—Por lo que entiendo —dijo con serenidad—, los mensajes no son sobre matemática ni física. —No parecen serlo, y no parece plausible que haya civilizaciones que gasten tiempo y bandas de transmisión intercambiando conocimientos que todas deben poseer. Quizá se refieran a otras ciencias, como la biología. Sin embargo, eso implica que nuestra comprensión de la física es incompleta, que aún no hemos delineado todas las posibilidades bioquímicas del universo. No tenemos pruebas para semejante suposición.
—Lo sé —repitió Yukiko, con paciencia—. Y he oído el argumento de que no puede tratarse de política ni nada semejante, pues los períodos de transmisión se miden en siglos. ¿Comparan historias, artes, filosofías?
—Es factible.
—Eso creo. Tiene sentido. —A menos que la vida orgánica se extinga. ¿Pero las mentes de las máquinas no se sentirán intrigadas por el absoluto?—. Quiero dominar tu… análisis. Sé que no puedo efectuar ningún aporte original. Pero déjame seguir tu razonamiento. Dame medios para pensar sobre lo que has aprendido y estás aprendiendo.
—Eso se puede hacer, dentro de ciertos límites —dijo la voz suave—. Se requeriría mucho tiempo y esfuerzo de tu parte. ¿Te importa explicar tus razones?
Yukiko no pudo evitar que le temblara la voz:
—Esos seres deben estar mucho más avanzados que nosotros…
—No es probable, señora. Por lo que hoy sabemos, y nuestros razonamientos son sólidos, la naturaleza fija límites a las posibilidades tecnológicas; y hemos determinado cuáles son esos límites.
—No hablo de ingeniería, sino de entendimiento, iluminación. —Había perdido la paz interior. Le temblaba el pulso—. No entiendes de qué estoy hablando. ¿Alguien lo entendería hoy, algún ser humano? —Excepto Tu Shan, y quizá, si lo intentara, el resto de nuestra hermandad. Venimos de tiempos en que estas preguntas eran reales para la gente.
—Tu propósito es claro —dijo la voz electrónica—. Tu concepto no es absurdo. La mecánica cuántica falla en tales niveles de complejidad. Matemáticamente hablando se impone el caos, y uno debe realizar observaciones empíricas.
—¡Sí, sí! ¡Debemos aprender el idioma y escucharlos!
¿La inexorable conclusión ocultaba un lamento? El sistema podía potenciar las reacciones del usuario.
—Señora, la información de que disponemos es inadecuada. La matemática no deja duda. A menos que el carácter de lo que recibimos cambie de manera fundamental, nunca podremos interpretarlo en ese nivel de sutileza. Si eso es lo que te interesa, te advierto que perderás el tiempo estudiando este material.
Yukiko no se había atrevido a abrigar muchas esperanzas, pero esto la deprimía.
—En cambio, espera —aconsejó el sistema—. Recuerda que nuestros robots exploradores viajan virtualmente a la velocidad de la luz. Dentro de un milenio llegarán a las fuentes más cercanas para observar e interactuar. Quizá, mil quinientos años después, tengamos noticias de ellos y empecemos a aprender de veras. Eres inmortal, señora. Espera.
Yukiko sofocó las lágrimas. No soy santa. No puedo soportar tanto tiempo una existencia sin sentido.
De pronto la roca cedió bajo las botas de Tersten. Por un instante quedó congelado, los brazos tendidos, contra la infinidad de estrellas. Luego cayó.
Svoboda, la segunda de la hilera, tuvo tiempo de bajar la vara y apretar el disparador. Las ranuras escupieron un gas blanco y una clavija se hundió en la piedra. El extremo superior del asta se trabó, Svoboda se aferró, la línea se tensó con un tirón brusco. Aun con gravedad lunar, esa fuerza era brutal. Las suelas de Svoboda resbalaron en una capa de polvo traicioneramente fina. Aferrando la vara, se mantuvo erguida.
La violencia cesó. El silencio rodeó el tenue siseo cósmico de los auriculares. Había caído dos metros hacia delante. La línea continuaba cuesta arriba y colgaba de un borde formado por el derrumbe. El peso de Tersten tenía que tensarla, pero Svoboda comprobó horrorizada que estaba floja. ¿Se había partido? No, imposible.
