Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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El Psicólogo habló con acerada impavidez:

—Es verdad que la sociodinámica es matemáticamente caótica.

—No quiero amenazaros —declaró Hanno—. De hecho, yo también temería el resultado. Podría ser pequeño, pero podría ser enorme. En cambio… —rió forzadamente—, los descontentos fueron siempre un producto de exportación favorito de los gobiernos. Y será una empresa aventurera y romántica en una época en que la aventura y el romanticismo han desaparecido excepto en los espectáculos de sombras electrónicas. La gente la disfrutará, la respaldará… el tiempo suficiente para que parta la nave. Las celebraciones en vuestro honor os resultarán muy útiles en cualquier otra cosa que hagáis. Luego… —extendió las palmas—, quién sabe. Tal vez sea un fracaso total. Tal vez sea una abertura hacia todas partes.

Un silencio vibrante.

La calma del Administrador fue como un puñetazo.

—Habíamos previsto tu reacción, también. Hemos sopesado los factores. La decisión es positiva. La nave se lanzará.

¿Así, sin más? ¿En un solo instante, la victoria?

Bien, pero los ordenadores pueden haber reflexionado el equivalente de miles de años humanos mientras yo hablaba.

¡Oh, Colón!

—Hay condiciones. Aun con animación suspendida, la masa de una cincuentena de colonos, con provisiones y equipo, es excesiva, cuando las probabilidades son tan pobres. Los ocho supervivientes iréis solos. Desde luego, tendréis un complemento de robots, incluidos los modelos sin personalidad, inteligentes y versátiles pero dóciles, hacia los que no podéis desarrollar hostilidad. Contaréis con el material que sea necesario. Si vuestra empresa prospera, quizá muchos más os sigan algún oía en naves más lentas. Espero que esto te parezca razonable.

—Sí… —Y el simbolismo de la decisión, astuto. Por Dios, me alegrará escabullirme de un sistema que lo calcula todo.

Pero no debía ser ingrato.

—Sois muy generosos. Siempre lo habéis sido con nosotros. Gracias, gracias.

—Agradéceselo a la sociedad. Tú piensas como si fuéramos reyes, pero el poder personal es obsoleto.

Supongo que es verdad. Tan obsoleto como el alma personal.

—Más aún —continuó el Administrador—, no iréis al planeta sugerido en tu informe. Está a menos de cincuenta años luz, pero las diferencias de distancia en ese orden de magnitud son irrelevantes cuando se viaja a velocidades relativistas. Es el más conocido de los candidatos terrestroides, y por lo tanto el más prometedor. Pero existen otras consideraciones. Hablaste de exploración. Pues bien, exploraréis.

»El sol y el planeta escogidos se hallan en Pegaso, cerca del límite actual de nuestra esfera de comunicaciones. Recordarás que en esa dirección, a mil quinientos años luz de aquí, está la más cercana de esas fuentes de radiación que pueden ser civilizaciones de alta energía.

»No sabemos si en verdad existe tal cosa; las anomalías abundan. Tampoco sabemos si vuestra presencia puede adelantar significativamente la fecha de contacto. Es posible que no, pues los robots en ruta sólo han informado sobre fenómenos naturales en su marcha. Viajar a ese planeta significa que afrontaréis más incógnitas, y por ende más peligros…, aunque recibiremos información adicional sobre ello mientras vuestra nave se construye. Pero, asignando los pesos más plausibles a las diversas incertidumbres e imponderables, llegamos a la conclusión de que es mejor que vuestra expedición enfile hacia vecinos comparables a nosotros.

Tiene sentido, debí pensarlo de antemano. Pero soy un sólo hombre. Somos sólo ocho, vulnerables humanos de carne y hueso.

—¿Tú y tus colegas aceptáis estos términos?

—Sí.

Sin reservas, sí.

11

Adiós a la Tierra. Algo queda de lo que fue alguna vez: un enclave, una reserva, una restauración, criaturas pequeñas en recovecos, gente simple, arcaísmos. La mayoría de las personas son gráciles. Otorgan autorización, se retiran para crear soledad o se unen en camaradería, dan lo que pueden dar en estos últimos días.

