Poul Anderson - La nave de un millón de años

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Desde las primitivas tribus escandinavas, desde la antigua China y la Grecia clásica, hasta nuestros días y todavía más allá, hacia un tuturo de miles y miles de años, pasando por el Japón Imperial, la Francia de Richelieu, la América indígena y la Rusia estalinista...
La nave de un millón de años

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Fuera como fuese, empezaron a amar los desafíos. Feacia —Hanno sugirió el nombre— no era la Tierra. Los exploradores robóticos indicaban un extraordinario grado de similitud: sol, órbita, masa, composición, rotación, tectónica, satélite; muchísimos factores parecían necesarios para engendrar una bioquímica semejante a la terrícola. Tales mundos eran muy pocos (aunque «pocos», dado el tamaño de la galaxia, podían ser cientos). Pero nada era idéntico y tal vez muchos factores fueran absolutamente extraños. La ausencia de vida consciente era sólo la diferencia más visible para los humanos, y quizá la menos importante. Más aún, Feacia era menos conocida que el destino que Hanno tenía originalmente en mente. Estaba a ciento cincuenta años luz de la Tierra, cerca del límite de la esfera de comunicaciones. Hasta entonces una sola misión había llegado allá y, cuando partió la Piteas se habían recibido informes durante doce años. Era un mundo tan variado y misterioso como la Tierra en su prehistoria.

Los robots aún investigaban. La Piteas no podía recibir los mensajes durante el viaje, pero ellos le pasarían todos sus datos cuando llegara. Sin duda les esperaban muchas sorpresas. Los viajeros quizá pasaran un año en órbita, asimilando información, antes de descender a la superficie. Entretanto, ¿por qué no practicar? Familiarizarse con el material era de una prudencia elemental, aunque fuera incompleto y a menudo erróneo; convenía tener la experiencia de antemano, aunque en cierto modo fuera ilusoria.

El gimnasio resultaba irreconocible. Arriba se arqueaba un cielo virginalmente azul, excepto por las nubes que parecían hálitos de las montañas nevadas. La campiña mostraba el verdor de hojas que no eran de verdadera hierba; los árboles se mecían en un viento que olía a sol y resina; en el aire revoloteaban criaturas aladas, y a lo lejos galopaba una manada de bestias veloces y gráciles. Peregrino recordó Jackson Hole tal como había sido una vez. Se le partió el corazón. Dominándose, se agachó para coger una piedra del manantial que borboteaba a sus pies. Titilaba como cuarzo, y su contacto era frío. Sí, pensó, será mejor que repase mi geología.

—Cortad leña —ordenó Tu Shan a los robots. Y Señaló—: Allá. Ved si podéis hacer tablones.

—De acuerdo —respondió el capataz, y él y su cuadrilla se marcharon con sus proyectores de energía, sus reactantes fluidos y sus herramientas sólidas.

Peregrino volvió la cabeza hacia sus compañeros. El peso del casco de inducción le recordó que no estaba en una caja de sueños. Presuntamente estaba adiestrando todo su organismo; pero estaba en un sitio que sin duda no existía tal como se lo presentaban. Bien, podía creer que algo parecido existía en ese nuevo mundo.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Necesitaremos madera apta para la construcción, dondequiera que decidamos instalarnos —explicó Tu Shan—. No queremos depender de los malditos sintetizadores, ¿verdad? ¿No fue por eso que dejamos la Tierra? —Sonrió, entornó los ojos, dilató las fosas nasales, aspiró—. Sí, me gusta este lugar.

—¡Aquí no podrás sembrar! —exclamó Peregrino.

Tu Shan lo miró sorprendido.

—¿Por qué no? —Habrá muchos otros. Estaría… mal.

Tu Shan frunció el ceño.

—¿Cuánta superficie del planeta quieres tener para tu reserva privada, para siempre?

Peregrino se alarmó: ¿Hemos llevado las rencillas de nuestros antepasados todos estos siglos, y ahora a través de estos años luz?