—¡Tersten! —gritó—. ¿Estás bien? —La longitud de onda se difractaba alrededor del borde. Si Tersten colgaba allí, estaba a sólo un metro. Svoboda no oyó respuesta. Su temor creció.
Tendió la cabeza hacia Mswati, que venía detrás. La linterna del cinturón arrojaba un charco de luz intensa a los pies de Mswati. Deslumbró a Svoboda, transformándolo en una sombra contra la ladera gris, iluminada por las estrellas.
—Ven aquí —ordenó—. Con cuidado, con cuidado. Coge mi vara.
—Sí —respondió él. Aunque ella no encabezaba el ascenso, era capitana del equipo. La expedición era idea de ella. Además, era una superviviente. Los otros tenían de veinte a treinta años. Al margen de la informalidad y la camaradería, le guardaban un respeto especial.
—Espera aquí —dijo Svoboda en cuanto él la alcanzó—. Me adelantaré para mirar. Si hay más desprendimientos trataré de saltar y quizá me caiga de la cornisa. Prepárate para frenarme y alzarme.
—No. Iré yo —protestó Mswati. Ella se negó con un ademán cortante y se apoyó en las manos y las rodillas.
Era un trecho corto, pero el tiempo se estiraba mientras Svoboda avanzaba. A la derecha, una ladera abrupta se despeñaba en un abismo negro. El traje espacial, flexible como piel y resistente como blindaje, no la protegería de semejante caída. Aguzó la vista. Los sensores de los guantes le indicaban más de lo que habrían captado sus manos desnudas. Svoboda notó con fastidio que olía a sudor y se le secaba la boca. Aunque el traje reciclaba el aire y el agua, en ese momento ella sobrecargaba el termostato y la capacidad para eliminar desechos.
La superficie resistió. La cornisa continuaba más allá de una brecha de tres metros. Distinguió orificios cerca de la rotura. Aún no debía preocuparse por Tersten. En el pasado una perdigonada de meteoritos había caído allí. Probablemente la radiación había debilitado la piedra, transformando el sector en una imprevisible trampa.
Bien, todos habían dicho que el ascenso era una locura. ¿La primera circunvalación lunar? ¿Dar la vuelta a la Luna a pie? ¿Para qué? Afrontar penurias y peligros, ¿para qué? No realizarás observaciones que un robot no pueda hacer mejor. Sólo conquistarás una fugaz notoriedad, sobre todo por tu estupidez. Nadie repetirá esa hazaña. Un sensorio ofrece emociones más pintorescas, los ordenadores permiten mayores logros. —Porque es real —fue la mejor réplica que pudo hallar.
Llegó al borde y asomó la cabeza. En el horizonte, una tajada de sol naciente brillaba sobre un cráter, transformando la desolación en una mezcla de luz y oscuridad. El casco le protegió los ojos reduciendo automáticamente el resplandor a una luz áurea y opaca. El corazón de Svoboda dio un brinco. El cuerpo flojo de Tersten colgaba allí abajo. Elevó la recepción radial y oyó una respiración entrecortada.
—Está inconsciente —le comunicó a Mswati. Examinando—: Veo cuál es el problema. La línea se atascó en una fisura. El impacto la ha bloqueado. —Se puso de rodillas y tiró—. No puedo liberarla. Ven.
El joven se reunió con ella. Svoboda se levantó.
—No sabemos qué lesiones ha sufrido —dijo—. Debemos andar con cuidado. Sujeta el extremo de mi línea y bájame por el borde. Ataré a Tersten y nos subirás a ambos. Yo iré abajo para absorber los choques y rozaduras.
Dio resultado. Ambos eran fuertes, e incluso con el traje y la mochila con complejos aparatos químicos, una persona pesaba sólo veinte kilos. Tersten, en brazos de Svoboda, abrió los ojos y gimió.
Lo apoyaron en el saliente. Esperando a que él hablara, Svoboda miró hacia el oeste. Las alturas descendían a la pareja oscuridad del Mare Crisium. La Tierra colgaba a baja altura, la zona diurna marmolada de blanco y azul, inexpresablemente bella. Svoboda recordó con dolor cómo había sido en otros tiempos. Maldición, ¿por qué tenía que ser el único planeta adecuado para los humanos?
Читать дальше