El océano ruge, crece, sube y baja. Las olas tienen mil matices de verde y arrugas en el lomo, con crines blancas sobre los abruptos huecos. El barco se mece en su vaivén, los aparejos cantan, las velas se tensan. Estridente y helado, el viento es salobre.

Se acerca el tiempo de la cosecha. Leguas de trigo dorado susurran en la brisa ondulante. Las abejas zumban en un prado de tréboles cuyo olor dulzón impregna el aire. A cierta distancia descansan vacas de vivido color rojo, junto a un castaño cuya copa atrapa y refleja la luz. Un terrón tibio se desmenuza en la mano.

El fulgor de las velas vuelve las caras tan suaves como la música danzarina, arroja su luz sobre la plata, la porcelana, el lino. En altas copas, burbujean las gemas del champán. Cosquilleos en el paladar. Risas ligeras alrededor de la mesa. Sopa cremosa, con el sabor picante del puerro. La fragancia de los próximos platos flota como la promesa de una francachela que durará hasta el alba.

La roja pared del cañón se eleva hacia el cielo índigo. La cruzan estrías milenarias. Peñascos azotados por el viento asoman en la ladera, pero hoy sopla con tanta calma que el graznido de un cuervo vibra en el calor. Esa negrura aletea sobre el aroma de la salvia y el enebro achaparrado, que se aferra al suelo. El verdor es menos ralo en el fondo donde reluce y susurra un arroyuelo.

Aunque los peregrinos ya no acuden al altar, una especie de piedad trasnochada lo mantiene, y abundan los recuerdos. Cerca del portal, un antiguo ciprés se aferra a una cornisa, delineado en nudosa y plateada austeridad. Desde allí se ve la montaña, más allá de un peñasco hendido por una cascada, más allá de bosquecillos y terrazas y un tejado curvo, hacia las brumas del alba, que llenan el valle y hasta las azules alturas. El aire está fresco. De pronto llama un cuclillo.

Ha parado el chubasco. Las gotas chispean en el bosque de abedules, en las hojas que tiritan arriba, en el helecho y el musgo. Los blancos troncos se elevan esbeltos como muchachas desde las sombras. Más adelante, juncos, un lago, un ciervo que mira a su alrededor sobresaltado y se aleja dando brincos. El musgo es blando y húmedo. Los aromas son verdes.

Las cosas y lugares se pueden recobrar en el futuro, pero como ilusión, una danza fantasmal de electrones, fotones, neutrones. He aquí la realidad palpable. Esta imagen de la pared vino de un puesto ribereño de tiempo atrás, aquélla se tomó cuando la gente usaba cámaras. La mesa es igualmente vieja, con la madera señalada por el uso y con dos quemaduras de cigarro. El resto del mobiliario también es acogedoramente decrépito. El libro tiene peso, sus páginas manchadas se quiebran entre los dedos, el nombre garabateado en la solapa está borroso, pero no olvidado.

Ya no hay cementerios. La muerte es demasiado rara, la tierra demasiado preciosa. Los documentos funerarios de los humildes duraban poco de todos modos. Uno busca a tientas —en una ciudad que se ha vuelto exótica, en un retazo de campiña donde la hierba y las flores silvestres han recobrado los cultivos— y se queda allí un rato, sin sentirse solo, antes de musitar:

—Ahora adiós, y gracias.

12

El fuego creaba un viento que impulsaba la Piteas. El Sol se encogía a popa, despacio al principio, bajo la aceleración lenta, apenas un astro más brillante cuando la nave se aproximó a Júpiter.

Las estrellas llenaban esa vasta noche con fulgores radiantes y parejos, blancos, azulados, amarillentos, rojizos. La Vía Láctea surcaba el firmamento como un río de escarcha y luz. Las nebulosas relucían en la muerte y el nacimiento de los soles. Al sur resplandecían las Nubes de Magallanes. Exquisita en la lejanía, titilaba una galaxia en espiral.

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