ella incluso había renunciado a su antiguo nombre de Gloria de la Mañana para ser —una vez más, al cabo de mil años— Pequeña Nieve, como signo de renunciamiento. Pero también eso había fallado.
—He meditado sobre lo que me dijiste acerca de la vida y la inteligencia entre los astros, y decidí aprender tanto como sea capaz. Enséñame.
—Es un asunto complejo y caótico, señora. Por lo que nos indican nuestros robots exploradores, la vida es rara, y sólo se conocen tres especies inequívocamente conscientes, y todas se hallan tecnológicamente en un equivalente de la era paleolítica humana. Otras tres son controvertidas. Su conducta puede ser muy complejamente instintiva, o se puede originar en mentes demasiado disímiles de las terrícolas para que las reconozcamos como tales. Sea como fuere, estas criaturas poseen sólo implementos sencillos. Por otra parte, la Red ha detectado fuentes de radiación anómalas a gran distancia, lo cual puede significar civilizaciones de alta energía análogas a la nuestra. Según como se interpreten los datos, quizá sumen hasta setecientas cincuenta y dos. Se estima que la más cercana está a cuatrocientos setenta y cinco parsecs. Además, la Red recibe señales que son casi ciertamente informativas desde veintitrés fuentes, identificadas con cuerpos o regiones astrofísicamente inusuales. Dudamos de que estas señales estén dirigidas específicamente a nosotros. No sabemos si quienes las emiten están en contacto directo entre sí. Tenemos indicios de que usan códigos definidos. Hasta ahora los datos son insuficientes salvo para sugerencias tentativas y fragmentarias sobre el posible significado.
—¡Lo sé! Todos lo saben. Ya me lo has dicho, y aun entonces era innecesario.
Yukiko luchó contra su enfado. La máquina tenía la potencia de una divinidad, podía efectuar un millón de años de razonamientos humanos en un día, pero no tenía derecho a ser paternalista. No era su intención. Habitualmente repetía porque muchos humanos necesitaban la repetición. Yukiko se calmó, dejó que la emoción brotara y muriera como una ola.
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