17

Los nanoprocesadores tomaban cualquier material y lo transformaban átomo por átomo en cualquier otra cosa para la que tuvieran un programa. El reciclaje suministraba aire, agua, alimentos. Podían producir una comida excelente y completa, y a menudo según gustos individuales. Sin embargo, Macandal tomaba sólo los ingredientes básicos y, aparte de la bebida, preparaba cena para todos. Era una cocinera de talento, disfrutaba de la tarea y entendía que era un servicio, algo que daba sentido a su vida. No había farsa; las máquinas carecían del toque personal que necesitaba esa arcaica tripulación.

Por supuesto, lo hacían en las celebraciones. El calendario de la nave incluía muchos festivos, días sacros y ceremonias nacionales que la Tierra había olvidado, aniversarios íntimos, ocasiones especiales relacionadas con el viaje. Cada año de travesía se contaba entre ellas. Lo medían por tiempo de a bordo, desde luego. Cuanto más rápidamente volaba la Piteas, más breves eran los períodos en relación con la rueda galáctica.

—Se está bebiendo demasiado —le comentó Macandal a Yukiko en la tercera de esas veladas.

Después de cenar, los ocho habían pasado del comedor a la espaciosa sala común. Habían puesto los paneles de simulacro, ocultando los murales. No había escenas de la Tierra, pues habían descubierto que podían ensombrecer el ánimo de un grupo ebrio. Patrones luminosos fluctuaban, refulgían y chispeaban en una penumbra azul violácea. No obstante, Hanno y Patulcio, copa en mano, evocaban el siglo veinte, el muy distinto siglo veinte que cada cual había vivido. Peregrino y Svoboda revivían el vals, evolucionando abrazados al son de un Strauss que sólo ellos oían por los auriculares; sus ojos también excluían el mundo. Tu Shan y Aliyat danzaban, gritando y batiendo palmas, al son de una melodía más agitada.

Arrodillándose como antaño, Yukiko bebió el sorbo de sake que se permitía. Sonrió.

—Es bueno ver jovialidad —dijo.

—Sí, sentía tensión en el aire —replicó Macandal—. Y no se ha disipado.

—… el pobre Sam Giannotti. Se empeñó tanto en meterme en la cabeza la física moderna —contó Hanno con voz gangosa—. Demonios, apenas logré comprender la física clásica. Pero al fin escribí una canción.

El sudor oscurecía las axilas de la túnica de Tu Shan y brillaba en los hombros y la espalda desnuda de Aliyat.

—Deberías unirte a la diversión —dijo Macandal.

Hanno cantó con voz desafinada:

Los cuerpos negros despiden radiación,
y deben hacerlo continuamente.
Los cuerpos negros despiden radiación,
pero siguen la teoría de Planck.

¡Devolvedme, devolvedme,
esa vieja continuidad!
¡Devolvedme, devolvedme,
oh devolvedme a Clerk Maxwell!

Yukiko sonrió de nuevo.

—Yo lo estoy pasando bien —dijo—. ¿Pero por qué no vas? Nunca fuiste una persona pasiva, como yo.

—Ja, no bromees. A tu manera, eres tan activa como cualquiera que yo haya conocido.

Tenemos funciones de Schrödinger
que dividen h Por 2π,
pero esa jodida ecuación diferencial
no tiene solución para Ψ.

¡Devolvedme, devolvedme…!

Aliyat y Tu Shan se echaron a reír. Peregrino y Svoboda giraban como en un sueño.

Heisenberg vino al rescate
para darnos alguna certeza.
¿ Qué consiguió con su afán?
Que hoy estamos del todo inseguros.

¡Devolvedme, devolvedme…!

Aliyat abandonó a su pareja, se acercó, le hizo una seña a Yukiko. Macandal se apartó. Las dos se pusieron a cuchichear.

Dirac habló de niveles de energía,
menos y más. ¡Oh qué extraño!
Ahora, por sus enseñanzas,
nuestra masa es igual a un agujero.

¡Devolvedme…!

Aliyat volvió junto a Tu Shan. Se fueron de la sala cogidos del brazo.

—Te preguntó si no te importaba, ¿verdad? —preguntó Macandal.

Yukiko asintió.

—No me importa, de veras, y sin duda ella lo recordaba. Pero fue amable al preguntármelo.

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