—Sé todo eso, claro que lo sé… —balbució Hanno.
—Pides una nave tripulada que pueda alcanzar las mismas velocidades —interrumpió el Ingeniero—. Concedo que, por muy longevo que seas, otra cosa no tendría sentido. Aun para un puñado de personas, sobre todo si aspiran a fundar una colonia, el casco debe ser espacioso, con la masa correspondiente; y la masa de sus necesidades excederá esa cifra por un factor enorme. Esas necesidades incluyen sistemas láser y sistemas magnetohidrodinámicos capaces de protegerlas contra la radiación y de absorber suficiente gas interestelar para el motor de reacción. El motor, a su vez, consumirá una cantidad de antimateria que agotará nuestras reservas en el Sistema Solar durante años. No se produce con rapidez ni con facilidad.
»Más aún, las naves robóticas están estandarizadas. El diseño que tienes en mente exige partir desde cero. El trabajo preliminar almacenado en la base de datos indica cuánta capacidad informática consumirá…, la suficiente para impedir otras operaciones. Asimismo, la producción no puede utilizar partes ni instalaciones existentes. Hay que crear nuevas plantas nanotecnológicas y mecánicas, y toda una nueva organización. El tiempo entre el inicio y la partida puede durar una década, durante la cual, diversos elementos de la sociedad soportarán notables inconvenientes.
»En síntesis, deseas imponer un gran coste a la humanidad con el objeto de enviar a unos pocos individuos a un planeta distante que quizá sea habitable. Sí, pensó Hanno, es una empresa que haría palidecer las pirámides. Y al cabo de un tiempo los faraones dejaron de construir pirámides. Era demasiado costoso. Nadie estaba ya interesado.
—Estoy al corriente de lo que habéis explicado —declaró en voz alta, con una sonrisa forzada—, al menos de manera general. También sé que el mundo actual puede realizar la tarea sin imponer penurias a nadie. No seáis despectivos. Debéis hallar algún mérito en mi idea, de lo contrario no celebraríamos esta reunión.
—Los supervivientes sois únicos —murmuró el Artista—. Aún hoy conserváis cierto atractivo, y un interés especial para quienes se preocupan por nuestros orígenes.
—¡Y nuestro destino! —exclamó Hanno—. Hablo del futuro, el de toda la humanidad. La Tierra y el Sol no durarán para siempre. Podemos volver inmortal a nuestra especie.
—La humanidad se las verá con los problemas geológicos cuando aparezcan —dijo el Astrónomo—. No surgirán durante miles de millones de años.
Hanno se abstuvo de comentar: Creo que todo lo que llamamos humano ya estará extinguido, aquí y entonces. ¿Muerte, transfiguración? Lo ignoro. No me importa.
—La idea de una colonización interestelar en gran escala es ridícula —sentenció el Economista.
—Si se pudiera hacer —sugirió el Astrónomo—, ya se habría hecho, y lo sabríamos.
Sí, he oído ese argumento una y otra vez, desde el siglo veinte en adelante. Si existen los Otros, ¿dónde están? ¿Por qué sus robots exploradores, al menos, nunca visitaron la Tierra? Nosotros demostramos interés suficiente para estudiar a esos sapiens primitivos que hemos encontrado. Lo poco que aprendimos influyó en nuestro pensamiento, nuestras artes y nuestros espíritus de manera sutil, tal como África influyó en Europa cuando el hombre blanco la exploró. Si tan sólo la vida y la conciencia no fueran tan infrecuentes, tan incidentales o accidentales. Creo que hoy estaríamos allá, buscando, si no hubiéramos palpado esa fría soledad.
No obstante, los Otros existen.
—Debemos ser pacientes —continuó el Astrónomo—. Parece obvio que Ellos existen. Con el tiempo, los robots llegarán allá; o quizás establezcamos comunicaciones directas antes.
A través de siglos luz. Semejante demora entre la pregunta y la respuesta.
—No sabemos cómo son —dijo Hanno—. Cómo son los diferentes Ellos. Habéis leído mi propuesta escrita, ¿verdad? Recapitulé todos los viejos argumentos, y se resumen en esto: no sabemos. Pero sí sabemos de qué somos capaces.
—Los límites de la factibilidad están contenidos dentro de los límites de la posibilidad —declaró el Economista.
—Sí, hemos estudiado tu informe —añadió el Sociólogo—. Las razones que das para efectuar esta empresa son lógicamente inadecuadas. Es verdad que algunos miles de individuos creen que les agradaría ir. Se sienten frustrados, desconcertados, desplazados, confinados, insatisfechos. Sueñan con un nuevo comienzo en un nuevo mundo. La mayoría de ellos son inmaduros y lo superarán. Y del resto casi todos son visionarios que recularían asustados si se les ofreciera la oportunidad en la realidad. Te quedan algunas veintenas por cuya comodidad emocional quieres que toda la sociedad pague un alto coste en sustento común.
—Son los que importan.
—¿De veras, cuando son tan egoístas que someterán a sus descendientes (pues se reproducirán si sobreviven) a peligros y privaciones?
Hanno sonrió con hostilidad.
—Todos los padres tomaron siempre esa decisión. Está en la naturaleza de las cosas. ¿Negaríais a vuestra especie las oportunidades, los descubrimientos, los nuevos modos de pensar, trabajar y vivir que esta civilización obstruye?
—Tienes algo de razón —concedió el Psicólogo—. No obstante, debes reconocer que el éxito no está garantizado. Por el contrario, es una apuesta peligrosa. Aún no está demostrado que ese puñado de planetas con ámbito y bioquímica parecidos a los terrícolas no constituyan una trampa mortal a largo plazo.
—Podríamos ir más lejos si es necesario. Tenemos tiempo. Lo que necesitamos es utilizarlo en algo que merezca la pena.
—Sin duda hallaríais maravillas —dijo el Artista—. Tal vez podríais entenderlas y comunicarlas de maneras que no son posibles para los robots.
Hanno asintió.
—Sospecho que la vida inteligente sólo se puede comunicar plenamente con sus iguales. Tal vez me equivoque, ¿pero cómo lo sabremos sin intentarlo? Incorporamos nuestras limitaciones y las limitaciones de nuestro conocimiento a las máquinas y sus programas. Sí, aprenden, se adaptan, se modifican según la experiencia; las mejores piensan, pero siempre como máquinas. ¿Qué sabemos sobre las experiencias que ellas no pueden manejar? Quizá la teoría científica esté completa, quizá no, pero en todo caso nos aguarda un vasto universo. Demasiado vasto y pleno para que resulte previsible. Necesitamos más de una raza de exploradores.
El ingeniero frunció el ceño.
—Conque insistes en tu petición. ¿Creías que los argumentos eran nuevos? Los han citado una y otra vez, y fueron rechazados por insuficientes. La probabilidad de éxito y el valor de todo éxito que se alcanzara son demasiado leves en relación con el coste.
Hanno se inclinó hacia delante. Parecía un acto extraño en esa conversación incorpórea.
—Aún no he citado mi nuevo argumento —dijo—. Esperaba que no fuese necesario. Pero… la situación ha cambiado. Tratáis con nosotros, los supervivientes. Vosotros lo habéis dicho, somos únicos. Aún tenemos nuestro prestigio, nuestra mística, nuestros seguidores…, nada importante, no, pero sabemos usar esas cosas. En mi caso, recuerdo modos de armar alboroto ante los poderes constituidos. Fui un experto en eso, en los tiempos antiguos.
«Claro, un moscardón. Podéis ignorarnos. Si es preciso, podéis destruirnos. Pero eso os costará. Despertará interrogantes perturbadores. No se disiparán, porque habéis abolido la muerte y las bases de datos no olvidan. Vuestro mundo ha funcionado sin problemas durante tanto tiempo que podéis creer que el sistema es estable. No lo es. Nada humano lo fue jamás. Leed Historia.
El torbellino y la violencia, los arrecifes ocultos donde muchos imperios encallaron con su orgullo, sus sueños y sus dioses.
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